Hace unos meses publiqué un artículo en el que discutimos algunos trucos que podían facilitarnos una decisión tan importante como saber qué nombres ponerles a nuestros personajes. Y si algo sacamos en claro era que el poder que tienen los nombres de los personajes es enorme, así que hay que pensarlo bien antes de bautizarlos. Pues bien, estaréis de acuerdo conmigo en que tampoco es moco de pavo enfrentarse a ponerle nombre a toda la obra donde aparecen esos personajes. Es tan importante que puede ser la diferencia entre que tu novela pase sin pena ni gloria o que triunfe. Así que de eso irá el artículo de hoy: vamos a ver cómo elegir el título de tu novela. El título de tu novela: un gancho para el lector No nos vamos a engañar: cuando entramos en una librería y empezamos a mirar los libros allí expuestos, lo primero que nos salta a los ojos es la portada de cada uno de ellos. Una ilustración impactante hace que el lector potencial coja el libro y le eche un vistazo. Pero no siempre podremos apoyarnos en la portada. En algunas ocasiones no estará disponible. Por ejemplo, cuando tenemos una conversación con otro lector, y le cantemos las excelencias de esa novela que nos ha gustado, será el título de la obra lo que destacaremos. Por eso resulta imperativo que elegir el título de tu novela sea una decisión acertada. Seamos sinceros, no es lo mismo que tu libro se titule El Señor de los Anillos que El mediano y el Anillo, ¿verdad? Para empezar, el primero tiene fuerza, es potente, engancha. Y eso sin abordar el significado subyacente que contiene y el hecho de que el título haga referencia al villano que amenaza la Tierra Media (que además ni aparece de manera presencial). El segundo título es anodino, no aporta nada. Es fácil de olvidar. Y no podemos permitir que nuestra novela se olvide. Características del título de tu novela Es obvio que lo primero que debemos buscar en un título es que sea fácil de recordar para el lector y que por un motivo u otro se le quede grabado en la memoria. Debe ser impactante. Para ello, suele recomendarse que no sea muy largo. Esto además tiene una ventaja, porque permitirá que a la hora de recomendarlo sea más sencillo. Seguro que entenderás que es más fácil decir «léete Drácula» que «léete La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada» (que me perdone García Márquez). El primero es un título tan corto que es imposible que se olvide, mientras que el otro tiene demasiados elementos. Y aún así es un buen título, precisamente porque se sale de la norma, aunque os aseguro que si escribís una novela con un título así, siendo autores noveles, al editor le dará un pasmo. Por otra parte, el título de tu novela tiene que estar relacionado con la historia que contamos. Esto parece de cajón, pero os sorprendería saber cuántos manuscritos he leído cuyo título no parece tener nada que ver con lo que se cuenta. Y no sólo eso, también debe tener una razón de ser, un significado dentro de la propia historia. Tiene que contener su esencia. Tampoco está de más que aporte algún tipo de información. Por ejemplo, uno de los motivos por los cuáles elegí La predicción del astrólogo como título para una de mis novelas fue porque gracias a él le estaba dejando claro al lector que la astrología, una ciencia muy importante para los sabios andalusíes, tenía un papel fundamental en la historia. Elegir un título evocador para tu novela Con títulos así, logramos transportar al lector al mundo que pretendemos mostrarle antes incluso de que empiece a leer. Así es, la ambientación de nuestra novela empieza por el título. Debe ser coherente con el género y el tipo de historia. Imaginad que hubiese titulado a mi primera novela Cómo se creó la agogé. Qué poco glamur, ¿verdad? Suena más bien a ensayo. Menos mal que le puse Hijos de Heracles. Eso es otra cosa. Si has escrito una novela de fantasía épica, no utilices elementos que al lector le hagan pensar en un thriller o en ciencia ficción; si te has decantado por una novela romántica, intenta que el título haga referencias al amor, a las relaciones, al sexo, incluso. Por el contrario, si vas a escribir una historia infantil, no puedes incluir elementos inadecuados. ¡Nunca olvides el público al que va dirigida la obra! Ah, y cuidado con los dichosos subtítulos. Son una tentación porque pueden ayudar a aportar una información que ha quedado fuera del título. En esos casos resultan ser muy valiosos, como me ocurrió a mí con Muerte y cenizas. Conjura en Hispalis. En mi caso ese subtítulo lo considero muy acertado, ya que hace referencia al escenario donde se desarrolla la historia y permite que el lector sitúe el contexto. Otro buen ejemplo sería el de mi compañero Javier Pellicer, con su novela Lerna. El legado del minotauro. Pero si el título por sí mismo se puede defender sin más ayuda, mejor no utilizarlo. Conclusiones Conseguir un título que cumpla todos estos requisitos puede llegar a ser abrumador para un autor todavía inexperto. Todos hemos pasado por ahí. Ocurre un poco como con las sinopsis: nos cuesta mucho sintetizar ideas en expresiones cortas. Me temo que para eso no hay fórmulas mágicas. Sólo el tiempo y la práctica te enseñarán cómo elegir el título de tu novela que funcione a la perfección. Por último, un consejo que no puedes perder de vista jamás: no te obceques con un título. Es muy posible que si consigues la atención de una editorial, te pidan modificar el título de la novela. Es bastante habitual, de hecho. Si estás convencido de que tu elección es la mejor, defiéndela. Pero no te cierres en banda a las alternativas que te propongan. Ten en cuenta que el editor conoce mejor que
Los guerreros de terracota
¿Os acordáis del artículo de hace unas semanas sobre el pecio de Uluburun? En él os contaba la historia tras el yacimiento submarino del primer naufragio de la historia del que se tiene noticia, fechado en la Edad del Bronce. Entre otras cosas os comentaba que su descubrimiento fue fortuito. Os sorprendería saber cuántas veces una pieza clave de nuestro pasado ha sido hallada por mera casualidad: el pecio de Uluburun, nuestra Dama de Elche, o las pinturas rupestres de la cueva de Altamira. Hoy veremos otro ejemplo que, además, nos servirá para viajar a una tierra y una cultura histórica fascinante como muy pocas. Descubramos a los famosos guerreros de terracota de la Dinastía Qin. El descubrimiento de los guerreros de terracota Si conocéis cómo fue descubierta la Dama de Elche, esta historia os sonará muchísimo, aunque sea más reciente y tenga lugar en la otra punta del mundo: corría el año 1974, en la región china de Xi’an, y un agricultor estaba haciendo sus quehaceres diarios. En concreto, buscaba un pozo de agua para sus cultivos. Mientras excavaba, se encontró una gran fosa. Él todavía no lo sabía, pero acababa de encontrar el acceso a un complejo funerario que se extendía a lo largo de casi cien kilómetros cuadrados, conectado con el túmulo de un personaje del que hablaremos después: Qin Shi Huang, el primer emperador de China. Es por eso que el yacimiento se conoce como el Mausoleo de Qin Shi Huang. Como es lógico, el pobre agricultor no profundizó demasiado en su hallazgo, pero éste llegó a oídos de Zaho Kangmin, un arqueólogo que dio comienzo a una excavación en toda regla. Imaginad lo que debió sentir cuando, al acceder a la primera fosa (de las tres que forman el yacimiento), se encontró con un ejército de soldados