A lo largo de más de quince años como profesor de narrativa, me he encontrado una gran variedad de alumnos. Cada uno de ellos venía con unas enormes ansias por aprender a construir una novela, pero también con un bagaje particular en cada caso: desde alumnos que ya tenían una experiencia previa como escritores a otros que jamás habían creado ni siquiera un simple relato. Entre todos ellos, también me he topado con casos muy particulares de alumnos que provenían de un formato literario muy distinto a la narrativa, la poesía. Y precisamente de eso quería hablaros hoy: de las diferencias que existen entre estas dos modalidades literarias y cómo pasar de la poesía a la novela. Características de la poesía Lo primero que deberíamos hacer es definir ambos formatos, ¿verdad? Empezaremos por la poesía. Si nos vamos al diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, nos encontraremos varias definiciones con ciertos matices. Nosotros nos quedaremos con la cuarta, la que dice: «Poema. Composición en verso». Por tanto, la poesía es toda aquella composición literaria creada en verso. Es cierto que esta es una definición tremendamente básica, pero nos vale para empezar. La poesía tiene unas características muy particulares que la alejan de la narración en prosa, de ahí que sea tan complicado pasar de la poesía a la novela (y viceversa). Por un lado, tiene una estructura formal propia, que se fundamenta en unidades como las estrofas, o sea, un conjunto de versos. Pero es que además esta composición está regida por normas muy marcadas, incluso podríamos decir que muy estrictas. Me refiero a la métrica, la rima y la sonoridad. Por supuesto, no vamos a profundizar en esto, porque si no el artículo sería muy largo. Un detalle curioso: aunque asociamos la poesía con las rimas, no todos los versos son rimados. Existen también los versos sueltos, los versos blancos o los versos libres. Estos últimos, además, y como su nombre indica, no sólo no riman, sino que también se alejan de la métrica y la cantidad de sílabas. Características de la prosa Y ahora vayamos con la definición de la prosa, que es incluso más sencilla: «Forma de expresión habitual, oral o escrita, no sujeta a las reglas del verso». Y además la RAE nos pone cono sinónimo la palabra «narrativa» y como antónimo «verso». Lo cuál deja bastante claro que poesía y prosa son manifestaciones literarias totalmente opuestas. Y esta diferencia la vemos en primer lugar en las características de la prosa: en primer lugar, no tiene ningún tipo de regla sobre la métrica o la sonoridad. Las frases que construimos no deben constreñirse a una extensión o a una cantidad de sílabas. Además, su estructura es muy distinta a las estrofas. En prosa tenemos la unidad básica, la oración (recordad: enunciados con un sentido completo), que a su vez forman párrafos (grupos de oraciones alrededor de un tema central). Como se puede apreciar con facilidad, la prosa es una forma de literatura mucho más natural, porque al fin y al cabo es la manera en que articulamos el lenguaje en nuestro día a día, a la hora de hablar. Ni qué decir tiene que del mismo modo el lenguaje oral es muy diferente al escrito, el cual tiene unas exigencias mayores en cuanto a elaboración y corrección, pero ambos se consideran prosa. Pasar de la poesía a la novela En realidad considero que lo realmente difícil sería pasar de la prosa novelística a la poesía, más que pasar de la poesía a la novela, dado que en aquel caso tendríamos que ir desde un punto de casi absoluta libertad creativa a uno con más reglas. Pero como este blog está enfocado a la novela, hablaremos del camino «fácil». Un adjetivo bastante engañoso, porque sigue siendo algo muy complicado cambiar de un formato en verso a uno en prosa. Resulta obvio que es una manera de escribir opuesta en todos los aspectos. En primer lugar, a la hora de formar esas unidades básicas de la prosa, las oraciones. Cuando un escritor está acostumbrado a tener unas reglas que seguir, si de repente se las quitan puede sentirse perdido. Un autor de poemas tiene interiorizado cómo debe construir un verso atendiendo a la métrica y el ritmo que quiere imponer. ¿Pero qué pasa si no hay nada que te diga qué debes hacer? A veces, la libertad absoluta puede ser abrumadora, por eso cuesta tanto pasar de la poesía a la novela. Otro problema a tener en cuenta es el de los vicios heredados. El autor poético está tan acostumbrado a construir estructuras de gran carga lírica que es muy posible que importe ese estilo a su prosa. Esto puede implicar un estilo demasiado recargado de elementos poéticos que afecte a la fluidez de la narración e incluso a la transmisión y desarrollo de la trama. Imaginad eso a lo largo de toda una novela. Conclusiones Todo esto haría referencia al plano puramente de retórica, pero es que quedan las cuestiones más peliagudas a la hora de pasar de la poesía a la novela. Como por ejemplo, la creación de un argumento. Una novela es una historia larga, compleja, que se desarrolla poco a poco. Tiene montón de elementos estructurales y conceptuales que exigen una planificación a medio y largo plazo enfocada en una metodología distinta. Simplemente, la manera de abordar la creación de una obra de poesía no tienen nada que ver con la de una novela. Por tanto, es normal que los autores acostumbrados a la poesía se encuentren ante un muro difícil de escalar cuando tratan de dar el salto a la narrativa novelística. Y la gran pregunta: cómo pasar de la poesía a la novela. Pues bien, sólo hay un camino, nada de atajos o fórmulas mágicas: hay que formarse específicamente. O sea, leer mucha prosa, estudiar los conceptos de la escritura en prosa y la construcción de una novela… y escribir, escribir, escribir. Todo esto lleva tiempo, mucho tiempo.
