Seguro que habéis visto multitud de referencias en películas y series americanas al tema del que vamos a hablar hoy. Quizás pueda parecer en principio que es un episodio histórico que nada tiene que ver con la historia de España, pero nosotros también estuvimos involucrados en todo aquel fenomenal embrollo, al menos al principio. Y además rondaba por ahí un tal Napoleón Bonaparte, lo que aumenta el interés de esta historia. Así que hoy os acerco de la que podría considerarse el negocio más rentable de la historia (con permiso de la adquisición de Manhattan): la compra de Luisiana. Porque éste, queridos míos, es el origen del lejano Oeste de las películas clásicas. ¿Cómo no va a ser eso apasionante? Los orígenes de la compra de Luisiana Toda esta historia empieza allá por el 1800, durante las guerras napoleónicas, con un intrigante acuerdo secreto entre España y Francia: el tratado de San Ildefonso. Aquello fue un auténtico intercambio de cromos: España ofreció sus regiones norteamericanas a cambio de diversos territorios franceses en la Toscana. ¿Y de qué regiones hablamos? Pues poca broma, porque era un territorio de dos millones de km2 que iba desde el actual estado de Luisiana, en el golfo de México, hasta Montana, estado fronterizo con Canada. El supuesto (y no muy meditado) truco en el que se amparaba España era en que, según ese tratado, Francia tenía la obligación contractual de ofrecer dicho territorio de manera preferente a España en caso de querer venderlo. Podría parecer un mal negocio para España, pero teniendo en cuenta que el antaño glorioso imperio estaba sumido en ese entonces en una situación económica desastrosa, quitarse de encima un territorio que sólo le aportaba gastos pareció una magnífica idea. Los franceses, unos lumbreras Tanto era así que a los dos años de haber conseguido dicho territorio, y sin saber qué hacer con todas aquellas tierras, los franceses ya querían quitárselo de encima. Su colonia en Haití se había declarado independiente, así que la zona de Luisiana dejaba de tener importancia estratégica para los galos. Sin embargo, ni por asomo querían vendérselo a los españoles (que tampoco habrían podido pagarlo) como dictaba su anterior acuerdo. Napoleón, por aquel entonces primer cónsul francés, no tenía muy claro cómo proceder. Con los españoles fuera de la mesa de negociaciones, sólo cabía dos opciones: mantener la región en posesión pero dejarla abandonada a su suerte, con el riesgo de que los británicos se hicieran con ella tarde o temprano; o vendérsela a un tercer actor en liza con unas ganas locas de expandirse: los estadounidenses. Napoleón no imaginó lo que la compra de Luisiana por parte americana comportaría a largo plazo (el establecimiento del país más poderoso del planeta), pero en ese momento era el menor de los males para Francia. Según declaró el propio líder galo, el beneficio económico de esta venta no iba a ser muy relevante. No, era más bien una estrategia con un doble sentido: por un lado debilitar la influencia de los ingleses introduciendo un nuevo competidor, los Estados Unidos; y además evitar que las colonias españolas en Norteamérica volvieran a reunificarse. La negociación de la compra de Luisiana Y de este modo, Francia le ofreció a los Estados Unidos la compra de Luisiana. Cabe destacar que al principio los estadounidenses no tenían interés alguno en adquirir todo el territorio. De hecho, los emisarios del presidente Thomas Jefferson fueron a Francia, en 1801, con la idea de negociar sólo por la parte ribereña que daba al golfo de México. Imaginad su sorpresa cuando los franceses pusieron sobre la mesa toda la región que controlaban, de norte a sur. Esto suponía extensas regiones no sólo deshabitadas, sino también inexploradas. Lo hemos visto en cientos de películas sobre el salvaje Oeste (aunque eso vendría luego). La oferta fue tan inesperada que no todos los estadounidenses vieron con buenos ojos la compra de Luisiana. No sólo porque suponía quebrantar en cierta medida algunos