enterrados. Más de seis mil guerreros en formación, que debían parecer leales guardias esperando que su emperador les diera una orden. Todos habéis visto las imágenes infinidad de veces (con las que además ilustro este artículo), así que seguro que entendéis el sobrecogimiento que debió sentir el arqueólogo. El señor de los guerreros de terracota: Qin Shi Huang ¿Pero quién fue el amo de estos guerreros de terracota? Qin Shi Huang (cuyo nombre original era Ying Zheng) está considerado como el caudillo que unificó China bajo un gobierno imperial, convirtiéndose por tanto en el primer emperador del nuevo país. Esto puede sonar muy bucólico, pero la realidad es que para conseguirlo tuvo que llevar a cabo una despiadada campaña en la que derrotó a los seis estados feudales que formaban la China del 260 a. C. Antes de consumar dicha unificación, Qin Shi Huang necesitó ascender al trono de su región, el Estado Qin, algo que no le llevó muchos años: a unos meses de cumplir los trece se convirtió en rey, aunque bajo la tutela de un regente. A los veintiún años dio un golpe para hacerse con todo el poder del estado. Pero no era suficiente. Qin tenía un objetivo en su mente: acabar con los estados feudales y unirlos a todos en un imperio, obviamente gobernado por su casa, la Dinastía Qin. Algo que logró tras innumerables batallas, allá por el 221 a.C. No fue un camino fácil, pues para cuando logró concluir su sueño, Qin tenía ya 38 años. Sólo entonces pudo proclamarse como el primer emperador de un Imperio chino en el que se abolió el feudalismo, pero donde se crearon treinta y seis provincias, se reunificó la escritura china, y se desarrolló una red de carreteras tan ambiciosa como necesaria para conectar un territorio tan vasto. Ah, lo olvidaba: Qin Shi Huang fue también el constructor de la Gran Muralla China. Bueno, más bien la ordenó, porque los que doblaron la espalda fueron los miles de lugareños forzados. Digamos que no fue un emperador muy querido. Los guerreros de terracota: soldados del más allá Sin embargo, nada es eterno. Qin Shi Huang murió en el 210 a.C. de una manera que podría dar para novela: fue envenenado involuntariamente por sus alquimistas, a los que había exigido que encontraran una pócima que le diera la inmortalidad. El brebaje, una mezcla de mercurio y jade, le causó la muerte como era de esperar. Lo bueno: que pudo estrenar el fastuoso Mausoleo de Qin Shi Huang, que había comenzado a construir al poco de subir al trono. Del mismo modo que la Gran Muralla, «reclutó» a 700.000 obreros que, entre el 246 y el 209 a.C., construyeron el complejo fúnebre. Incluso llegaron a usar mercurio para simular ríos y océanos, entre muchos otros lujos. Pero nada impacta más que los guerreros de terracota. Más de ocho mil soldados representados en piedra (algunos aún por desenterrar), dispuestos en formación de batalla para acompañar a su señor en su vida más allá del mundo terrenal. Las tres primeras líneas representan a los arqueros y ballesteros, y tras ellos otras treinta columnas de a cuatro. Es la infantería, entre la que también encontramos carros tirados por caballos. También quedaron inmortalizados los propios oficiales del ejército, así como personajes no militares, como bailarines, músicos o esculturas de aves diversas. Las figuras ya podéis verlas, son fabulosas (después de una buena restauración, por supuesto): cada uno de los guerreros de terracota mide en torno a 1,80 metros de altura, y el detallismo es extremo. Se aprecian los elementos característicos de las armaduras, las diferencias de rango de los uniformes, e incluso los rostros tienen rasgos únicos. Se cree que fueron construidos mediante moldes, aunque cada cabeza se pulió por separado para diferenciarlas. No sé a vosotros, pero a mí me parece un trabajo… de chinos. Conclusiones Los guerreros de terracota son un ejemplo perfecto de las maravillas que permanecen enterradas bajo nuestros pies sin que lo sepamos. Sería maravilloso que todas fueran descubiertas, pues nos ayudarían a comprender mejor un pasado del que podemos aprender mucho todavía. Por no hablar de las oportunidades de negocio que pueden reportar. ¡Pues
La técnica del iceberg
En narrativa existen varias reglas de oro que todo autor debería tener muy en cuenta siempre. Una de las más importantes se puede resumir con un simple «menos es más». O dicho de otra manera, si puedes mostrarle al lector lo que pretendes utilizando seis palabras, no uses siete. Esta norma, que no paro de repetirle a mis alumnos en los cursos del método PEN, suele hacer referencia a la necesidad de ser concisos con el lenguaje que utilizamos, pero a nivel de creación y desarrollo argumental también tiene cabida. En contra de lo que la razón nos dice, no contarlo todo puede ser una herramienta muy poderosa para potenciar nuestra historia. Hoy vamos a verlo a través de una técnica narrativa muy concreta, cuyo nombre ya da a entender por dónde van los tiros: la técnica del iceberg. El «inventor» de la técnica del iceberg Cuando hablamos de técnicas narrativas rara vez se puede hablar de inventores. Al fin y al cabo, la escritura es un arte que ha ido evolucionando a través de los siglos. Los aportes y cambios son más bien graduales y se van heredando de una generación de autores a otra. Pero sí podemos decir que hubo un escritor que postuló por primera vez la técnica del iceberg (o teoría de la omisión, como también suele llamarse), aunque ya se hubiese usado antes, y la convirtió en santo y seña de sus obras. Su nombre os resultará muy conocido: Ernest Hemingway. Sí, el mismo que corría delante de los toros en los sanfermines. Recordemos que Hemingway fue periodista antes que escritor de cuentos (algún día hablaremos de ello en uno de los artículos históricos, porque menuda vida tuvo). Por tanto, estaba acostumbrado a redactar noticias de manera superficial, sin profundizar de manera evidente en lo que hubiera detrás de su texto. Ya hablamos de esto en nuestro artículo sobre el periodismo literario. Esto hizo que, cuando empezó a escribir relatos, incorporara esa aparente superficialidad en sus obras. Sin embargo, tras esa capa externa sí residía un significado implícito que el lector debía descubrir por sí mismo. ¿Cómo consiguió este efecto? Utilizando la técnica del iceberg. ¿Qué es la técnica del iceberg? En 1923, Hemingway escribió su cuento Out of Season (Fuera de temporada), que trata sobre un marido y una mujer estadounidenses expatriados que se van de pesca mientras están en Italia (el relato es mejor de lo que se desprende de este brevísimo resumen). El caso es que Hemingway contó un tiempo después, en su biografía, que en ese relato omitió nada más y nada menos que el final que había pensado durante el proceso de creación, en el cuál uno de los personajes se ahorcaba. ¿El motivo? Reforzar la narración a través de no contar algo, de dejar que el lector lo imagine por sí mismo, para así crear una conexión más fuerte con la obra. No fue la única vez que lo hizo. De hecho, la teoría de la omisión se convirtió en marca de la casa de este autor. Él mismo creó el paralelismo con un iceberg por el que se conoce a esta técnica: «Si un escritor en prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una sensación tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado. La dignidad de movimientos de un iceberg se debe a que solamente un octavo de su masa aparece sobre el agua». Cómo utilizar