Amanirena, la reina nubia que desafió a Roma
¡Vamos con una historia sobre reinas guerreras! En concreto, con una mujer que plantó cara al mismísimo Imperio romano. Y no, no me refiero a la más famosa de estas reinas guerreras, la insigne Boudica. O a Cleopatra, de la que ya hablamos un poco en el artículo sobre el Primer Triunvirato. ¿Creéis que fueron las únicas que se enfrentaron a Roma? ¡En absoluto! Hoy os descubriré a otro personaje fascinante, tanto o más que la britana o la egipcia, y del que no se habla mucho. Viajamos a África para conocer a Amanirena, la reina nubia que se opuso, y esta sí tuvo éxito, al imperio más poderoso de la época. El establecimiento de Roma en Egipto Para Amanirena los problemas empezaron cuando Egipto cayó definitivamente en manos romanas. Octavio, futuro emperador bajo el nombre de Augusto, había derrotado a Marco Antonio en Egipto, lo cuál dio por concluida otra más de esas guerras civiles a la que eran tan aficionados los romanos. La consecuencia inmediata fue el suicidio conjunto de Marco Antonio y Cleopatra. Este fue el fin de la dinastía helénica ptolemaica en Egipto, instalada tras la muerte de Alejandro Magno. Ya nada impedía la anexión total de Egipto como otra más de las provincias del Imperio de Roma. Sabemos muy bien lo que eso significó para Roma y para Egipto. Pero, ¿qué representó para los pueblos vecinos alrededor de dicho territorio? Porque no olvidemos que Egipto se extendía de norte a sur tanto como el Nilo se lo permitía, que no es poca cosa. Tenía contactos frecuentes con un montón de reinos, que de pronto veían con incertidumbre la llegada de ese imperio conocido por su hambre insaciable de nuevas tierras. ¿Se conformarían con Egipto, o querrían extenderse más todavía? Y, en todo caso, ¿cómo afectaría eso al comercio, a su subsistencia? Amanirena, reina de Kush Uno de estos pueblos era el Reino de Kush. Situado a lo largo del valle del Nilo, coincidiría más o menos con lo que hoy conocemos por Nubia y Sudán. Su conexión con Egipto era absoluta debido al temprano interés que los de las pirámides tuvieron por los recursos naturales de Kush, en especial las ricas minas de oro que se extendían por todos lados. Se enviaron expediciones desde tiempos del faraón Narmer, hasta que en la época del Imperio Medio conquistaron la región. Pero los kushitas, como iremos viendo en el artículo, eran de armas tomar, así que recuperaron su territorio un tiempo después, aprovechando los movimientos por parte de los hicsos. Ya sabéis cómo va esto: el Reino de Kush fue pasando de manos a lo largo de los siglos. Egipto lo reconquistaba y luego los kushitas volvían a recuperarlo. Para la época de Amanirena, el reino era ya plenamente independiente de nuevo, pero su contacto con Egipto a nivel comercial era vital para ambas potencias. Es más, incluso construyeron pirámides y otras manifestaciones artísticas propias de los egipcios. No es de extrañar que la conquista romana de Egipto fuese vista con preocupación, porque obviamente iba a alterar la estabilidad de la región. Y vaya si lo hizo. Octavio, ya convertido en Augusto, envió en el 25 a.C. una expedición para tomar posesión de unas minas de oro más allá de la frontera con el Reino de Kush. Era un primer paso para una futura invasión de Kush, o al menos así lo vieron sus dos reyes: Teriteqas y su esposa Amanirena. Amanirena, una reina con todas las de la ley Algunas crónicas hablan de que Amanirena era sólo una reina consorte por aquel entonces, mientras que otras aseguran que su autoridad estaba al mismo nivel que la de su esposo Teriteqas. Sea como fuere, en la cultura nubia las reinas ostentaban en esa época una enorme relevancia en las cuestiones de estado. Y no sólo eso: se las consideraba también guerreras. Era más que habitual que participaran en las batallas comandando a sus propias tropas, bajo el doble título de Qore y Kandake. Así pues, cuando el Reino de Kush decidió atacar a los romanos por traspasar sus fronteras y acabar con los tratados pacíficos que tenían con la dinastía ptolemaica, Amanirena estuvo ahí, en el campo de batalla. Pero los nubios no eran unos guerreros estúpidos que se lanzaban al ataque sin más, sobre todo ante un rival tan poderoso como aquel, así que ese primer embate no se dio de inmediato. Fue la propia Amanirena la que decidió que debían prepararse, sí, pero también esperar al momento oportuno. La oportunidad llegó cuando Elio Galo, el prefecto de Egipto, dejó la región para conducir una expedición hacia la península arábica. En cuanto las crestas rojas de las gáleas romanas se perdieron en el horizonte, a los kushitas les faltó el aire para dar comienzo a su rebelión. Eso sólo para empezar, porque en cuanto recuperaron el control de las fronteras se lanzaron ni más ni menos que a la conquista de Egipto. Amanirena, la reina que doblegó a Roma El enfrentamiento con Roma fue largo y lleno de pérdidas para los kushitas. Teriteqas murió durante las primeras fases, y tiempo después lo haría el hijo de ambos reyes, Akinidad. Pero lejos de amedrentarse, Amanirena continuó la guerra como única reina y general de las tropas. Bajo su mando, los nubios derrotaron a los romanos que se atrevieron a plantarles cara en el sur de la provincia egipcia. Cuenta la leyenda que Amanirena decapitó al emperador Augusto. Bueno, más bien a una estatua suya, cuya cabeza se llevó a su palacio real para que los suyos escupieran y la patearan. Pero Roma nunca ha sido de quedarse con los brazos cruzados y menos aún de retirarse. Publio Petronio y un buen puñado de tropas (unas diez mil) recuperaron el terreno perdido y se adentraron en territorio de Kush. Aún así, la vigorosa defensa de Amanirena impidió que alcanzaran la capital, Meroe. La situación se volvió tan comprometida para los romanos que poco después se decidió negociar
El narrador múltiple
Una de las primeras decisiones a las que debe enfrentarse cualquier autor al empezar a escribir su novela o relato es la elección del narrador que le contará la historia al lector. Y creedme, no es una decisión fácil, sobre todo si todavía no dominas los muchos tipos de narradores que existen. En el curso del Método PEN dedicamos cuatro clases enteras a desarrollar este elemento fundamental en la creación de cualquier obra, así que imaginad la importancia y complejidad que tiene. De todos ellos os hablé de manera resumida en un artículo de hace unos años ya, La voz del narrador: Cómo saber quién debe contar tu historia, así que no voy a volver sobre cada uno de los tipos de narradores. En realidad, en este artículo nos detendremos en todos ellos al mismo tiempo, pues hay una estrategia narrativa que puede aunar a varios narradores distintos. Es lo que conocemos como narrador múltiple. Qué es el narrador múltiple Seguro que debes estar pensando que eso del narrador múltiple es una técnica muy difícil de aplicar. Y sí, es cierto, lo es. Por ese motivo yo nunca recomiendo a mis alumnos que la utilicen en su primera novela. El narrador múltiple exige un dominio de cada tipo de narrador individual que es un muro demasiado alto para un autor que está empezando y todavía no controla algunos de esos narradores. Lo mejor es practicar el uso de cada uno de esos narradores mediante, por ejemplo, relatos cortos. Una vez dominados, ya podríamos empezar a pensar en hacer cosas más difíciles. ¿Pero qué es un narrador múltiple? El término puede llevar a cierta confusión conceptual. Para ser lo más claro posible, lo definiré como una técnica que combina distintos narradores que cuentan una misma historia desde puntos de vista distintos. De este modo, podemos abordar absolutamente todo lo que ocurre en un relato (o lo que nos