postulados de la Constitución, sino porque temían que Gran Bretaña no se tomara la compra muy bien, dadas sus pretensiones de conseguir ese territorio. Además, suponía un acercamiento a Francia, el gran enemigo de los ingleses en ese momento. Era un movimiento hasta cierto punto peligroso. La firma de la compra de Luisiana Pero al final el negocio era tan evidentemente lucrativo que Estados Unidos aceptó firmar el contrato. El Senado lo ratificó con una mayoría amplia y el acuerdo con Francia se cerró en París con las firmas de Robert R. Livingston, el presidente James Monroe y el senador francés Barbé Marbois. El montante final se quedó en tres centavos por acre, unos 23 millones de dólares. Es cierto que para un país casi recién nacido era una cifra muy a tener en cuenta, pero habida cuenta de lo que vendría después, no cabe duda de que aquella fue una de las mayores gangas de la historia. Aunque es cierto que queda muy por detrás de la compra de la isla de Manhattan a los indios canarsie, que costó… 24 dólares. En cualquier caso, de la noche a la mañana Estados Unidos había duplicado su territorio. El 10 de marzo de 1804, franceses y estadounidenses formalizaron el traspaso definitivo del territorio. La bandera francesa dejó de hondear en suelo ya de Estados Unidos, aunque el proceso había comenzado unos meses antes. Las tropas del ejército de Estados Unidos llevaban todo ese tiempo ocupando las zonas adquiridas para mantener el orden y facilitar el traspaso de poderes. Y en cuanto al territorio todavía por descubrir, empezaron a planearse diversas misiones para cartografiar el territorio e iniciar la ocupación. Entre ellas, la más famosa de todas, la expedición de Lewis y Clark, y que daría paso a esa época que nos resulta tan familiar, la del salvaje Oeste. Pero de eso hablaremos en otro artículo si veo que os gusta la idea. ¡Decídmelo en los comentarios!
Amanirena, la reina nubia que desafió a Roma
¡Vamos con una historia sobre reinas guerreras! En concreto, con una mujer que plantó cara al mismísimo Imperio romano. Y no, no me refiero a la más famosa de estas reinas guerreras, la insigne Boudica. O a Cleopatra, de la que ya hablamos un poco en el artículo sobre el Primer Triunvirato. ¿Creéis que fueron las únicas que se enfrentaron a Roma? ¡En absoluto! Hoy os descubriré a otro personaje fascinante, tanto o más que la britana o la egipcia, y del que no se habla mucho. Viajamos a África para conocer a Amanirena, la reina nubia que se opuso, y esta sí tuvo éxito, al imperio más poderoso de la época. El establecimiento de Roma en Egipto Para Amanirena los problemas empezaron cuando Egipto cayó definitivamente en manos romanas. Octavio, futuro emperador bajo el nombre de Augusto, había derrotado a Marco Antonio en Egipto, lo cuál dio por concluida otra más de esas guerras civiles a la que eran tan aficionados los romanos. La consecuencia inmediata fue el suicidio conjunto de Marco Antonio y Cleopatra. Este fue el fin de la dinastía helénica ptolemaica en Egipto, instalada tras la muerte de Alejandro Magno. Ya nada impedía la anexión total de Egipto como otra más de las provincias del Imperio de Roma. Sabemos muy bien lo que eso significó para Roma y para Egipto. Pero, ¿qué representó para los pueblos vecinos alrededor de dicho territorio? Porque no olvidemos que Egipto se extendía de norte a sur tanto como el Nilo se lo permitía, que no es poca cosa. Tenía contactos frecuentes con un montón de reinos, que de pronto veían con incertidumbre la llegada de ese imperio conocido por su hambre insaciable de nuevas tierras. ¿Se conformarían con Egipto, o querrían extenderse más todavía? Y, en todo caso, ¿cómo afectaría eso al comercio, a su subsistencia? Amanirena, reina de Kush Uno de estos pueblos era el Reino de Kush. Situado a lo largo del valle del Nilo, coincidiría más o menos con lo que hoy conocemos por Nubia y Sudán. Su conexión con Egipto era absoluta debido al temprano interés que los de las pirámides tuvieron por los recursos naturales de