la técnica del iceberg La técnica del iceberg es tan poderosa como complicada de utilizar. Desde luego no es apta para escritores que todavía están en los inicios de su aprendizaje, aunque yo siempre animo a mis alumnos a que experimenten con técnicas avanzadas. Al fin y al cabo, para eso están los relatos, para experimentar. Es más, aunque esta técnica se puede utilizar en formatos largos como la novela, es en los cuentos donde más brilla. Y esto es porque la brevedad de un relato ya nos obliga a ser directos y concisos, nos impide entretenernos desarrollando la información, por lo que mantenerla en un segundo plano para que la descubra el lector resulta ideal. ¿Y sabéis dónde se le saca todavía más jugo? En los microrrelatos. Os pongo un ejemplo: —Hola, guapa. ¿Te apetece que nos vayamos a un reservado? Ya sabes…—Claro.Mientras lo seguía, se quitó el anillo y lo guardó en el bolsillo sin remordimiento alguno. Fijaos bien: en apenas tres frases, muy cortas además, os he contado una historia sin entrar en detalles. Os he mostrado sólo la punta del iceberg, pero debajo hay una masa oculta que, aunque no se ve, se percibe con claridad y da significado completo al relato. En ningún momento he especificado los motivos por los que la protagonista decide caer en la infidelidad. Podría haberlo especificado añadiendo al final una frase: «Era la hora de buscar en otros lo que su marido le negaba». ¿Pero para qué? Si de esta manera he dicho lo mismo y a la vez he logrado convertir al lector en mi cómplice. Ahora él hará sus suposiciones, rellenará los huecos con su imaginación. En cualquier caso, la información está ahí, en segunda línea: la mujer está casada y aún así acepta ser infiel. Lo importante es que esa omisión aparente refuerza la historia. Conclusiones Insisto: en literatura, menos es más. Como autores debemos darle al lector la información que necesita para entender y conectar con la historia. Pero no siempre tenemos que mostrársela de manera directa. Como habéis visto, a través de la omisión de datos propia de la técnica del iceberg también podemos decirle mucho a nuestros lectores. O mejor dicho: se lo sugerimos. Esto además nos ayudará con el eterno problema de querer contar demasiado, de meter largas explicaciones para mostrar el trasfondo. Parrafadas que en realidad no hacen más que lastrar el avance de la historia. La mayor parte de
Álvar Fáñez, la Mano del Cid
Aunque el principal cometido de la novela histórica no es enseñar (para eso están las obras divulgativas y académicas), todos estaremos de acuerdo en que es una manera excelente de que los lectores sientan interés por el pasado. Este género literario nos acerca épocas y personajes fascinantes, pero no podemos olvidar que siempre va a existir un componente de ficción. Si escribimos una novela sobre Julio César, no será el Julio César real, será nuestro Julio César, la versión que el autor haga. Entre otras cosas porque no existen crónicas lo bastante detalladas que nos cuenten qué hacía o decía en cada instante de su vida. Así que por fuerza tendremos que ficcionar en algún momento. Hoy inicio una serie dedicada a mostraros las versiones reales de algunos de los personajes de mis novelas. Y empezaremos con La predicción del astrólogo y uno de esos secundarios que se ganaron mi corazoncito: Álvar Fáñez, el gran amigo y compañero del Cid. Álvar Fáñez, entre la historia y la leyenda Álvar Fáñez es un buen ejemplo de lo que os comentaba: las lagunas en torno a su vida son abundantes, tanto o más que las del propio Rodrigo Díaz de Vivar. Es inevitable que la leyenda del Cid Campeador lo oculte, teniendo en cuenta la conexión que comparten. La culpa de todo esto la tiene el Cantar del mio Cid, por supuesto. En esta obra maestra de la literatura medieval se nos muestra un personaje que, al igual que ocurre con el propio Cid, excede la vida real para cobrar visos casi mitológicos. No olvidemos que estamos ante un texto de carácter dramático que busca ensalzar a una figura y establecer algo así como un mito que se eleve por encima de la realidad. En cuanto a la construcción de una leyenda, el Cid vendría a ser como nuestro rey Arturo particular, y Álvar Fáez un Lancelot a la española. En el Cantar se menciona a Álvar Fáñez no menos de treinta veces, señalándolo como el compañero inseparable del Cid. Se refieren a él con diversas variaciones del nombre que hoy usamos, aludiendo al personaje además con un apodo, Minaya. No está muy claro lo que significa, aunque se suele decir que contiene elementos vascos y románicos, y que podría corresponder con «mi hermano». Se especula con que dicho apelativo lo recibió de la reina Urraca, que lo admiró profundamente. Álvar Fáñez, el personaje histórico Basarse pues en el Cantar del mio Cid es peligroso, porque no deja de ser, al fin y al cabo, lo mismo que una novela actual: una adaptación ficticia de la realidad. De hecho se contradice con ciertos documentos de la época al decir que Fáñez y el Cid eran primos hermanos (tal y como yo los plasmo en La predicción del astrólogo), pues según estos textos podría haber sido su sobrino. Como veis, su nacimiento y familia son bastante desconocidos (lo cual en realidad es genial para un novelista, porque nos ofrece más libertad para ficcionar). Los historiadores postulan que su padre pudo ser un tal Fan Fáñez que suscribió algunos documentos de Alfonso VI, lo cuál lo sitúa dentro de una familia de cierto abolengo. Algunos especialistas incluso se atreven a comentar que fue bisnieto del mismísimo rey Alfonso V de León. El caso es que Álvar Fáñez acabó empuñando las armas, como no podía ser de otro modo. La primera vez que combatió junto al Cid se cree que fue en un enfrentamiento contra el rey García de Galicia. La primera de muchas, claro, porque luego repitió enfrentándose al rey Alfonso de León, en una primera batalla junto al río Esla. Tras este combate, Álvar se fortificó en un poblado cercano a León, y allí resistió lo bastante para impedir el paso del ejército rival por el puente de Villarente. Vamos, la versión «moderna» de Leónidas y sus 300, salvando las distancias. La diferencia más importante, por supuesto, fue que no murió. Es más, el rey Sancho le entregó aquellas tierras que había defendido, que pasaron a llamarse Villafañe. Álvar Fáñez, el reconquistador Pero el rey Sancho, que pareciera que iba a ser su principal valedor además del Cid, murió en el sitio de Zamora de 1072. Sin herederos naturales, su hermano Alfonso se hizo con Castilla. Justo a partir de entonces, la historia de Álvar Fáñez empieza a aclararse, tras quedar vinculado al rey leonés Alfonso VI. Se convirtió primero en su tenente, luego en capitán, uno de los más prominentes, tal y como lo muestro en mi novela. El auge de su figura fue tal que entre los almorávides y los taifas se ganó fama de combatiente temible. Quizás si el Cid no hubiese existido, Álvar Fáñez habría tenido más relevancia. Quién sabe, es posible que acabase siendo el gran héroe legendario y protagonista de una obra fundamental de la literatura universal. Pero el Cid existió y se llevó todos los laureles. En cualquier caso, fueron compañeros casi inseparables, pues juntos realizaron infinidad de incursiones. Algunas no se sabe si son invenciones del Cantar, como la campaña del valle del Henares. Sería muy largo enumerar todos los conflictos en los que se vio involucrado, bien en solitario o bien junto al Cid. A modo de ejemplo, podríamos mencionar la reconquista de Medina del Campo, de la villa de Horche, de la mismísima Guadalajara amurallada. Aunque también sufrió algunas derrotas, como le ocurrió en Peñafiel o en la batalla de Zalaca. Conclusiones Para entonces, el destino compartido entre el Cid y Álvar Fáñez se había roto cuando el primero acabó enfrentado a Alfonso VI y fue desterrado (aunque luego se reconciliarían). Nuestro protagonista de hoy prefirió mantenerse fiel a la Corona, y bien que fue recompensado por ello. Además de la posesión de Villafañe, Álvar Fáñez fue señor de otros territorios, como Sotragero y Zorita de los Canes. Se casó con Mayor Pérez, la hija de Pedro Ansúrez (que también aparece en La predicción del astrólogo), quien era por entonces conde de