interese abordar, claro). Pero la clave aquí es a qué nos referimos con «distintos narradores». Y literalmente es eso: cada uno de los narradores que utilizamos en esta estrategia es una entidad distinta, como personas diferentes contando una misma historia. Para complicar la cosa, cada uno de esos narradores puede usar el mismo formato o no. O sea, podemos tener distintos narradores en primera persona, o uno en tercera y otro en primera, o un omnisciente y un equisciente… Hay un montón de combinaciones posibles. ¿Entendéis ahora por qué es tan difícil para un autor primerizo? Si dominar un tipo de narrador ya es complicado, la cosa se sale de madre cuando tenemos que usar varios en una misma historia. Características del narrador múltiple Vamos a enumerar las características que puede tener esta técnica tan avanzada: Ejemplos de novelas con narrador múltiple Estoy seguro que todos habéis leído diversas novelas con narrador múltiple, y la mayoría de las veces ni os habéis dado cuenta. De hecho, el ejemplo más famoso de todos ni siquiera lo parece. Me refiero a la serie de novelas de Canción de hielo y fuego, de George R.R. Martin. Al leerla, nos encontramos con un narrador que se centra única y exclusivamente en cada uno de los protagonistas, según el capítulo (que de hecho se titulan con el nombre del personaje protagonista). Cada uno de estos narradores actúa con la forma de narrador equisciente, o sea, un narrador que conoce lo mismo que el protagonista pero desconoce lo que sienten o piensan los demás personajes. Y esto se repite en cada uno de los capítulos con un protagonista distinto. Esto puede llevar a confusión, porque el lector podría pensar que tenemos a un único narrador equisciente que va saltando de un protagonista a otro. Pero eso sería un error, ya que un narrador equisciente, por definición, está limitado a un único personaje. Por tanto, ¿qué tenemos en Juego de tronos y el resto de novelas de esta saga? Pues ni más ni menos que un narrador múltiple, o sea, muchos narradores distintos. Aunque todos ellos actúen con equisciencia. Esto no rompe la regla principal del narrador múltiple de contar la misma historia desde perspectivas diferentes. Otras obras escritas con narrador múltiple que podemos mencionar serían Cumbres borrascosas, de Emily Brontë; Drácula, de Bram Stoker; o el mismísimo Quijote, de Miguel de Cervantes, donde tenemos hasta cuatro narradores diferentes, entre los que encontramos dos narradores en primera persona, un narrador omnisciente en tercera y, para rizar el rizo, un narrador testigo. ¿Queréis saber las características de cada uno de ellos? Pues ya sabéis, leed el artículo que os he puesto antes. Y si no es suficiente, siempre podéis inscribiros en el Método PEN, donde profundizamos en esto y mucho más. Conclusiones Como veis, el narrador múltiple es una estrategia complicada de utilizar. Es cierto que tiene varios grados de dificultad, ya que podemos limitarnos a compaginar dos narradores distintos en el mismo tiempo verbal y con la misma persona, lo cuál sería bastante manejable. Incluso el modo en que lo hace George R.R. Martin es factible. El reto monumental viene con la combinación de tiempos y personas distintas, con puntos de vista diferentes: un narrador epistolar en primera persona mezclado con un tercera equisciente, un narrador testigo, un omnisciente y para rematar el berenjenal, un narrador en segunda. Un puzle semejante puede ser tremendamente original e impactante, si dominas bien la narrativa, o un completo desastre si no estás preparado.
Agripina y Nerón: una familia muy particular
Suele ocurrir que cuando escribimos novela histórica utilizamos personajes que incluimos para dar profundidad al contexto histórico, por su importancia relevancia, por su carisma natural, pero que en realidad no nacen con afán de protagonismo. Y aún así son imprescindibles. Es imposible entender una novela sobre el Imperio romano del siglo I sin hacer referencia a uno de los emperadores más famosos (y repudiados) de la historia: Lucio Domicio Enobarbo, más conocido como Nerón. El lector está esperando que se le mencione, que se hable de él. Así que, obviamente, así lo hice en mi novela Muerte y cenizas. Y, aunque de este personaje se ha dicho ya todo, ¿qué tal si le dedicamos un artículo un tanto distinto, con una co-protagonista a la altura? Ni más ni menos que la propia madre de Nerón, Agripina. Nerón, destinado a ser un monstruo Cuando se casó con el cónsul romano Cneo Domicio Enobarbo, Julia Agripina no podía imaginar lo que el futuro le depararía. Pero por lo visto su marido sí. En un alarde de amor paterno (nótese la ironía), Domicio dijo, literalmente, que «de la unión de Agripina y yo sólo puede salir un monstruo». Visto ahora, con el conocimiento de la historia que tenemos, nos sentimos tentados a pensar que el cónsul tenía el don de la premonición. De todos modos, había mimbres para ser pesimistas. Agripina, la futura madre de Nerón, era ni más ni menos que la hermana de otro emperador de funesto recuerdo, Calígula. De las supuestas depravaciones de éste han corrido ríos de tinta, entre ellas las relaciones sexuales que mantuvo con todas sus hermanas, incluida Agripina. De quien además se dice que se prostituyó con diversos miembros de la corte y que, incluso, acabó encamándose también con el propio Nerón. Agripina y Nerón se hacen con el poder Todo parecía indicar pues que el reinado de Nerón estaba destinado a los excesos de su emperador. Su camino hacia el poder fue un buen indicativo, ya que no habría ascendido al trono de no ser por la caída de su tío Calígula, quién además había dejado de ver con buenos ojos a Agripina. Pero cuando Calígula murió y Tiberio Claudio se hizo con el imperio, su camino quedó allanado, en especial porque Claudio tomó como esposa a Agripina, su sobrina. Ya veis que aquí todo queda en familia. Nerón se convirtió en el heredero de Claudio cuando éste decidió adoptarlo, allá por el año 50, momento en el que tomó el nombre por el que todos lo conocemos: Claudio Nerón César Druso. De estar destinado a ser olvidado por la historia, a la inmortalidad de la fama, ya que incluso su cara apareció en las monedas que su tío emitió durante su reinado. Normal que se le subiera a la cabeza. Sobre todo cuando, a los catorce años, se le nombró procónsul y tuvo acceso al Senado. Y para no perder la tradición familiar, se casó con su hermanastra Claudia Octavia. Nerón contra Agripina Y entonces, un buen día (o uno malo, depende de a quién preguntemos), Nerón ascendió al trono del Imperio romano. Lo cuál sólo podía significar que su padrastro, Claudio, había muerto. Un inicio un tanto perturbador, ya que dicen las malas lenguas que el anterior emperador fue asesinado nada más y nada menos que por su esposa y madre del heredero, nuestra ya tan querida Agripina. Sólo son rumores, pues jamás se encontró una prueba y por supuesto una acusación formal del regicidio. Ayudado o no por Agripina (qué no haría una madre por su hijo), el caso es que Nerón tomó posesión como emperador a unos tiernos dieciséis años. Esto implicó que durante sus primeros tiempos al mando la influencia de su madre fuera patente. Quizás por eso fue una época benigna para todos: Agripina sería muchas cosas, pero como administradora demostró estar a la altura de un emperador, pues trató de manera efectiva los asuntos que se les presentaron, dejando además que el Senado también tuviera influencia, lo cual evitó agravios y posibles conspiraciones. Pero las cosas estaban a punto de complicarse para aquella madre coraje (de nuevo, ironía). Como es ley de vida, el muchacho entró en la edad del pavo y empezó a dejarse llevar por el ímpetu