Pero, por una vez, y sin que sirva de precedente, no voy a hablar de nada relacionado con la literatura. Y es que ayer sufrimos un accidente en un tren que nos llevaba de Sevilla a Dos Hermanas. Y digo “nos” porque también por primera vez voy a hablar de Mari, mi pareja, la que despertó en mí el viejo sueño dormido de escribir.
Todo fue una concatenación de acontecimientos: ella impartía clases mientras que yo visitaba la Catedral de Sevilla como parte del proceso de documentación para mi novela, y habíamos quedado para tomar juntos, por primera vez en 4 años, un tren que nos trajera a Dos Hermanas. Sin embargo, puesto que ella estaba comentando con su alumna un hecho del que nos habíamos enterado la noche anterior, llegó tarde y perdimos el tren de las 14.20. De modo que decidimos tomarnos una tapa mientras esperábamos al siguiente. Pero, ya puestos, dijimos: “pues mira, ya con la hora que es, mejor comemos”. Y así lo hicimos, de manera que dejamos pasar también el siguiente tren, y el siguiente.
Y fuimos a tomar el tren maldito de las 15.50.
Durante el trayecto todo iba bien. De hecho, nos estábamos riendo a carcajada limpia, con lágrimas incluidas, mientras recordábamos algunas anécdotas.
Y entonces, hacia las 16.00, escuchamos la primera explosión.
Fue un ruido extraño, algo parecido a un golpe muy fuerte. En el tren nadie se asustó demasiado, aunque las conversaciones se redujeron drásticamente. Tan sólo 3 o 4 segundos después llegó la segunda explosión, y se repetirían durante alrededor de 1 minuto quizá de manera continuada, cada 4 o 5 segundos.
Comenzaron a llover los cristales por el vagón, la gente a arrojarse al suelo. Gritos y carreras. Algunos conatos de llanto. Todo ello ahogado por las explosiones que parecían aumentar de volumen a la vez que crecían los gritos en el interior.
Nosotros no nos arrojamos al suelo. Mari se agachó sobre su asiento, cubriéndose la cabeza con los brazos, y yo me volqué sobre ella, intentando protegerla de lo que quisiera que estuviera pasando.
Entonces, vi un impacto enorme en el cristal que teníamos justo a nuestra espalda. Como el impacto de una piedra arrojada con una fuerza descomunal. De hecho, pensé “¿pero quién demonios está tirando piedras contra el tren? ¿Está loco o qué?”
Mientras tanto, seguía el tremendo sonido de las explosiones. Era un sonido que soy incapaz de describir. Sólo puedo decir que parecía justamente eso: una piedra monumental golpeando contra el vidrio de las ventanas, que resistían como podían.
Hasta que dejaron de resistir.
Porque, en un momento concreto, el cristal de la ventanilla que se encontraba a unos 20 centímetros a nuestra derecha, cedió a los impactos y explotó en un millón de cristales diminutos. Algunos cayeron sobre nosotros, otros arañaron el rostro de una chica que se agazapaba justo frente a la ventanilla.
Fue entonces cuando pude observar lo que estaba sucediendo realmente. Porque lo que golpeaba las ventanillas era uno de los cables de alta tensión que suministran la corriente eléctrica al tren. Y pude ver lo que sucedía, porque el cable en cuestión entró durante un segundo interminable en el vagón a través de la ventanilla rota.
El convoy fue perdiendo velocidad de manera gradual, muy lentamente. Con una lentitud exasperante, una vez que comprendí lo que estaba ocurriendo, pues, cada vez que sobrepasábamos uno de los postes que da sustento a los cables, estos golpeaban con una violencia terrible contra nuestra ventanilla, justo la nuestra, cuyo cristal ya estaba completamente cuarteado.
Justo cuando pensaba que no resistiría mucho más antes de desmoronarse y dejar pasar al monstruo que nos atacaba, el tren se detuvo por completo.
Sucedieron entonces unos segundos de enorme silencio, en el que los gritos se acallaron al tiempo que nos deteníamos.
Pero fue sólo un espejismo, pues no tardaron ni 10 segundos en volver a estallar, con renovados bríos, los llantos y los ruegos.
No os podéis imaginar lo que sucedió a continuación… varias personas sufrieron ataques de pánico. Una de ellas, creo que con algún tipo de deficiencia, tenía la cara completamente desencajada y sufría pequeñas convulsiones. No creo que olvide su rostro en la vida. Otra, una chica joven, lloraba desesperada justo enfrente.
En la mente de muchos, incluida la mía, sobrevoló el terrible recuerdo del 11M.
Nosotros nos incorporamos sin aparente daño. De inmediato nos aseguramos de que tanto uno como otro nos encontrábamos bien y no teníamos heridas, aunque Mari tenía el pelo completamente cubierto de cristales. La dejé bien y tranquila, sentada en el mismo lugar que habíamos ocupado al entrar en el tren, y fui a ver si podía ayudar en algo a aquellos que pudieran estar heridos. Afortunadamente había en el vagón una enfermera y nadie había resultado herido de gravedad, así que volví junto a Mari. Y fue para llevarme una sorpresa desagradable.
De repente, no se podía mover.
Intenté tranquilizarla. No recuerdo muy bien qué le dije, supongo que algo como “tranquila, es por los nervios. Igual te has hecho un poco de daño en el cuello, pero no tienes ninguna herida, así que no pasa nada”.
Pero claro, sí que pasaba.
Transcurrieron un par de minutos hasta que apareció el revisor del tren. El hombre estaba claramente superado por la situación. En los vagones anteriores no había ocurrido nada. Todo había sucedido en el vagón de cola.