El teatro como género literario
En este blog solemos centrarnos casi en exclusiva en la novela como formato literario, ya que es el más consumido por el lector y por tanto también aquel en el que nos centramos los escritores. Pero es bueno que conozcáis otras modalidades a la hora de escribir, al menos para saber que existen y que incluso tienen características que nos pueden ser útiles cuando escribimos novela. Una de ellas es la poesía, pero esa también la dejaremos para otra ocasión. Porque en este artículo quiero hablaros de un formato que es, de hecho, más antiguo que la novela, y del que hoy se celebra su Día Internacional. Hoy trataremos el teatro como género literario. El origen del teatro como género literario Suele decirse que el teatro, como representación del arte dramático, nació en Grecia, en torno al siglo V a.C. Sin embargo, esto no sería del todo exacto, pues el ser humano ha sentido la necesidad de realizar representaciones artísticas desde tiempos prehistóricos. Se tiene constancia de antiguos ritos donde el hombre primitivo realizaba danzas e imitaciones de animales, representando pequeñas historias con las que trataban no sólo de entretenerse, si no también de reforzar los lazos de la comunidad a la que pertenecían. Sin embargo, es cierto que fueron los griegos clásicos quienes convirtieron el teatro en un género literario como tal. Su primera modalidad fue la tragedia, que se enfoca en el enfrentamiento por parte de los protagonistas a un error fatal (que Aristóteles llamó «hamartia») y desemboca en un destino fatal inevitable, triste. O trágico, como diríamos hoy en día. Uno de los ejemplos más famosos es el de la obra de Sofocles, Edipo Rey, que imagino que ya sabéis que acaba como el Rosario de la Aurora: con Edipo casándose con su madre, Yocasta, tras matar a su propio padre, y con su esposa-madre suicidándose al descubrirse el pastel. ¿Por qué consideramos el teatro como un género literario? No es una pregunta baladí. Cuando pensamos en el teatro es habitual que lo asociemos más con un ámbito como el cinematográfico. Y sí, el teatro es un arte escénico, no cabe duda. Su fin último es ser representado por actores sobre un escenario, frente a los espectadores. Sin embargo, en esencia tiene todas las características propias de la literatura: surge de una historia creada y escrita por un autor. De hecho, si nos ponemos muy estrictos, el trabajo de guionización de una película o serie de televisión también podría considerarse literatura, aunque por sus características se aleje mucho de este formato. En los guiones de las obras cinematográficas no se pone énfasis en el aspecto estilístico y en el estilo literario de la escritura, es más bien algo práctico. Mientras que en el teatro el uso de las palabras y el lenguaje es fundamental y se cuida con esmero. La obra de teatro escrita se llama «guión teatral» o incluso «libreto», aunque esta última definición se usa más en obras líricas. Es la base fundamental de todo lo que vendrá después, sin la que no existiría la representación escénica. ¿Y cómo se escribe teatro? Vamos a ver un poco por encima algunas características de este formato. Características del teatro como género literario Resulta evidente que el teatro como género literario es muy distinto a la novela. Como su objetivo primordial es ser representado en el ámbito escénico, su construcción como obra escrita debe adecuarse a ese destino. Por ello, lo primero que llama la atención cuando lees una obra de teatro es el protagonismo casi absoluto del diálogo entre personajes. La voz del narrador es minimizada hasta casi quedar oculta, en favor de las distintas conversaciones. Este es el modo en que se articula la acción en el teatro, ya que durante la representación frente al público no se puede tener a un narrador realizando la misma función que haría en una novela. En cualquier caso, un libreto teatral también debe preocuparse de detallar las acciones que los personajes realizan. Es lo que se conoce como «lenguaje de acotaciones». ¿Os parece algo raro? Pues no debería, ya que en novela también ocurre. ¿Acaso no describimos las acciones que realizan los personajes? Es igual de importante que en el teatro. La diferencia está en que en el teatro tiene un carácter más indicativo de cara al actor. Como si fueran instrucciones para que sepa cómo debe actuar. En el teatro escrito también es importante remarcar la descripción de los escenarios, aunque sólo sea de nuevo como una indicación para que el escenógrafo sepa cómo debe crear los decorados. En cualquier caso, siempre suele ser una descripción más ligera que en la novela, ya que a la postre el espectador contará con sus propios ojos para saber cómo es el entorno donde se desarrolla la historia. Conclusiones Con todo esto que hemos dicho podemos apreciar que el teatro se escribe en dos niveles: en primer lugar encontramos el texto primario, que corresponde a lo que afecta a la acción de la historia, y que tendría mayor carácter literario; y por otro lado el texto secundario, que es más técnico y de consumo interno para los actores y los directores. Los diálogos, soliloquios o referencias habladas formarían parte del texto primario; mientras que las descripciones del escenario o ciertas indicaciones serían consideradas como el texto secundario, que generalmente van entre paréntesis. Aunque por limitación de espacio he sido muy superficial, estoy seguro de que podéis apreciar que el teatro tiene un formato muy distinto al que estamos acostumbrados los lectores y escritores de novela tradicional. Eso hace que dar el salto de un género a otro imponga un trabajo de adaptación severo, con un cambio de mentalidad bastante acusado. Pero el teatro tiene herramientas que pueden ser muy útiles para escribir novela, y que hacen interesante probar esta modalidad literaria. Conozco a autores que gracias a su pasado como escritores teatrales son auténticos expertos a la hora de crear diálogos en sus novelas. Por eso siempre le digo a
El Primer Triunvirato