propio de un adolescente. Aunque para entonces Nerón ya estaba casado con Claudia Octavia, el chaval tenía las hormonas revolucionadas y se encaprichó de una liberta llamada Claudia Actea. Cuando su madre se enteró de aquella infidelidad, se puso de parte de Octavia y le ordenó a Nerón que dejara a Actea. Y claro, basta que le prohibas algo a un adolescente para que lo haga con más ganas. Conclusiones La relación entre madre e hijo se agrió cada vez más, sobre todo por culpa de cierto consejero y tutor de Nerón, un tal Séneca. El cuál, por cierto, le fue comiendo también la oreja con respecto al supuesto rival más destacado del emperador, Británico, hijo biológico de Claudio. Oponente que a su vez había sido camelado por una Agripina airada al verse apartada del gobierno. Problema que, milagro de los dioses, se solucionó cuando Británico murió de manera bastante conveniente y sospechosa. Lo cuál llevó a que Nerón echara definitivamente de su vida a Agripina. A partir de entonces, Nerón no hizo más que aumentar su poder hasta convertirse en un auténtico megalómano y en el tirano por el que pasaría a la historia. El gobierno empezó a resentirse de sus cada vez más extravagantes decisiones, en especial conforme se deshacía de sus consejeros. Aunque la peor parte, por supuesto, se la llevó su madre, y de nuevo por un calentón: esta vez se enamoró de Popea Sabina, esposa del futuro emperador Marco Salvio Otón, y con la que quiso casarse. Como necesitaba el permiso de su madre, y sabía que ésta se opondría, ¿cuál fue la imaginativa solución que se le ocurrió? Habéis acertado: ordenó su asesinato, allá por el año 59. Aunque también se discute
La línea de tiempo de nuestra novela
Hay una consigna que escucharás de mi boca a todas horas, sobre todo si en algún momento decides convertirte en uno de mis alumnos del Método PEN: planifica. Escribir no es sólo sentarse y empezar a teclear esa idea que te ronda la cabeza desde hace semanas o meses. El éxito a la hora de construir una novela comienza mucho antes de escribir la primera frase de la obra, durante el proceso de planificación. Es el momento en que tenemos que organizar nuestras ideas en torno a las estructuras y características de la narrativa. La cronología de los acontecimientos dentro de dicha historia es uno de los elementos fundamentales, y para ello podemos usar una herramienta clásica de la que os hablaré hoy: la línea de tiempo. Qué es una línea de tiempo Aunque la definición de línea de tiempo pueda parecer obvia, nunca está de más refrescar conceptos. Una línea de tiempo es la representación gráfica de una serie de acontecimientos. Sencillo, ¿verdad? No es algo exclusivo de la construcción narrativa, por supuesto. Es más, seguro que habréis visto y usado muchas líneas de tiempo durante vuestra época de estudiantes. Yo al menos las utilizaba a la hora de esquematizar, por ejemplo, las lecciones de historia, porque me ayudaban a visualizar los sucesos de tal o cual época, sociedad o conflicto histórico. En ese sentido, una línea de tiempo muestra los eventos en orden cronológico: del momento más antiguo al más reciente. Por ejemplo, si queremos visualizar la cadena de sucesos que se dieron lugar en la Segunda Guerra Púnica, el primer punto representado será el asedio de Sagunto por parte de Aníbal; y el último sería la derrota del líder cartaginés en la batalla de Zama. Entre un punto y el otro, colocaríamos cada acontecimiento relevante que conduce a dicha conclusión. La utilidad de la línea de tiempo en la narrativa Como herramienta de estudio, la valía de una línea de tiempo es evidente: está más que demostrado que una representación gráfica permite que los datos se graben en nuestra memoria con mayor eficiencia. Sin embargo, el uso que como escritores queremos darle a una línea de tiempo es distinto en nuestro caso. Nosotros no queremos memorizar nada, queremos usar esa línea de tiempo como ayuda para estructurar la trama de nuestra novela. De hecho, podemos hacer varias líneas de tiempo, tantas como subtramas tengamos. Por ejemplo, si queremos escribir una novela río con multitud de protagonistas, cada uno de los cuáles se mueve en escenarios distintos (en plan Canción de hielo y fuego), podríamos tener una línea de tiempo para cada personaje. La ventaja que esto nos proporcionará es tremenda. Gracias a la línea de tiempo, podemos hacer un seguimiento de los acontecimientos que vive cada personaje, y saber en qué punto cronológico ocurren. Tendremos la posibilidad de saber, por ejemplo, qué estaba haciendo Frodo mientras Pippin y Merry conocían a Bárbol; o dónde estaba Daenarys mientras Ned Stark era encarcelado. De este modo tendremos claro todo lo que ocurre y no incurriremos en incoherencias, además de saber cómo debemos situar los distintos capítulos, en función del lugar que ocupan en la línea de tiempo. Cómo (y cuándo) crear una línea de tiempo ¿Cuándo? Siempre. De hecho, al menos en nuestra cabeza, siempre crearemos una línea de tiempo. Pero a nivel de herramienta de planificación podemos considerar la línea de tiempo como una especie de escaleta guía para saber cómo distribuir los capítulos de nuestra novela. Lo cuál nos lleva a la clave del asunto: la línea de tiempo debe construirse antes de empezar a escribir. No nos serviría de mucho si la hacemos después, ¿verdad? Lo que pretendemos es tener una guía en la que nos basaremos cuando nos pongamos a escribir. Un esquema que además podremos retocar si necesitamos hacer cambios en el futuro, de manera sencilla, y permitiéndonos trasladar dichas modificaciones a lo que ya tengamos escrito. ¿Cómo hacer dicha línea de tiempo? La representación más clásica es dibujar una línea horizontal (o vertical, a gusto de cada uno), en cuyos extremos situaremos el inicio y el final de la historia. Luego toca ir situando los acontecimientos en dicha línea. Sencillo y siempre práctico. Pero no tiene por qué ser una línea como tal, hay otras maneras. Puedes usar un formato de lista numerada, por ejemplo, o aprovecharte de las funciones que aportan procesadores avanzados como Scrivener, que te permite crear carpetas y archivos y ordenarlos sólo con arrastrarlos (y que en nuestro caso organizaríamos de manera cronológica). Conclusiones Lo que sí es importante es marcar las distintas partes de la estructura de tu novela en dicha línea del tiempo (adopte la forma que adopte). Me refiero, por supuesto, a nuestros queridos planteamiento, nudo y desenlace. Así tendremos muy claro los acontecimientos que abarca cada parte. También es interesante indicar en la línea del tiempo dónde se sitúan elementos como el detonante, indicar el conflicto y, como no, el clímax. Cualquier dato relevante debe quedar contemplado: un giro importante, un momento de gran intensidad emocional, una pista para resolver la trama, la aparición de un personaje clave, una gran revelación… Y, como no, la premisa más importante de una línea del tiempo es, precisamente, eso, el tiempo narrativo (tal y como hablamos hace un tiempo en este artículo). ¿Cuántos minutos, horas, días, semanas, meses o años pasan entre cada suceso anotado? Cuanto más claro te lo dejes a ti mismo, menos problemas tendrás luego a la hora de plasmar toda esa información cuando te pongas a escribir. La creación de la o las líneas del tiempo te llevará bastante tiempo (valga la redundancia), dependiendo de la envergadura de la historia que quieras crear, pero te aseguro que compensará con creces. Ningún dato se te perderá por el camino durante el largo proceso de escritura (que como bien sabes puede prolongarse meses). A la larga, ahorrarás mucho tiempo, y tu novela será más sólida y tendrá una cohesión a prueba de bombas.