Kush, en especial las ricas minas de oro que se extendían por todos lados. Se enviaron expediciones desde tiempos del faraón Narmer, hasta que en la época del Imperio Medio conquistaron la región. Pero los kushitas, como iremos viendo en el artículo, eran de armas tomar, así que recuperaron su territorio un tiempo después, aprovechando los movimientos por parte de los hicsos. Ya sabéis cómo va esto: el Reino de Kush fue pasando de manos a lo largo de los siglos. Egipto lo reconquistaba y luego los kushitas volvían a recuperarlo. Para la época de Amanirena, el reino era ya plenamente independiente de nuevo, pero su contacto con Egipto a nivel comercial era vital para ambas potencias. Es más, incluso construyeron pirámides y otras manifestaciones artísticas propias de los egipcios. No es de extrañar que la conquista romana de Egipto fuese vista con preocupación, porque obviamente iba a alterar la estabilidad de la región. Y vaya si lo hizo. Octavio, ya convertido en Augusto, envió en el 25 a.C. una expedición para tomar posesión de unas minas de oro más allá de la frontera con el Reino de Kush. Era un primer paso para una futura invasión de Kush, o al menos así lo vieron sus dos reyes: Teriteqas y su esposa Amanirena. Amanirena, una reina con todas las de la ley Algunas crónicas hablan de que Amanirena era sólo una reina consorte por aquel entonces, mientras que otras aseguran que su autoridad estaba al mismo nivel que la de su esposo Teriteqas. Sea como fuere, en la cultura nubia las reinas ostentaban en esa época una enorme relevancia en las cuestiones de estado. Y no sólo eso: se las consideraba también guerreras. Era más que habitual que participaran en las batallas comandando a sus propias tropas, bajo el doble título de Qore y Kandake. Así pues, cuando el Reino de Kush decidió atacar a los romanos por traspasar sus fronteras y acabar con los tratados pacíficos que tenían con la dinastía ptolemaica, Amanirena estuvo ahí, en el campo de batalla. Pero los nubios no eran unos guerreros estúpidos que se lanzaban al ataque sin más, sobre todo ante un rival tan poderoso como aquel, así que ese primer embate no se dio de inmediato. Fue la propia Amanirena la que decidió que debían prepararse, sí, pero también esperar al momento oportuno. La oportunidad llegó cuando Elio Galo, el prefecto de Egipto, dejó la región para conducir una expedición hacia la península arábica. En cuanto las crestas rojas de las gáleas romanas se perdieron en el horizonte, a los kushitas les faltó el aire para dar comienzo a su rebelión. Eso sólo para empezar, porque en cuanto recuperaron el control de las fronteras se lanzaron ni más ni menos que a la conquista de Egipto. Amanirena, la reina que doblegó a Roma El enfrentamiento con Roma fue largo y lleno de pérdidas para los kushitas. Teriteqas murió durante las primeras fases, y tiempo después lo haría el hijo de ambos reyes, Akinidad. Pero lejos de amedrentarse, Amanirena continuó la guerra como única reina y general de las tropas. Bajo su mando, los nubios derrotaron a los romanos que se atrevieron a plantarles cara en el sur de la provincia egipcia. Cuenta la leyenda que Amanirena decapitó al emperador Augusto. Bueno, más bien a una estatua suya, cuya cabeza se llevó a su palacio real para que los suyos escupieran y la patearan. Pero Roma nunca ha sido de quedarse con los brazos cruzados y menos aún de retirarse. Publio Petronio y un buen puñado de tropas (unas diez mil) recuperaron el terreno perdido y se adentraron en territorio de Kush. Aún así, la vigorosa defensa de Amanirena impidió que alcanzaran la capital, Meroe. La situación se volvió tan comprometida para los romanos que poco después se decidió negociar
Agripina y Nerón: una familia muy particular