Si algo nos ha enseñado la Historia es que al hombre no se le da muy bien compartir el poder. Cuando miramos al pasado no es muy habitual encontrarnos con sistemas de gobierno donde ese poder sea compartido por más de un gobernante. Lo normal es encontrarse con reyes, emperadores y caudillos en solitario. Hay excepciones, por supuesto, como los diarcas de Esparta, un sistema de doble rey. También lo vemos en Roma, en sus parejas de cónsules. Sin embargo, es precisamente en el mundo romano donde llegó a rizarse el rizo con un caso muy excepcional: una triple alianza de los hombres más poderosos de Roma. Sus nombres os sonarán mucho: Cneo Pompeyo, Marco Licinio Craso y, sobre todo, Julio César. Juntos controlaron el destino de Roma a través del Primer Triunvirato. El Primer Triunvirato, ¿un gobierno a tres bandas? Esto quiero dejarlo claro antes de que alguien malinterprete el artículo: no, el Primer Triunvirato no fue un gobierno oficial romano. En realidad se trató más bien de una alianza estratégica entre tres individuos que, por aquel entonces, aglutinaban la mayor parte del poder político de Roma. De los tres, y a pesar de lo que podamos pensar por ser el más famoso, Julio César era el que partía con desventaja, pues en ese momento era el que menos poder ostentaba. Por tanto fue al que mejor le vino todo aquello, ya que le sirvió para cobrar mayor trascendencia. A César ya lo conocemos de sobras. No hay gobernante de Roma del que se haya escrito más, y la prueba es la enorme cantidad de novelas sobre este personaje que se publican. ¿Pero quiénes eran los otros dos? Cneo Pompeyo Magno también es muy famoso. Pertenecía a la casa de los pompeos, con una larga tradición de gobernantes de diversa índole (su padre, Cneo Pompeyo Estrabón, también fue cónsul). A pesar de eso, el joven Cneo no lo tuvo fácil, y no empezó a destacar hasta la guerra civil del 83 a.C. Pero a partir de entonces su ascenso fue fulgurante, hasta que en el 70 a.C. se convirtió al fin en uno de los dos cónsules de Roma. Envidias Cargo que compartió con otro de nuestros protagonistas de hoy, Marco Licinio Craso. Se le considera uno de los hombres más ricos de su época y, por tanto, con una influencia enorme. Pero no caía bien a la gente, le faltaba carisma. Se hizo de oro gracias a su negocio como tratante de esclavos, por eso cuando Espartaco se rebeló durante la Tercera Guerra Servil puede decirse que se lo tomó casi como algo personal. Y también se entiende que no le hiciera gracia que, a pesar de ser él quien llevó el peso del conflicto, viniera luego Pompeyo, casi al final de la guerra, y se llevara el mérito por derrotar al último gran destacamento de rebeldes esclavos. La semilla de la discordia estaba plantada, pero a pesar de ello ambos gallos lograron soportarse en el mismo corral. Para ello entró en escena Cayo Julio César, en torno al 60 a.C., y propuso formar una alianza secreta para defender los intereses del trío (recordemos que para entonces Craso y Pompeyo ya no eran cónsules). Este «gobierno en las sombras» habría seguido oculto si el Senado romano no hubiese rechazado la ley agraria propuesta por César (convertido ya en cónsul gracias al dinero de Craso), momento en el que sus dos compañeros de intrigas consiguieron que se aprobara, dejando de paso al descubierto esa alianza. De este modo, el triunvirato maquinó para eliminar (de manera política) a sus enemigos, como Marco Tulio Cicerón o Catón el Joven, cuya influencia sobre el Senado fue minimizada. El declive del Primer Triunvirato La alianza siguió activa durante años, pero nada dura para siempre, y menos cuando hablamos en términos de poder político. La fama de César fue en ascenso, sobre todo tras la guerra de las Galias, durante la cual los otros dos triunviros se quedaron en Roma e hicieron y deshicieron a su antojo. Craso moriría en Asia Menor, en la batalla de Carrhae, lo que parece romper el débil equilibrio existente entre los tres. El carisma de César tras la victoria romana escaló a cotas preocupantes tanto para rivales como para aliados. El Senado empezó a ponerse muy nervioso, pero mucho, ante el temor de que César aprovechara su popularidad para acabar con la República y coronarse rey. Con el pueblo de su lado, así como un ejército que lo admiraba tras luchar a su lado, nadie se lo podría impedir. Así que el Senado acudió a Pompeyo para que interviniera. Hubieran podido optar por alguna confabulación, que de eso los romanos sabían mucho. Y si no que se lo cuenten a Nerón, que tuvo que sufrir la conjura de Pisón, tal y como narro en mi novela Muerte y cenizas. Pero optaron por otra solución: que el antiguo cónsul convenciera a César de regresar a Roma sin su ejército, con la idea de detenerlo y juzgarlo por unos delitos convenientemente esgrimidos por el Senado, como reclutar a más legiones de las permitidas sin la aprobación senatorial. Así que César se negó en banda y las relaciones con Pompeyo se fueron al garete. Fue el fin de lo poco que quedaba ya del Primer Triunvirato, pero aún habrían de vivir una amarga resaca en forma de una segunda guerra civil. De la alianza a la guerra Julio César tomó a su fiel XIII legión y cruzó el Rubicón (sí, de aquí viene esa expresión, que hoy utilizamos para decir que alguien emprende una tarea muy arriesgada). La guerra, que sentaría las bases de la conversión de Roma hacia el imperio, fue larga y muy dura para todos los bandos, pero César se llevaría la gloria al derrotar a Pompeyo en la batalla de Farsalia. Sin embargo, la muerte de Pompeyo llegaría de manos egipcias: incapaz de soportar el fracaso ante César, y obsesionado con formar otro ejército para seguir
La extensión de tu novela
Que la literatura es una manifestación artística y cultural no tiene discusión alguna. Escribir es un proceso creativo que apela a remover el alma de los lectores de una manera u otra: nos divierte, nos hace soñar, nos produce emociones diversas… Sin embargo, hoy en día el mundo literario está conectado también a lo material debido a la manera en que llega a los lectores. Esa historia que hemos creado y que conmocionará a quien la lea debe convertirse antes en un libro real, para lo cual se requiere un proceso de conversión: la edición y la publicación. A partir de ese momento, nuestra obra se introducirá en un ámbito nuevo, el comercial, puesto que las editoriales tendrán que cumplir con unas ventas que les permitan recuperar su inversión. Es lógico por tanto que impongan unas limitaciones para las obras que les llegan. Y hoy vamos a hablar de una de estas: la extensión de tu novela. ¿Cómo de larga o corta debe ser una obra para que una editorial apruebe su publicación? ¿Por qué es importante la extensión de tu novela? La publicación de un libro exige una inversión de dinero. Hay multitud de procesos y trabajadores involucrados para lograr que la historia creada por un escritor se convierta en ese libro físico (o digital) que llega a las estanterías de una librería. Desde el propio escritor hasta el librero, pasando por el portadista, el maquetador, la distribuidora, el traductor o el ilustrador, el corrector e, incluso, el lector editorial que elabora un informe. Son muchos sueldos que pagar, por lo que la editorial debe medir muy bien los costes para que no sobrepasen su presupuesto. ¿Cómo afecta la extensión de tu novela a estos costes? Es fácil de entender: cuanto más larga es una novela, más cuesta producirla. No es lo mismo pagar a un corrector por una novela de 300 páginas que una de 800. Cuanto más larga sea, más trabajo lleva y por tanto más va a tener que pagarle la editorial. No hablaremos aquí de tarifas, ya que son muy variables, pero basta con saber que el trabajo de corrección y el de traducción no son pagos fijos, si no que dependen de la extensión de la obra. Por eso es lógico que las editoriales tengan predilección por novelas razonables en cuanto al número de páginas. El precio de venta, fundamental Imaginemos que una editorial, contra todo pronóstico, ha decidido publicar una novela de 1000 páginas. Quizás ha venido recomendada, porque de