Egeria y sus viajes
Hace unos pocos meses empecé un artículo diciéndoos que me encantan las novelas basadas en grandes viajes. ¿Os acordáis? Y luego os hablé de un viajero casi olvidado por la historia, Ibn Battuta, que había recorrido una distancia mayor incluso que Marco Polo. Pues bien, hoy os voy a hablar de otro personaje que tiene poco que envidiarle. De hecho, es una rareza incluso mayor, porque si ya es extraño que un hombre abandone cualquier comodidad para echarse a los caminos por el simple placer de descubrir el mundo, y más en épocas tan antiguas, mucho más lo es que lo hiciera una mujer. Os presento a Egeria, una viajera y escritora que, partiendo desde la Hispania romana, alcanzó lugares tan remotos como Siria y Mesopotamia. Quién era Egeria Como suele ocurrir cuando buceamos en épocas tan antiguas, y más tratándose de una mujer, existen pocos datos personales sobre Egeria. Hasta su nombre está sujeto a discusión, porque cada documento donde se la menciona utiliza un apelativo distinto: Aetheria, Etheria, Heteria… La forma Egeria es la que más se ha popularizado, aunque sólo la encontramos en una crónica del año 750, mucho después de los tiempos de la propia Egeria. En cuanto a sus raíces, no cabe discusión alguna de la tierra que la vio nacer: la Gallaecia, por aquel entonces provincia romana de Hispania. Poco más se puede concretar, aunque hay quienes hilan más fino y señalan El Bierzo, que en esos tiempos formaba parte de la Gallaecia interior. De hecho está más o menos constatado que inició su viaje desde esa región. Lo que está claro es que Egeria era de familia acomodada. Al igual que vimos con el caso de Ibn Battuta, un viaje como el que estaba a punto de emprender Egeria hubiese sido inviable para alguien de condición humilde. Algunos historiadores se atreven incluso a decir que era pariente de Aelia Flacila, la primera mujer de Teodosio el Grande. Desde luego eso explicaría que tuviera los medios para su odisea y que además dispusiera de una notable cultura, fruto de la educación que sólo la nobleza podía permitirse. Las condiciones del viaje de Egeria Egeria debió demostrar a muy temprana edad una curiosidad innata y difícil de contener, como todo gran viajero. Este afán de conocer nuevas tierras sería alimentado por el acceso a la cultura y los escritos de otros viajeros. Así que en cuanto tuvo la oportunidad, se echó a los caminos. Egeria partió en el año 381 y estuvo en constante movimiento durante tres años. ¿El final del camino? Tierra Santa, por supuesto. No podemos olvidar que Egeria era una persona con un gran fervor religioso. Pero no creáis que Egeria cogió el petate y se puso a viajar ella sola. Habría sido complicado que su familia le permitiera lanzarse a los caminos sin más. Aunque en sus escritos no deja detalles sobre la comitiva que la acompañó, se da por hecho que debió ir escoltada por una guardia personal. También hay que tener en cuenta que hablamos de una época de esplendor en las peregrinaciones, debido sobre todo al circuito de redes viarias del Imperio romano. La infraestructura de carreteras ofrecía rutas seguras, bien señalizadas, con frecuentes postas y posadas en las que pernoctar. Cada región por la que pasó Egeria contaba con guarniciones militares, algo que queda claro en su texto al mencionar cómo algunas patrullas de soldados la escoltaron en diversos tramos. El Itinerario de Egeria Egeria puedo sacar provecho de todas estas ventajas, así como de los privilegios que le otorgaba su condición de noble. Probablemente dispondría de algún salvoconducto, por el cuál las autoridades civiles y eclesiásticas la trataron con respeto. Todo esto se aprecia en la crónica que nos dejó para la posteridad, el Itinerario de Egeria. En formato epistolar, a través de cartas enviadas a sus amigas residentes en Gallaecia, cuenta las costumbres y particularidades de cada pueblo con el que se encontró. Comenta, por ejemplo, que allá por donde pasó todos la recibían de manera hospitalaria. Es una visión muy bucólica, así que los historiadores sospechan que Egeria prefirió guardarse las inevitables penalidades de cualquier viaje largo. ¿Pero qué lugares recorrió Egeria? Su itinerario empezó, como decíamos, en Gallaecia. De allí se fue directa hasta los Pirineos, donde tomó la Vía Domitia, la carretera más importante que unía Hispania con Italia. Cruzó la Galia Narbonense, recorriendo los Alpes como lo hiciera Aníbal siglos antes (aunque sin elefantes). Tras llegar a la costa oriental de la península itálica, embarcó hasta tierras de Macedonia, para luego seguir a pie hasta Constantinopla. Usando la ruta militar, recorrió la península de Anatolia hasta alcanzar Antioquía, y de ahí partiría hasta su destino final, Jerusalén. Pero Egeria no quedó del todo satisfecha. Se asentó una larga temporada en la ciudad santa, desde donde realizó varios viajes cortos. Debió pensar que ya que había llegado tan lejos, ¿por qué no aprovechar la ocasión y visitar lugares como Menfis, en Egipto? También recorrió diversos parajes bíblicos, como el río Jordán, el monte Sinaí o el lago Tiberíades. Al fin, en la Pascua del año 384, decidió emprender la vuelta siguiendo la ruta que la acercaba a Mesopotamia. Pero los persas, que ocupaban por entonces la parte oriental de Siria, le obligaron a buscar de nuevo la ruta hacia Constantinopla, la misma que había usado en su viaje de ida. Conclusiones El relato de Egeria se interrumpe justo en ese punto, en Constantinopla. A día de hoy no sabemos si esta gran viajera logró regresar a su hogar ni cómo lo hizo. Es posible que la cosa no acabara bien. En la actualidad, los viajes de Egeria pueden parecernos poca cosa, pero debemos tener en cuenta el contexto histórico en el que tuvo que moverse. A pesar de las ventajas que tuviera por su condición aristocrática, aquel viaje fue más que una aventura: fue un peligro real y constante. En cualquier caso, su crónica nos ofrece una invaluable información. A través
El título de tu novela: cómo elegirlo
Hace unos meses publiqué un artículo en el que discutimos algunos trucos que podían facilitarnos una decisión tan importante como saber qué nombres ponerles a nuestros personajes. Y si algo sacamos en claro era que el poder que tienen los nombres de los personajes es enorme, así que hay que pensarlo bien antes de bautizarlos. Pues bien, estaréis de acuerdo conmigo en que tampoco es moco de pavo enfrentarse a ponerle nombre a toda la obra donde aparecen esos personajes. Es tan importante que puede ser la diferencia entre que tu novela pase sin pena ni gloria o que triunfe. Así que de eso irá el artículo de hoy: vamos a ver cómo elegir el título de tu novela. El título de tu novela: un gancho para el lector No nos vamos a engañar: cuando entramos en una librería y empezamos a mirar los libros allí expuestos, lo primero que nos salta a los ojos es la portada de cada uno de ellos. Una ilustración impactante hace que el lector potencial coja el libro y le eche un vistazo. Pero no siempre podremos apoyarnos en la portada. En algunas ocasiones no estará disponible. Por ejemplo, cuando tenemos una conversación con otro lector, y le cantemos las excelencias de esa novela que nos ha gustado, será el título de la obra lo que destacaremos. Por eso resulta