Es inevitable. Cuando vamos a una librería y echamos un ojo a la sección de novela histórica, hay una cultura antigua que copa el protagonismo por encima de cualquier otra: Roma. A veces tenemos suerte y encontramos algún libro donde los romanos se reparten el protagonismo con sus más famosos antagonistas, los cartagineses. Pero ya está. Rara es la novela que apuesta por hablar de todas aquellas civilizaciones que fueron contemporáneas de Roma. Así, a bote pronto, me viene a la memoria El espíritu del lince, de mi compañero de editorial Javier Pellicer, que retrata una sociedad de la que quiero hablaros hoy, pues son para nosotros tan importantes históricamente hablando como los romanos o cartagineses: los íberos.
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El descubrimiento de los íberos
Los antiguos griegos mostraron desde muy temprana época su inclinación por expandir el mundo que conocían. Vamos, que siempre fueron muy viajeros, de ahí mitos como el de Jasón y los Argonautas. Ya os conté un poco sobre ello hace unos años, en este artículo sobre la fundación de Tarento por parte de Esparta. Al principio, todo aquello que estuviera más allá del mar Egeo era considerado como los confines del mundo, y los pueblos que los habitaban cobraban la categoría de «bárbaros». Pero bárbaros con tierras abundantes en recursos, algo demasiado apetitoso para que los griegos dejaran pasar la oportunidad de fundar colonias, al igual que hicieron los fenicios.
Sus famosos periplos expandieron esas fronteras de lo conocido con el correr de los siglos, hasta alcanzar una tierra situada en la parte más occidental de sus mapas. Una península, una última barrera, más allá del cuál no existía nada más que agua. Allí se toparon con un pueblo distinto, obviamente no tan refinado como lo eran ellos, pero aún así con una sociedad establecida y muy arraigada a sus costumbres. Los griegos desembarcaron en la costa oriental de esa nueva tierra, y la llamaron Iberia, y a sus habitantes, íberos. Según Avieno en su Ora maritima, debido a un río, el Íber (supuestamente el Ebro, algo que está en discusión).
Quiénes fueron los íberos
Por supuesto, no sabemos cómo se denominaban a sí mismo los íberos. Aunque los arqueólogos han encontrado infinidad de inscripciones en su idioma, todavía no hemos podido descifrarla. Sin embargo, la cultura material que nos dejaron es suficiente para hacernos una idea detallada de cómo fue esta sociedad. En lo fundamental no difería mucho de otras civilizaciones de la época, pues compartía similitudes con galos, celtas y demás.
Era una sociedad jerarquizada en castas, donde el poder residía en los guerreros. Es muy famosa una de sus tradiciones, la devotio, por la cuál un íbero juraba lealtad a su señor, incluso más allá de la muerte de este. Hasta el punto de que si el caudillo moría en un acto de guerra, el fiel soldado debía vengar dicha caída aunque ello le costara la vida. De hecho, se dice que el asesino de Asdrúbal el Bello, predecesor de Aníbal como líder cartaginés en Iberia, fue un guerrero que quería vengar a su señor.
Las mujeres, por cierto, tenían un papel predominante. Aunque seguían limitadas a su parcela de influencia, el ámbito doméstico, eran respetadas e incluso veneradas, y gozaban de libertades como la opción de elegir marido.
Los íberos, ¿fueron una nación?
Eso era al menos lo que solía decirse hace décadas con intenciones propagandísticas. Pero los historiadores son muy contundentes en ese sentido: en absoluto. Los íberos nunca, jamás, fueron una comunidad unificada. De hecho, estaban divididos en muchísimos pueblos distintos, como los edetanos, los contestanos, los bastetanos… A menudo solían enfrentarse a cuenta de los pillajes de algunas bandas de ladrones de ganado. Se organizaban en ciudades estado y poblados satelitales, con características similares a las polis griegas (aunque menos grandiosas), pero en cualquier caso no tenían noción alguna de hallarse bajo una misma bandera.
Lo que conectaba a los íberos entre sí eran sus costumbres. Su manera de afrontar la vida era naturalista, muy conectada con el mundo que los rodeaba, como es habitual en este tipo de pueblos antiguos. Aún así, eran de artes muy depuradas en ciertos aspectos. Sólo hay que contemplar sus piezas de cerámica, como los Vasos Guerreros de Lliria. Aunque la prueba más evidente de tal destreza artística es la pieza por antonomasia del arte íbero, la Dama de Elche, de una belleza arrebatadora.
Y llegaron los romanos
Los íberos nunca tuvieron ansias expansionistas, pero recibieron con agrado la llegada de todos aquellos colonos griegos y fenicios, e incluso participaron como mercenarios en las guerras de otros. Al principio, claro, porque cuando una de las familias más poderosas de Cartago, los Barca, decidió que el futuro de su pueblo estaba en aquella tierra occidental, los íberos se convirtieron de pronto en protagonistas absolutos de una contienda que lo iba a cambiar todo.
Amílcar y su hijo Aníbal revolucionaron la plácida existencia de los íberos, situando la península por primera vez en la mira de los romanos. De este modo, los íberos se vieron involucrados en la Segunda Guerra Púnica, hasta el punto de que fue el asedio cartaginés de Sagunto la casus belli de dicho enfrentamiento. Cartago, que había ocupado buena parte del territorio íbero, perdió su enfrentamiento con Roma, quien no obstante no iba a dejar pasar la oportunidad de quedarse sin una región tan suculenta en recursos.
Se inició entonces la conquista romana de Iberia, y los pueblos autóctonos tuvieron que elegir entre oponer una épica resistencia o dejarse asimilar. La mayoría de las tribus íberas prefirieron la segunda opción, y sólo los pueblos celtíberos y celtas del interior de la península siguieron oponiéndose a Roma durante largas décadas. Y sin poción mágica. Hasta que, al fin, acabaron por caer.
Conclusión
Es lógico que el esplendor de la Roma antigua opaque a cualquier otra civilización del pasado. ¿Cómo no va a ser así? Sin embargo, debemos recordar que existieron otros pueblos antes que los romanos. De ellos hemos heredado costumbres e incluso el nombre de muchos rincones actuales de nuestra geografía. Somos lo que somos gracias a todos los que nos precedieron, ya sean grandes civilizaciones como la romana o la cartaginesa, u otras más humildes, como la de los íberos.