lo contrario ni siquiera hubiese sido considerada. Aunque a veces ocurren milagros. Al editor le ha pillado de buenas ese día, ha empezado a leerla y le ha enamorado. La cuestión es que se publica a pesar de tratarse de un autor desconocido. Pero claro, los costes mencionados antes son tan elevados, en comparación con un libro de 300 páginas, que el precio de venta debe incrementarse por fuerza. Los habituales 20 euros se quedan cortos, se perdería dinero vendiéndolo a ese precio. Así que no hay más remedio: nuestra novela de 1000 páginas sale a la venta por 25 euros. Si el autor es ya un superventas, con un público fiel, probablemente no tenga ningún problema, aunque estoy convencido de que con un incremento tan acusado cualquier lector casual se lo pensará un poco y, muy posiblemente. prefiera coger otro libro. Pero ahora imaginemos que el autor de semejante tocho eres tú, que acabas de sacar tu primera obra. No tienes todavía un público fiel. ¿De verdad crees que alguien que no te ha leído nunca elegirá tu libro, cuyo precio es considerablemente más alto que el de otros autores que sí son conocidos? Alguno tal vez, si la premisa de tu novela le convence, pero la mayoría no lo hará. Cuando la extensión de tu novela es intimidante Y no sólo será por el precio, te lo aseguro. Además de esto, se sentirán intimidados ante un libro gordísimo. Comprar la novela de un autor que no conoces es un acto de fe, un voto de confianza casi a ciegas. Sí, tenemos la posibilidad de hacernos una idea leyendo la sinopsis, incluso las primeras páginas. O podemos basarnos en la confianza que nos aporta la editorial que publica la obra. Pero el autor es nuevo para nosotros. Al final vamos a tener que asumir el riesgo. Y enfrentarse a una decisión así es más fácil con un libro que cueste un poco menos y que además tenga una extensión amigable. Porque no nos engañemos: cuando vemos un libro de tantas páginas todos pensamos más o menos lo mismo. La primera impresión es: «menudo tocho, esto tiene que ser un tostón». Nos repele la idea de empezar una tarea que sabemos se va a prolongar más de lo habitual. Una novela de 300 páginas te la puedes leer en una semana de manera cómoda. Pero una de 1000 páginas te llevará el triple. Si la disfrutas, genial, ningún problema. Pero como se te haga un poco cuesta arriba… Así que es lógico que cuando vemos una novela así no la compremos. Y si no lo hacemos, la editorial que la ha publicado pierde su inversión, así que la próxima vez que le llegue una obra tan larga optará por no publicarla. ¿Y si la extensión de tu novela es demasiado corta? Una novela de pocas páginas tiene mejor salida. Es más, la tendencia en editoriales independientes pasa por obras cortas, cuyos costes no son muy elevados y por tanto el riesgo de pérdidas es menor. El lector también es más receptivo a libros cortos porque es una oportunidad para leer en esos ratos muertos que todos tenemos. Ahora bien, en ciertas editoriales, y sobre todo en algunos géneros, una novela corta puede ser poco recomendable. La novela histórica, por su especial naturaleza, exige casi por norma una extensión lo bastante prolongada para desarrollar la época histórica y la sociedad en la que se basa. En cambio, una obra de detectives en nuestro
Inventos de la Antigua Grecia
Hace unas semanas compartí con vosotros un artículo sobre los progresos científicos en tiempos de la ocupación musulmana de la península ibérica. Una de las cosas que más destaqué es que los sabios andalusíes tuvieron el acierto de tomar como referencia para sus propias investigaciones lo que otros ya habían hecho antes que ellos. El conocimiento heredado es fundamental dentro del mundo científico, imprescindible. ¿Imagináis lo que supondría que cada investigador tuviera que elaborar de cero todo el conocimiento que necesita para su especialidad? Sencillamente la ciencia no habría evolucionado hasta donde lo ha hecho. Esas bases que fundamentan la ciencia actual nacieron como concepto elaborado hace más de dos milenios, y dieron lugar a ingenios que hoy asumimos como lo más normal del mundo, o al menos sus conceptos primordiales. Hoy hablaremos de los inventos de la Antigua Grecia. La ciencia tras los inventos de la Antigua Grecia La curiosidad del ser humano por el funcionamiento del universo es lo que nos ha llevado a que, por ejemplo, ahora mismo puedas estar leyendo este artículo. Curiosidad que ha existido siempre y que nunca dejará de existir. Pero todo este interés no serviría de mucho sin una estrategia con la que enfrentarse a los enigmas y organizar los descubrimientos. Este sistema para abordar el conocimiento se llama método científico y es, de lejos, la mayor contribución que los sabios griegos le dieron al mundo. Es la base de nuestra ciencia actual, una manera de aproximarse a los fenómenos de la naturaleza a través del análisis, la comprobación empírica y la catalogación. El fin último de la ciencia, además del simple placer de entender el mundo, es mejorarlo para las personas. O sea, poner en práctica esos conocimientos en forma de sistemas o artilugios que nos ayuden en nuestras tareas. Como los conceptos que los griegos descubrieron son universales, es lógico que muchas de sus invenciones sean todavía tan válidas como entonces, aunque obviamente hayan sufrido modificaciones y mejoras. Vamos a ver algunos. Arquímedes, el gran inventor Aunque hoy en día tenemos otros métodos para medir las distancias, gracias a la tecnología GPS, nuestros automóviles todavía incorporan una tecnología que viene directamente de las cabecitas de los eruditos griegos. El primer cuentakilómetros fue ideado por Arquímedes de Siracusa, matemático, físico, astrónomo e ingeniero que inventó el odómetro (otra manera de llamar al cuentakilómetros). En su forma más simple lo podemos encontrar en esos dispositivos con una rueda que a veces llevan los topógrafos y los ingenieros de carreteras. Al contra las vueltas que da la rueda, se puede calcular la distancia recorrida. Lo mismo que en un coche. Pues bien, esto ya lo puso en práctica Arquímedes mediante una serie de engranajes (otro gran invento griego). Pero Arquímedes era un monstruo como científico y no se quedó sólo en el odómetro. No en vano fue uno de los matemáticos más grandes de la antigüedad y de toda la historia. No mencionaré aquí teorías como el principio de la flotabilidad y la famosa anécdota del «¡Eureka!», pero sí un invento basado en los conceptos que desarrolló, como el tornillo de Arquímedes (o tornillo sin fin, como se ha popularizado), base fundamental de cualquier máquina de extracción minera o de fluidos (aunque se sospecha que ya se usaban ingenios similares en Babilonia y Egipto). Por supuesto, en aquella época el tornillo sin fin era de tracción manual, lo que no era un problema en un mundo con abundante mano de obra esclava. La máquina de vapor, un invento griego Sí, los mecanismos accionados por la fuerza del vapor de agua también empezaron a desarrollarse en el mundo griego. Era imposible que los sabios helenos no advirtieran que la transformación de un líquido a estado gaseoso provocaba una fuerza que podía ser utilizada para impulsar mecanismos. Uno de ellos fue Herón de Alejandría, quien en el siglo I d.C. ideó un artilugio que en principio sólo fue un cacharro sin un uso concreto. Me refiero a la eolípila, una máquina con un depósito de aire en forma de esfera con dos salidas opuestas por donde