Suele ocurrir que cuando escribimos novela histórica utilizamos personajes que incluimos para dar profundidad al contexto histórico, por su importancia relevancia, por su carisma natural, pero que en realidad no nacen con afán de protagonismo. Y aún así son imprescindibles. Es imposible entender una novela sobre el Imperio romano del siglo I sin hacer referencia a uno de los emperadores más famosos (y repudiados) de la historia: Lucio Domicio Enobarbo, más conocido como Nerón. El lector está esperando que se le mencione, que se hable de él. Así que, obviamente, así lo hice en mi novela Muerte y cenizas. Y, aunque de este personaje se ha dicho ya todo, ¿qué tal si le dedicamos un artículo un tanto distinto, con una co-protagonista a la altura? Ni más ni menos que la propia madre de Nerón, Agripina. Nerón, destinado a ser un monstruo Cuando se casó con el cónsul romano Cneo Domicio Enobarbo, Julia Agripina no podía imaginar lo que el futuro le depararía. Pero por lo visto su marido sí. En un alarde de amor paterno (nótese la ironía), Domicio dijo, literalmente, que «de la unión de Agripina y yo sólo puede salir un monstruo». Visto ahora, con el conocimiento de la historia que tenemos, nos sentimos tentados a pensar que el cónsul tenía el don de la premonición. De todos modos, había mimbres para ser pesimistas. Agripina, la futura madre de Nerón, era ni más ni menos que la hermana de otro emperador de funesto recuerdo, Calígula. De las supuestas depravaciones de éste han corrido ríos de tinta, entre ellas las relaciones sexuales que mantuvo con todas sus hermanas, incluida Agripina. De quien además se dice que se prostituyó con diversos miembros de la corte y que, incluso, acabó encamándose también con el propio Nerón. Agripina y Nerón se hacen con el poder Todo parecía indicar pues que el reinado de Nerón estaba destinado a los excesos de su emperador. Su camino hacia el poder fue un buen indicativo, ya que no habría ascendido al trono de no ser por la caída de su tío Calígula, quién además había dejado de ver con buenos ojos a Agripina. Pero cuando Calígula murió y Tiberio Claudio se hizo con el imperio, su camino quedó allanado, en especial porque Claudio tomó como esposa a Agripina, su sobrina. Ya veis que aquí todo queda en familia. Nerón se convirtió en el heredero de Claudio cuando éste decidió adoptarlo, allá por el año 50, momento en el que tomó el nombre por el que todos lo conocemos: Claudio Nerón César Druso. De estar destinado a ser olvidado por la historia, a la inmortalidad de la fama, ya que incluso su cara apareció en las monedas que su tío emitió durante su reinado. Normal que se le subiera a la cabeza. Sobre todo cuando, a los catorce años, se le nombró procónsul y tuvo acceso al Senado. Y para no perder la tradición familiar, se casó con su hermanastra Claudia Octavia. Nerón contra Agripina Y entonces, un buen día (o uno malo, depende de a quién preguntemos), Nerón ascendió al trono del Imperio romano. Lo cuál sólo podía significar que su padrastro, Claudio, había muerto. Un inicio un tanto perturbador, ya que dicen las malas lenguas que el anterior emperador fue asesinado nada más y nada menos que por su esposa y madre del heredero, nuestra ya tan querida Agripina. Sólo son rumores, pues jamás se encontró una prueba y por supuesto una acusación formal del regicidio. Ayudado o no por Agripina (qué no haría una madre por su hijo), el caso es que Nerón tomó posesión como emperador a unos tiernos dieciséis años. Esto implicó que durante sus primeros tiempos al mando la influencia de su madre fuera patente. Quizás por eso fue una época benigna para todos: Agripina sería muchas cosas, pero como administradora demostró estar a la altura de un emperador, pues trató de manera efectiva los asuntos que se les presentaron, dejando además que el Senado también tuviera influencia, lo cual evitó agravios y posibles conspiraciones. Pero las cosas estaban a punto de complicarse para aquella madre coraje (de nuevo, ironía). Como es ley de vida, el muchacho entró en la edad del pavo y empezó a dejarse llevar por el ímpetu propio de un adolescente. Aunque para entonces Nerón ya estaba casado con Claudia Octavia, el chaval tenía las hormonas revolucionadas y se encaprichó de una liberta llamada Claudia