Esperamos unos minutos prudenciales, aproximadamente 5 o 10, esperando acontecimientos. Pero dado que el hombre no llamaba a los servicios de urgencia y que la rigidez e inmovilidad de Mari iba en aumento, le dije que iba a llamar al 112.
Eran exactamente las 16.12.
Y aunque parezca mentira, hasta las 17.20, aproximadamente, no pudieron acceder al convoy los servicios de urgencia del 061.
Más de una hora de espera exasperante. Casi todo el mundo estaba bien, los nervios se habían ido calmando al comprobar que no había sucedido nada grave. Casi todo el mundo respiraba tranquilo.
Pero el CASI excluía a la persona que a mí me importaba, porque ella seguía empeorando. Más de una vez cedió a las lágrimas debido al dolor, la rigidez iba en aumento… Y nadie acudía para atender a los heridos.
De los vagones delanteros la gente comenzó a venir para sacar fotos en sus teléfonos, supongo que para mostrarlas a sus amigos y familiares cuando les contaran lo ocurrido y no los creyeran.
Y los servicios de urgencia que seguían sin entrar en el tren.
Durante más de media hora no sabíamos lo que ocurría. Veíamos a las ambulancias y a los policías caminar arriba y abajo, a lo largo de las vías, comprobando no sabemos muy bien qué. Finalmente, un valiente, porque no se le puede llamar de otro modo, se atrevió a subir y contarnos lo que ocurría: los servicios de urgencia no podían acceder al tren porque los cables caídos seguían teniendo corriente. Los servicios de RENFE tenían que cortar el suministro eléctrico para que pudieran acceder al tren. Ese es el protocolo de seguridad.
Pero claro, el protocolo de seguridad, parece, no contempla una situación como la que vivimos ayer, porque los servicios de RENFE tardaron más de una hora en cortar el suministro eléctrico.
No quiero, porque poder sí que puedo, imaginar lo que hubiera sucedido de producirse durante el accidente algún herido de gravedad, alguien que hubiera sufrido una herida abierta por la que sangrara. Y digo alguien, en singular, pero podría decir muy bien “los pasajeros” en plural, pues según parece en el tren viajaban unas 150 personas. Si hubiera habido como digo heridas abiertas, hoy lo que cuento no quedaría en una anécdota, pues hablaríamos de víctimas mortales.
Más de una hora.
Durante todo ese tiempo estuve diciendo tonterías cada dos por tres para restarle importancia al asunto e intentar que Mari pudiera distraerse. Pero la procesión iba por dentro, como suele decirse.
Al fin, después de muchas idas y venidas, los miembros del 061 pudieron entrar en el tren. Fueron directamente a ver a Mari, pues a esas alturas ya hubiera sido lo último que no supieran quién estaba en peor estado. Justo a tiempo, además, porque ya comenzaba a sufrir mareos y la cosa empeoraba radicalmente.
La evacuaron en plan película americana, con un collarín “de diseño” que la inmovilizaba y atándola a una camilla.
Cómo somos las personas… en esos momentos escuché a uno de los policías que estaba en el tren que decía: “por favor, no saquen fotos, esto es la evacuación de un accidente. Respeten la privacidad”. Pero ni por esas, claro.
A las 17.47 todavía estábamos en el lugar del accidente, aunque Mari ya estaba en la ambulancia y le suministraban morfina y demás parafernalia. Mientras tanto, yo tenía que repetir una y otra vez los datos de ella y míos: a la policía en dos ocasiones, al revisor del tren en otra ocasión, un par más a los servicios de urgencia…
Sobre las 18.10 llegábamos al fin al hospital. Entramos directamente a consulta, saltándonos a los 30 o 40 pacientes que esperaban su turno.
Y luego, nos tocó esperar también a nosotros, por supuesto.
Durante la espera se personaron varios representantes de RENFE. Dos de ellos eran miembros de su departamento de Seguridad. Otro del servicio de cercanías. A este no lo mandé al cuerno, con mucha educación, porque educación precisamente no me falta. Pero me tuve que morder la lengua hasta sangrar cuando me dijo, con toda la tranquilidad del mundo, que “una hora para que se corte el suministro eléctrico de un tramo de vía es muy poco tiempo. Hay que llamar a un retén, que por supuesto no está en el sitio del accidente sino en su casa, esperar que llegue a la estación, coja una vagoneta que los transporte hasta la subestación y corten el suministro”.
Y ya digo, no lo fulminé con la mirada porque no me miraba directamente, no podía, mientras me decía todo eso.
Un rato después los médicos nos terminaban de tranquilizar. No sufría nada grave, excepto el latigazo cervical, que no es poca cosa. Nos dejaron venirnos a casa, aunque en un principio pensaron dejarla ingresada en observación.
Todo ha quedado en un susto, afortunadamente. Pero a uno le hierve la sangre cuando algunas informaciones aparecidas en las versiones digitales de los diarios locales distorsionan en grado sumo lo ocurrido.
Y ahora, os voy a dejar, porque me toca a mi ir al hospital… esta mañana me he levantado casi tan rígido como Mari. Me veo con otro collarín puesto y mirándonos de reojo, a ver quién ayuda a quién a preparar la comida.
No había sucedido hasta ahora que hablara de temas no relacionados con la literatura en este blog. Pero como reza el dicho: es de biennacidos ser agradecidos.
Y yo quiero dar las gracias, porque ayer, milagrosamente, fue el día que salvamos la vida.
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