surge el vapor. El depósito está conectado por conductos a otra cámara, llena de agua, que es calentada. Cuando el vapor se expande, sale por los orificios de la esfera, que la hacen girar. ¿Y para qué servía esto en esa época? En la práctica, para nada. Era una especie de entretenimiento para el vulgo. Pero gracias a ello Herón logró experimentar y describir un principio que tardaría muchos siglos en ser comprobado: la ley de acción y reacción que desarrolló Isaac Newton en 1867. De este modo, y aunque de manera muy arcaica, Herón se adelantó casi dos mil años a una teoría fundamental para la ciencia moderna. El robot de Philon Los faros, el astrolabio, la rueda hidráulica… Los inventos de la Antigua Grecia que han sobrevivido hasta nuestros días son numerosos. ¿Pero sabíais que también fueron los primeros en crear un robot? Bueno, el sirviente automático de Philon, ideado en el siglo III a.C., era más bien una simple estatua de bronce con dos depósitos, uno de agua y otro de vino, que mediante engranajes ocultos mezclaba ambos líquidos en una copa. Recordemos que en la antigüedad el vino rara vez se tomaba sin diluir con agua. El sirviente automático de Philon no tenía nada que ver con la robótica o la programación, sino con los fundamentos de la mecánica y la presión de fluidos. Aún así, se lo suele mencionar cuando hablamos de los orígenes de los robots. Más allá de la anécdota del robot de Philon, hay un montón de inventos que hoy son importantísimos para nuestra sociedad y que nacieron en la Antigua Grecia. Pero para finalizar nos vamos a quedar con uno que, aunque ya no usamos en su versión mecánica, hasta hace no muchos años todavía era común verlos en las mesitas de noche de nuestros dormitorios. Me refiero al despertador. Sí, también surgió en Grecia, hacia el 250 a.C.,
Escritoras de éxito del método PEN
Hoy es uno de esos días importantes en el calendario de cada año. En este blog hemos hablado de muchas mujeres que han sido importantes para la literatura o para la Historia. Grandes personalidades que destacaron en un mundo que, tradicionalmente, las ha penalizado por ser mujeres. Le dedicamos artículos a Grace O’Malley, que se convirtió en reina y pirata; a nuestra heroica María Pita, que hizo frente al mismísimo Francis Drake; también mencionamos a las gladiadoras romanas, un gran exponente de cómo las mujeres lograron introducirse en una práctica propia de varones. Pero hoy, para celebrar el Día Internacional de la Mujer, quería detenerme en tres escritoras de éxito a las que conozco, con las que he trabajado, a las que he visto crecer como autoras, y que quiero un montón. A continuación, las escritoras de éxito del método PEN. Regina Román Empezamos el recorrido con Regina Román, que es un amor de persona (bueno, en realidad todas lo son). Como tantos otros alumnos, Regina entró en mis cursos de narrativa porque, como ella mismo dijo, quería formarse y ser más profesional. Y vaya si lo consiguió. Luchadora incansable, tienen una afinidad especial con el género del chick-lit. Ya sabéis, ese subgénero dentro de la romántica que se basa en historias románticas protagonizadas por mujeres que escapan del tópico de mujer dependiente de lo que opine el hombre. En esta modalidad literaria la protagonista es dueña de su destino, decide sus pasos, y se muestra independiente, aunque no por ello se aísla ni enfrenta con los varones. El chick-lit es un género que ha tenido un éxito tremendo en nuestro país, y Regina ha sabido encontrar su sitio entre las grandes autoras, hasta el punto de que ahora ella misma está en ese selecto grupo de escritoras referentes. Tanto es así que ha publicado en la editorial más renombrada en español, Grupo Planeta. Trece novelas lleva publicadas ya, entre ellas la exitosa (y deliciosa) serie Quiérome. Por si no fuera poco, por el camino se ha llevado un premio Big Bang Novel a la mejor protagonista femenina por Adela, personaje principal de su novela Santa Valentina tiene un plan. La frescura que Regina le aporta a este género es maravillosa. Concha Álvarez Pero el éxito de la siguiente autora de la que quiero hablar no ha sido menor. La carrera de Concha Álvarez también es sólida, pues lleva en sus hombros un montón de novelas publicadas, varias de ellas con el otro gran grupo editorial en español, Penguin Random House. El género romántico también tiene mucho peso en las obras de Concha, aunque en su serie Mariposas negras lo conjuga a la perfección con elementos sobrenaturales. Y qué bien lo hace. Concha tiene una delicadeza natural para tratar todo tipo de registros. De hecho, también la podéis encontrar en mi terreno favorito, la novela histórica, con obras como Bajo el cielo de Meerut y La ruta del viento. Su éxito era inevitable, pues al talento natural que tiene se le suma su voluntad de aprender. Concha entendió muy pronto que para escribir de manera profesional no basta con dejarse llevar por lo que uno siente, hace falta también disciplina, comprender las técnicas narrativas, dominar el proceso de creación tras una novela. Todos estos aspectos no vienen de serie en nuestra cabeza, y desde luego no nos los enseñan durante nuestro proceso educativo común. Como siempre digo, en el colegio te enseñan a escribir, pero no a narrar. Nieves Muñoz Además de la amistad y nuestra relación como alumna y profesor, con Nieves Muñoz me une también el hecho de que ambos somos compañeros de publicación en la misma editorial, Edhasa. Imaginad la ilusión y el orgullo que puede sentir uno cuando ve que la obra de una alumna, que además trabajamos en las clases con un profundo asesoramiento por mi parte, se convierte en una publicación. Y además una muy exitosa, porque esta primera novela de Nieves, Las batallas silenciadas, tuvo una segunda edición a los seis meses de salir al mercado. Nieves no se lo podía creer, pero yo sí, porque vi de inmediato la calidad de esa obra. Una novela, por cierto, protagonizada por una mujer muy apropiada para un día como hoy: Irene Curie, la hija de Marie Curie, y cuya historia mejor voy a dejaros que os la narre Nieves en su novela. A esta maravillosa obra se le ha unido una segunda (por ahora, porque ya os adelanto que pronto habrá noticias nuevas), Las damas de la telaraña. Los cimientos formados con el buen trabajo de la primera novela han hecho que esta segunda obra también haya tenido una acogida excelente. La constancia es la principal virtud que debe tener un escritor, y eso es algo que Nieves siempre tuvo presente. De ahí su fulgurante consolidación dentro del género de la novela histórica y del mercado literario. Conclusiones Estas son las tres historias de éxito protagonizadas por escritoras que quería compartir con vosotros. Sin embargo, puedo alardear de que no son las únicas autoras exitosas que he tenido como alumnas en el método PEN. También estaría Alicia Pérez Gil, autora de la trilogía Post Scriptum y ganadora de premios como el Ciudad de Eibar. O Diana Aradas, que hace nada nos dio una inmensa alegría al llevarse el XXVIII Premio de Novela Universidad de Sevilla con su libro Una madre. Nombrar a todas las escritoras que han publicado tras pasar por mis clases es imposible, pensad que llevo quince años como profesor. Sea como sea, en un día como hoy, me ha parecido de justicia reivindicar el papel de la mujer dentro de la literatura a través de ejemplos cercanos, de grandes profesionales que me han dado mucho más que yo a ellas.