imperativo que elegir el título de tu novela sea una decisión acertada. Seamos sinceros, no es lo mismo que tu libro se titule El Señor de los Anillos que El mediano y el Anillo, ¿verdad? Para empezar, el primero tiene fuerza, es potente, engancha. Y eso sin abordar el significado subyacente que contiene y el hecho de que el título haga referencia al villano que amenaza la Tierra Media (que además ni aparece de manera presencial). El segundo título es anodino, no aporta nada. Es fácil de olvidar. Y no podemos permitir que nuestra novela se olvide. Características del título de tu novela Es obvio que lo primero que debemos buscar en un título es que sea fácil de recordar para el lector y que por un motivo u otro se le quede grabado en la memoria. Debe ser impactante. Para ello, suele recomendarse que no sea muy largo. Esto además tiene una ventaja, porque permitirá que a la hora de recomendarlo sea más sencillo. Seguro que entenderás que es más fácil decir «léete Drácula» que «léete La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada» (que me perdone García Márquez). El primero es un título tan corto que es imposible que se olvide, mientras que el otro tiene demasiados elementos. Y aún así es un buen título, precisamente porque se sale de la norma, aunque os aseguro que si escribís una novela con un título así, siendo autores noveles, al editor le dará un pasmo. Por otra parte, el título de tu novela tiene que estar relacionado con la historia que contamos. Esto parece de cajón, pero os sorprendería saber cuántos manuscritos he leído cuyo título no parece tener nada que ver con lo que se cuenta. Y no sólo eso, también debe tener una razón de ser, un significado dentro de la propia historia. Tiene que contener su esencia. Tampoco está de más que aporte algún tipo de información. Por ejemplo, uno de los motivos por los cuáles elegí La predicción del astrólogo como título para una de mis novelas fue porque gracias a él le estaba dejando claro al lector que la astrología, una ciencia muy importante para los sabios andalusíes, tenía un papel fundamental en la historia. Elegir un título evocador para tu novela Con títulos así, logramos transportar al lector al mundo que pretendemos mostrarle antes incluso de que empiece a leer. Así es, la ambientación de nuestra novela empieza por el título. Debe ser coherente con el género y el tipo de historia. Imaginad que hubiese titulado a mi primera novela Cómo se creó la agogé. Qué poco glamur, ¿verdad? Suena más bien a ensayo. Menos mal que le puse Hijos de Heracles. Eso es otra cosa. Si has escrito una novela de fantasía épica, no utilices elementos que al lector le hagan pensar en un thriller o en ciencia ficción; si te has decantado por una novela romántica, intenta que el título haga referencias al amor, a las relaciones, al sexo, incluso. Por el contrario, si vas a escribir una historia infantil, no puedes incluir elementos inadecuados. ¡Nunca olvides el público al que va dirigida la obra! Ah, y cuidado con los dichosos subtítulos. Son una tentación porque pueden ayudar a aportar una información que ha quedado fuera del título. En esos casos resultan ser muy valiosos, como me ocurrió a mí con Muerte y cenizas. Conjura en Hispalis. En mi caso ese subtítulo lo considero muy acertado, ya que hace referencia al escenario donde se desarrolla la historia y permite que el lector sitúe el contexto. Otro buen ejemplo sería el de mi compañero Javier Pellicer, con su novela Lerna. El legado del minotauro. Pero si el título por sí mismo se puede defender sin más ayuda, mejor no utilizarlo. Conclusiones Conseguir un título que cumpla todos estos requisitos puede llegar a ser abrumador para un autor todavía inexperto. Todos hemos pasado por ahí. Ocurre un poco como con las sinopsis: nos cuesta mucho sintetizar ideas en expresiones cortas. Me temo que para eso no hay fórmulas mágicas. Sólo el tiempo y la práctica te enseñarán cómo elegir el título de tu novela que funcione a la perfección. Por último, un consejo que no puedes perder de vista jamás: no te obceques con un título. Es muy posible que si consigues la atención de una editorial, te pidan modificar el título de la novela. Es bastante habitual, de hecho. Si estás convencido de que tu elección es la mejor, defiéndela. Pero no te cierres en banda a las alternativas que te propongan. Ten en cuenta que el editor conoce mejor que
Los guerreros de terracota
¿Os acordáis del artículo de hace unas semanas sobre el pecio de Uluburun? En él os contaba la historia tras el yacimiento submarino del primer naufragio de la historia del que se tiene noticia, fechado en la Edad del Bronce. Entre otras cosas os comentaba que su descubrimiento fue fortuito. Os sorprendería saber cuántas veces una pieza clave de nuestro pasado ha sido hallada por mera casualidad: el pecio de Uluburun, nuestra Dama de Elche, o las pinturas rupestres de la cueva de Altamira. Hoy veremos otro ejemplo que, además, nos servirá para viajar a una tierra y una cultura histórica fascinante como muy pocas. Descubramos a los famosos guerreros de terracota de la Dinastía Qin. El descubrimiento de los guerreros de terracota Si conocéis cómo fue descubierta la Dama de Elche, esta historia os sonará muchísimo, aunque sea más reciente y tenga lugar en la otra punta del mundo: corría el año 1974, en la región china de Xi’an, y un agricultor estaba haciendo sus quehaceres diarios. En concreto, buscaba un pozo de agua para sus cultivos. Mientras excavaba, se encontró una gran fosa. Él todavía no lo sabía, pero acababa de encontrar el acceso a un complejo funerario que se extendía a lo largo de casi cien kilómetros cuadrados, conectado con el túmulo de un personaje del que hablaremos después: Qin Shi Huang, el primer emperador de China. Es por eso que el yacimiento se conoce como el Mausoleo de Qin Shi Huang. Como es lógico, el pobre agricultor no profundizó demasiado en su hallazgo, pero éste llegó a oídos de Zaho Kangmin, un arqueólogo que dio comienzo a una excavación en toda regla. Imaginad lo que debió sentir cuando, al acceder a la primera fosa (de las tres que forman el yacimiento), se encontró con un ejército de soldados enterrados. Más de seis mil guerreros en formación, que debían parecer leales guardias esperando que su emperador les diera una orden. Todos habéis visto las imágenes infinidad de veces (con las que además ilustro este artículo), así que seguro que entendéis el sobrecogimiento que debió sentir el arqueólogo. El señor de los guerreros de terracota: Qin Shi Huang ¿Pero quién fue el amo de estos guerreros de terracota? Qin Shi Huang (cuyo nombre original era Ying Zheng) está considerado como el caudillo que unificó China bajo un gobierno imperial, convirtiéndose por tanto en el primer emperador del nuevo país. Esto puede sonar muy bucólico, pero la realidad es que para conseguirlo tuvo que llevar a cabo una despiadada campaña en la que derrotó a los seis estados feudales que formaban la China del 260 a. C. Antes de consumar dicha unificación, Qin Shi Huang necesitó ascender al trono de su región, el Estado Qin, algo que no le llevó muchos años: a unos meses de cumplir los trece se convirtió en rey, aunque bajo la tutela de un regente. A los veintiún años dio un golpe para hacerse con