Actea. Cuando su madre se enteró de aquella infidelidad, se puso de parte de Octavia y le ordenó a Nerón que dejara a Actea. Y claro, basta que le prohibas algo a un adolescente para que lo haga con más ganas. Conclusiones La relación entre madre e hijo se agrió cada vez más, sobre todo por culpa de cierto consejero y tutor de Nerón, un tal Séneca. El cuál, por cierto, le fue comiendo también la oreja con respecto al supuesto rival más destacado del emperador, Británico, hijo biológico de Claudio. Oponente que a su vez había sido camelado por una Agripina airada al verse apartada del gobierno. Problema que, milagro de los dioses, se solucionó cuando Británico murió de manera bastante conveniente y sospechosa. Lo cuál llevó a que Nerón echara definitivamente de su vida a Agripina. A partir de entonces, Nerón no hizo más que aumentar su poder hasta convertirse en un auténtico megalómano y en el tirano por el que pasaría a la historia. El gobierno empezó a resentirse de sus cada vez más extravagantes decisiones, en especial conforme se deshacía de sus consejeros. Aunque la peor parte, por supuesto, se la llevó su madre, y de nuevo por un calentón: esta vez se enamoró de Popea Sabina, esposa del futuro emperador Marco Salvio Otón, y con la que quiso casarse. Como necesitaba el permiso de su madre, y sabía que ésta se opondría, ¿cuál fue la imaginativa solución que se le ocurrió? Habéis acertado: ordenó su asesinato, allá por el año 59. Aunque también se discute
Egeria y sus viajes
Hace unos pocos meses empecé un artículo diciéndoos que me encantan las novelas basadas en grandes viajes. ¿Os acordáis? Y luego os hablé de un viajero casi olvidado por la historia, Ibn Battuta, que había recorrido una distancia mayor incluso que Marco Polo. Pues bien, hoy os voy a hablar de otro personaje que tiene poco que envidiarle. De hecho, es una rareza incluso mayor, porque si ya es extraño que un hombre abandone cualquier comodidad para echarse a los caminos por el simple placer de descubrir el mundo, y más en épocas tan antiguas, mucho más lo es que lo hiciera una mujer. Os presento a Egeria, una viajera y escritora que, partiendo desde la Hispania romana, alcanzó lugares tan remotos como Siria y Mesopotamia. Quién era Egeria Como suele ocurrir cuando buceamos en épocas tan antiguas, y más tratándose de una mujer, existen pocos datos personales sobre Egeria. Hasta su nombre está sujeto a discusión, porque cada documento donde se la menciona utiliza un apelativo distinto: Aetheria, Etheria, Heteria… La forma Egeria es la que más se ha popularizado, aunque sólo la encontramos en una crónica del año 750, mucho después de los tiempos de la propia Egeria. En cuanto a sus raíces, no cabe discusión alguna de la tierra que la vio nacer: la Gallaecia, por aquel entonces provincia romana de Hispania. Poco más se puede concretar, aunque hay quienes hilan más fino y señalan El Bierzo, que en esos tiempos formaba parte de la Gallaecia interior. De hecho está más o menos constatado que inició su viaje desde esa región. Lo que está claro es que Egeria era de familia acomodada. Al igual que vimos con el caso de Ibn Battuta, un viaje como el que estaba a punto de emprender Egeria hubiese sido inviable para alguien de condición humilde. Algunos historiadores se atreven incluso a decir que era pariente de Aelia Flacila, la primera mujer de Teodosio el Grande. Desde luego eso explicaría que tuviera los medios para su odisea y que además dispusiera de una notable cultura, fruto de la educación que sólo la nobleza podía permitirse. Las condiciones del viaje de Egeria Egeria debió demostrar a muy temprana edad una curiosidad innata y difícil de contener, como todo gran viajero. Este afán de conocer nuevas tierras sería alimentado por el acceso a la cultura y los escritos de otros viajeros. Así que en cuanto tuvo la oportunidad, se echó a los caminos. Egeria partió en el año 381 y estuvo en constante movimiento durante tres años. ¿El final del camino? Tierra Santa, por supuesto. No podemos