Ibn Firnás, el primer hombre en volar
Me encantan las historias de los grandes inventos de la humanidad, esos relatos en los que descubrimos el germen de lo que luego sería un avance revolucionario para todo el mundo. Y estaremos de acuerdo en que entre los avances más gloriosos del ser humano está la posibilidad de volar mediante vehículos capaces de hacerlo. Un sueño tan antiguo como nuestra especie, tan deseado que se ha incorporado a la mitología, como se puede apreciar gracias a leyendas como la del vuelo de Ícaro. A veces ocurre que los pioneros en realizar este tipo de proezas pasan desapercibidos, que es lo que le pasó al personaje del que vamos a hablar hoy. Se llamaba Abbás Ibn Firnás, y él fue el primer hombre en volar. Aunque sólo fuera durante diez segundos. ¿El primer hombre en volar? Algunos tal vez estéis pensando «¿Qué está diciendo Teo? ¡Si los inventores del primer vehículo volador fueron los hermanos Montgolfier!». Escrupulosamente hablando, eso es cierto (chupaos esa, hermanos Wright). Los historiadores sitúan el primer vuelo exitoso y estable el 21 de noviembre de 1783, cuando Pilâtre de Rozier y el marqués d’Arlandes hicieron el primer vuelo tripulado por humanos sobre Paris, a bordo del gran invento de los hermanos Montgolfier: el globo aerostático. Y, en efecto, fue un exitazo total (a pesar de que no se podía controlar), hasta el punto de que tanto los aeronautas como los inventores del vehículo fueron aclamados como héroes. Y no es para menos, pues habían hecho posible uno de los grandes sueños del ser humano. Sin embargo, ni de Rozier ni d’Arlandes fueron en realidad los primeros seres humanos en volar. Mucho antes que ellos existió un Ícaro de carne y hueso que logró lo que Leonardo da Vinci tanto deseó pero jamás consiguió: volar. Nuestro gran inventor, Abbás Ibn Firnás, se adelantó al florentino en unos cuántos siglos en eso de estar obsesionado con emular a los pájaros. Por lo visto, las grandes mentes piensan de la misma forma, aunque los separen muchas generaciones. ¿Pero quién era Abbás Ibn Firnás? Ibn Firnás, un adelantado a da Vinci Abu I-Qasim Abbas Ibn Firnás tenía un montón de similitudes con da Vinci. Científico multidisciplinar nacido en Ronda, fue más allá de la ciencia empírica y destacó como filósofo y poeta. Sus virtudes con la poesía le permitieron introducirse en la corte de Abderramán II, el cuarto emir omeya de Córdoba, allá por el siglo IX. También sus habilidades como astrólogo (¿De qué me suena esto? ¡Ah, sí, de mi novela La predicción del astrólogo!). Pero las ideas de Ibn Firnás eran demasiado ambiciosas para quedarse sólo en el ámbito del pensamiento, así que también destacó en en su aplicación en el mundo real. Tanto el emir como los distintos nobles andalusíes estaban fascinados por su inventiva, y cada vez que presentaba algún ingenio nuevo era como un acontecimiento social. Entre los grandes ingenios de Ibn Firnás estaba el Al-Maqata-Maqata, un reloj de agua, y también una esfera armilar que mostraba el movimiento de los astros. Es cierto que todos estos artefactos ya habían sido creados con anterioridad, sobre todo en la Antigua Grecia, pero recordad lo que os dije en el artículo sobre la ciencia de al-Ándalus: el gran éxito de los científicos andalusíes fue tomar el conocimiento antiguo como base para sus descubrimientos. Y en eso Ibn Firnás resultó un alumno aventajado, pues por ejemplo fue el primero en utilizar las tablas atronómicas de Sinhind, de origen indio, que serían fundamentales para el avance científico en la Europa posterior. Pero todo esto no era suficiente, pues Ibn Firnás tenía una obsesión, la misma que ha llenado la mente de multitud de científicos del pasado: ser el primer hombre en volar. Y estaba a punto de cumplirlo. Ibn Firnás, el primer hombre en volar Hay que decir que el primer intento no salió muy bien. O sí, porque teniendo en cuenta lo que hizo, yo consideraría un éxito haber salido vivo. En cualquier caso, la base era buena y produjo un hito histórico (aunque dudo que en aquel momento se viera así): Ibn Firnás, repleto de confianza (y de mucha temeridad), no se le ocurrió otra cosa que subirse a lo alto de la torre de la mezquita de Córdoba… con una enorme lona. El resto podéis imaginarlo: se lanzó desde la cúspide con la tela atada, que se hinchó y le permitió planear una corta distancia mientras se mantenía en el aire durante unos segundos. Los suficientes para estrellarse contra unos árboles. Lo milagroso fue que sólo sufrió unas pocas heridas leves. Y lo significativo para la posteridad, que había inventado el primer paracaídas. Eso ocurrió en el 852. El bueno de Ibn Firnás tuvo suficiente con aquella experiencia, porque no volvió a intentar nada semejante… por el momento. Pues unos veinte años después, cuando contaba ya con edad para jubilarse (65 años), le volvió a dar la perra con el tema de volar. Esta vez fabricó unas alas de madera recubiertas de tela y plumas de diversas aves. Sí, lo estáis leyendo bien: emuló a Dédalo, el del mito griego. Aunque como podéis comprobar por la imagen inferior, más bien se trataba de un ala delta rudimentaria. Os puedo asegurar que tras el nuevo intento se le quitaron todas las ganas para siempre, ya que el aterrizaje le fracturó las dos piernas. Aún así, el vuelo ha sido considerado por los historiadores como exitoso (claro, ellos no se rompieron las piernas), pues Ibn Firnás logró permanecer en el aire, de manera estable, más de diez segundos. Así que sí, en efecto, fue el primer hombre en volar. Conclusiones Es normal que algunos estéis pensando ahora mismo que menuda chufa de vuelo. Que diez segundos flotando en el aire no es para tanto. Pero debéis tener en cuenta el contexto y las condiciones en las que estos inventores de la antigüedad trabajaban. La tecnología todavía estaba muy lejos del gran salto que daría con la llegada