todo el poder del estado. Pero no era suficiente. Qin tenía un objetivo en su mente: acabar con los estados feudales y unirlos a todos en un imperio, obviamente gobernado por su casa, la Dinastía Qin. Algo que logró tras innumerables batallas, allá por el 221 a.C. No fue un camino fácil, pues para cuando logró concluir su sueño, Qin tenía ya 38 años. Sólo entonces pudo proclamarse como el primer emperador de un Imperio chino en el que se abolió el feudalismo, pero donde se crearon treinta y seis provincias, se reunificó la escritura china, y se desarrolló una red de carreteras tan ambiciosa como necesaria para conectar un territorio tan vasto. Ah, lo olvidaba: Qin Shi Huang fue también el constructor de la Gran Muralla China. Bueno, más bien la ordenó, porque los que doblaron la espalda fueron los miles de lugareños forzados. Digamos que no fue un emperador muy querido. Los guerreros de terracota: soldados del más allá Sin embargo, nada es eterno. Qin Shi Huang murió en el 210 a.C. de una manera que podría dar para novela: fue envenenado involuntariamente por sus alquimistas, a los que había exigido que encontraran una pócima que le diera la inmortalidad. El brebaje, una mezcla de mercurio y jade, le causó la muerte como era de esperar. Lo bueno: que pudo estrenar el fastuoso Mausoleo de Qin Shi Huang, que había comenzado a construir al poco de subir al trono. Del mismo modo que la Gran Muralla, «reclutó» a 700.000 obreros que, entre el 246 y el 209 a.C., construyeron el complejo fúnebre. Incluso llegaron a usar mercurio para simular ríos y océanos, entre muchos otros lujos. Pero nada impacta más que los guerreros de terracota. Más de ocho mil soldados representados en piedra (algunos aún por desenterrar), dispuestos en formación de batalla para acompañar a su señor en su vida más allá del mundo terrenal. Las tres primeras líneas representan a los arqueros y ballesteros, y tras ellos otras treinta columnas de a cuatro. Es la infantería, entre la que también encontramos carros tirados por caballos. También quedaron inmortalizados los propios oficiales del ejército, así como personajes no militares, como bailarines, músicos o esculturas de aves diversas. Las figuras ya podéis verlas, son fabulosas (después de una buena restauración, por supuesto): cada uno de los guerreros de terracota mide en torno a 1,80 metros de altura, y el detallismo es extremo. Se aprecian los elementos característicos de las armaduras, las diferencias de rango de los uniformes, e incluso los rostros tienen rasgos únicos. Se cree que fueron construidos mediante moldes, aunque cada cabeza se pulió por separado para diferenciarlas. No sé a vosotros, pero a mí me parece un trabajo… de chinos. Conclusiones Los guerreros de terracota son un ejemplo perfecto de las maravillas que permanecen enterradas bajo nuestros pies sin que lo sepamos. Sería maravilloso que todas fueran descubiertas, pues nos ayudarían a comprender mejor un pasado del que podemos aprender mucho todavía. Por no hablar de las oportunidades de negocio que pueden reportar. ¡Pues
La técnica del iceberg
En narrativa existen varias reglas de oro que todo autor debería tener muy en cuenta siempre. Una de las más importantes se puede resumir con un simple «menos es más». O dicho de otra manera, si puedes mostrarle al lector lo que pretendes utilizando seis palabras, no uses siete. Esta norma, que no paro de repetirle a mis alumnos en los cursos del método PEN, suele hacer referencia a la necesidad de ser concisos con el lenguaje que utilizamos, pero a nivel de creación y desarrollo argumental también tiene cabida. En contra de lo que la razón nos dice, no contarlo todo puede ser una herramienta muy poderosa para potenciar nuestra historia. Hoy vamos a verlo a través de una técnica narrativa muy concreta, cuyo nombre ya da a entender por dónde van los tiros: la técnica del iceberg. El «inventor» de la técnica del iceberg Cuando hablamos de técnicas narrativas rara vez se puede hablar de inventores. Al fin y al cabo, la escritura es un arte que ha ido evolucionando a través de los siglos. Los aportes y cambios son más bien graduales y se van heredando de una generación de autores a otra. Pero sí podemos decir que hubo un escritor que postuló por primera vez la técnica del iceberg (o teoría de la omisión, como también suele llamarse), aunque ya se hubiese usado antes, y la convirtió en santo y seña de sus obras. Su nombre os resultará muy conocido: Ernest Hemingway. Sí, el mismo que corría delante de los toros en los sanfermines. Recordemos que Hemingway fue periodista antes que escritor de cuentos (algún día hablaremos de ello en uno de los artículos históricos, porque menuda vida tuvo). Por tanto, estaba acostumbrado a redactar noticias de manera superficial, sin profundizar de manera evidente en lo que hubiera detrás de su texto. Ya hablamos de esto en nuestro artículo sobre el periodismo literario. Esto hizo que, cuando empezó a escribir relatos, incorporara esa aparente superficialidad en sus obras. Sin embargo, tras esa capa externa sí residía un significado implícito que el lector debía descubrir por sí mismo. ¿Cómo consiguió este efecto? Utilizando la técnica del iceberg. ¿Qué es la técnica del iceberg? En 1923, Hemingway escribió su cuento Out of Season (Fuera de temporada), que trata sobre un marido y una mujer estadounidenses expatriados que se van de pesca mientras están en Italia (el relato es mejor de lo que se desprende de este brevísimo resumen). El caso es que Hemingway contó un tiempo después, en su biografía, que en ese relato omitió nada más y nada menos que el final que había pensado durante el proceso de creación, en el cuál uno de los personajes se ahorcaba. ¿El motivo? Reforzar la narración a través de no contar algo, de dejar que el lector lo imagine por sí mismo, para así crear una conexión más fuerte con la obra. No fue la única vez que lo hizo. De hecho, la teoría de la omisión se convirtió en marca de la casa de este autor. Él mismo creó el paralelismo con un iceberg por el que se conoce a esta técnica: «Si un escritor en prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una sensación tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado. La dignidad de movimientos de un iceberg se debe a que solamente un octavo de su masa aparece sobre el agua». Cómo utilizar la técnica del iceberg La técnica del iceberg es tan poderosa como complicada de utilizar. Desde luego no es apta para escritores que todavía están en los inicios de su aprendizaje, aunque yo siempre animo a mis alumnos a que experimenten con técnicas avanzadas. Al fin y al cabo, para eso están los relatos, para experimentar. Es más, aunque esta técnica se puede utilizar en formatos largos como la novela, es en los cuentos donde más brilla. Y esto es porque la brevedad de un relato ya nos obliga a ser directos y concisos, nos impide entretenernos desarrollando la información, por lo que mantenerla en un segundo plano para que la descubra el lector resulta ideal. ¿Y sabéis dónde se le saca todavía más jugo? En los microrrelatos. Os pongo un ejemplo: —Hola, guapa. ¿Te apetece que nos vayamos a un reservado? Ya sabes…—Claro.Mientras lo seguía, se quitó el anillo y lo guardó en el bolsillo sin remordimiento alguno. Fijaos bien: en apenas tres frases, muy cortas además, os he contado una historia sin entrar en detalles. Os he mostrado sólo la punta del iceberg, pero debajo hay una masa oculta que, aunque no se ve, se percibe con claridad y da significado completo al relato. En ningún momento he especificado los motivos por los que la protagonista decide caer en la infidelidad. Podría haberlo especificado añadiendo al final una frase: «Era la hora de buscar en otros lo que su marido le negaba». ¿Pero para qué? Si de esta manera he dicho lo mismo y a la vez he logrado convertir al lector en mi cómplice. Ahora él hará sus suposiciones, rellenará los huecos con su imaginación. En cualquier caso, la información está ahí, en segunda línea: la mujer está casada y aún así acepta ser infiel. Lo importante es que esa omisión aparente refuerza la historia. Conclusiones Insisto: en literatura, menos es más. Como autores debemos darle al lector la información que necesita para entender y conectar con la historia. Pero no siempre tenemos que mostrársela de manera directa. Como habéis visto, a través de la omisión de datos propia de la técnica del iceberg también podemos decirle mucho a nuestros lectores. O mejor dicho: se lo sugerimos. Esto además nos ayudará con el eterno problema de querer contar demasiado, de meter largas explicaciones para mostrar el trasfondo. Parrafadas que en realidad no hacen más que lastrar el avance de la historia. La mayor parte de
Álvar Fáñez, la Mano del Cid
Aunque el principal cometido de la novela histórica no es enseñar (para eso están las obras divulgativas y académicas), todos estaremos de acuerdo en que es una manera excelente de que los lectores sientan interés por el pasado. Este género literario nos acerca épocas y personajes fascinantes, pero no podemos olvidar que siempre va a existir un componente de ficción. Si escribimos una novela sobre Julio César, no será el Julio César real, será nuestro Julio César, la versión que el autor haga. Entre otras cosas porque no existen crónicas lo bastante detalladas que nos cuenten qué hacía o decía en cada instante de su vida. Así que por fuerza tendremos que ficcionar en algún momento. Hoy inicio una serie dedicada a mostraros las versiones reales de algunos de los personajes de mis novelas. Y empezaremos con La predicción del astrólogo y uno de esos secundarios que se ganaron mi corazoncito: Álvar Fáñez, el gran amigo y compañero del Cid. Álvar Fáñez, entre la historia y la leyenda Álvar Fáñez es un buen ejemplo de lo que os comentaba: las lagunas en torno a su vida son abundantes, tanto o más que las del propio Rodrigo Díaz de Vivar. Es inevitable que la leyenda del Cid Campeador lo oculte, teniendo en cuenta la conexión que comparten. La culpa de todo esto la tiene el Cantar del mio Cid, por supuesto. En esta obra maestra de la literatura medieval se nos muestra un personaje que, al igual que ocurre con el propio Cid, excede la vida real para cobrar visos casi mitológicos. No olvidemos que estamos ante un texto de carácter dramático que busca ensalzar a una figura y establecer algo así como un mito que se eleve por encima de la realidad. En cuanto a la construcción de una leyenda, el Cid vendría a ser como nuestro rey Arturo particular, y Álvar Fáez un Lancelot a la española. En el Cantar se menciona a Álvar Fáñez no menos de treinta veces, señalándolo como el compañero inseparable del Cid. Se refieren a él con diversas variaciones del nombre que hoy usamos, aludiendo al personaje además con un apodo, Minaya. No está muy claro lo que significa, aunque se suele decir que contiene elementos vascos y románicos, y que podría corresponder con «mi hermano». Se especula con que dicho apelativo lo recibió de la reina Urraca, que lo admiró profundamente. Álvar Fáñez, el personaje histórico Basarse pues en el Cantar del mio Cid es peligroso, porque no deja de ser, al fin y al cabo, lo mismo que una novela actual: una adaptación ficticia de la realidad. De hecho se contradice con ciertos documentos de la época al decir que Fáñez y el Cid eran primos hermanos (tal y como yo los plasmo en La predicción del astrólogo), pues según estos textos podría haber sido su sobrino. Como veis, su nacimiento y familia son bastante desconocidos (lo cual en realidad es genial para un novelista, porque nos ofrece más libertad para ficcionar). Los historiadores postulan que su padre pudo ser un tal Fan Fáñez que suscribió algunos documentos de Alfonso VI, lo cuál lo sitúa dentro de una familia de cierto abolengo. Algunos especialistas incluso se atreven a comentar que fue bisnieto del mismísimo rey Alfonso V de León. El caso es que Álvar Fáñez acabó empuñando las armas, como no podía ser de otro modo. La primera vez que combatió junto al Cid se cree que fue en un enfrentamiento contra el rey García de Galicia. La primera de muchas, claro, porque luego repitió enfrentándose al rey Alfonso de León, en una primera batalla junto al río Esla. Tras este combate, Álvar se fortificó en un poblado cercano a León, y allí resistió lo bastante para impedir el paso del ejército rival por el puente de Villarente. Vamos, la versión «moderna» de Leónidas y sus 300, salvando las distancias. La diferencia más importante, por supuesto, fue que no murió. Es más, el rey Sancho le entregó aquellas tierras que había defendido, que pasaron a llamarse Villafañe. Álvar Fáñez, el reconquistador Pero el rey Sancho, que pareciera que iba a ser su principal valedor además del Cid, murió en el sitio de Zamora de 1072. Sin herederos naturales, su hermano Alfonso se hizo con Castilla. Justo a partir de entonces, la historia de Álvar Fáñez empieza a aclararse, tras quedar vinculado al rey leonés Alfonso VI. Se convirtió primero en su tenente, luego en capitán, uno de los más prominentes, tal y como lo muestro en mi novela. El auge de su figura fue tal que entre los almorávides y los taifas se ganó fama de combatiente temible. Quizás si el Cid no hubiese existido, Álvar Fáñez habría tenido más relevancia. Quién sabe, es posible que acabase siendo el gran héroe legendario y protagonista de una obra fundamental de la literatura universal. Pero el Cid existió y se llevó todos los laureles. En cualquier caso, fueron compañeros casi inseparables, pues juntos realizaron infinidad de incursiones. Algunas no se sabe si son invenciones del Cantar, como la campaña del valle del Henares. Sería muy largo enumerar todos los conflictos en los que se vio involucrado, bien en solitario o bien junto al Cid. A modo de ejemplo, podríamos mencionar la reconquista de Medina del Campo, de la villa de Horche, de la mismísima Guadalajara amurallada. Aunque también sufrió algunas derrotas, como le ocurrió en Peñafiel o en la batalla de Zalaca. Conclusiones Para entonces, el destino compartido entre el Cid y Álvar Fáñez se había roto cuando el primero acabó enfrentado a Alfonso VI y fue desterrado (aunque luego se reconciliarían). Nuestro protagonista de hoy prefirió mantenerse fiel a la Corona, y bien que fue recompensado por ello. Además de la posesión de Villafañe, Álvar Fáñez fue señor de otros territorios, como Sotragero y Zorita de los Canes. Se casó con Mayor Pérez, la hija de Pedro Ansúrez (que también aparece en La predicción del astrólogo), quien era por entonces conde de