olvidar que Egeria era una persona con un gran fervor religioso. Pero no creáis que Egeria cogió el petate y se puso a viajar ella sola. Habría sido complicado que su familia le permitiera lanzarse a los caminos sin más. Aunque en sus escritos no deja detalles sobre la comitiva que la acompañó, se da por hecho que debió ir escoltada por una guardia personal. También hay que tener en cuenta que hablamos de una época de esplendor en las peregrinaciones, debido sobre todo al circuito de redes viarias del Imperio romano. La infraestructura de carreteras ofrecía rutas seguras, bien señalizadas, con frecuentes postas y posadas en las que pernoctar. Cada región por la que pasó Egeria contaba con guarniciones militares, algo que queda claro en su texto al mencionar cómo algunas patrullas de soldados la escoltaron en diversos tramos. El Itinerario de Egeria Egeria puedo sacar provecho de todas estas ventajas, así como de los privilegios que le otorgaba su condición de noble. Probablemente dispondría de algún salvoconducto, por el cuál las autoridades civiles y eclesiásticas la trataron con respeto. Todo esto se aprecia en la crónica que nos dejó para la posteridad, el Itinerario de Egeria. En formato epistolar, a través de cartas enviadas a sus amigas residentes en Gallaecia, cuenta las costumbres y particularidades de cada pueblo con el que se encontró. Comenta, por ejemplo, que allá por donde pasó todos la recibían de manera hospitalaria. Es una visión muy bucólica, así que los historiadores sospechan que Egeria prefirió guardarse las inevitables penalidades de cualquier viaje largo. ¿Pero qué lugares recorrió Egeria? Su itinerario empezó, como decíamos, en Gallaecia. De allí se fue directa hasta los Pirineos, donde tomó la Vía Domitia, la carretera más importante que unía Hispania con Italia. Cruzó la Galia Narbonense, recorriendo los Alpes como lo hiciera Aníbal siglos antes (aunque sin elefantes). Tras llegar a la costa oriental de la península itálica, embarcó hasta tierras de Macedonia, para luego seguir a pie hasta Constantinopla. Usando la ruta militar, recorrió la península de Anatolia hasta alcanzar Antioquía, y de ahí partiría hasta su destino final, Jerusalén. Pero Egeria no quedó del todo satisfecha. Se asentó una larga temporada en la ciudad santa, desde donde realizó varios viajes cortos. Debió pensar que ya que había llegado tan lejos, ¿por qué no aprovechar la ocasión y visitar lugares como Menfis, en Egipto? También recorrió diversos parajes bíblicos, como el río Jordán, el monte Sinaí o el lago Tiberíades. Al fin, en la Pascua del año 384, decidió emprender la vuelta siguiendo la ruta que la acercaba a Mesopotamia. Pero los persas, que ocupaban por entonces la parte oriental de Siria, le obligaron a buscar de nuevo la ruta hacia Constantinopla, la misma que había usado en su viaje de ida. Conclusiones El relato de Egeria se interrumpe justo en ese punto, en Constantinopla. A día de hoy no sabemos si esta gran viajera logró regresar a su hogar ni cómo lo hizo. Es posible que la cosa no acabara bien. En la actualidad, los viajes de Egeria pueden parecernos poca cosa, pero debemos tener en cuenta el contexto histórico en el que tuvo que moverse. A pesar de las ventajas que tuviera por su condición aristocrática, aquel viaje fue más que una aventura: fue un peligro real y constante. En cualquier caso, su crónica nos ofrece una invaluable información. A través
Los guerreros de terracota
¿Os acordáis del artículo de hace unas semanas sobre el pecio de Uluburun? En él os contaba la historia tras el yacimiento submarino del primer naufragio de la historia del que se tiene noticia, fechado en la Edad del Bronce. Entre otras cosas os comentaba que su descubrimiento fue fortuito. Os sorprendería saber cuántas veces una pieza clave de nuestro pasado ha sido hallada por mera casualidad: el pecio de Uluburun, nuestra Dama de Elche, o las pinturas rupestres de la cueva de Altamira. Hoy veremos otro ejemplo que, además, nos servirá para viajar a una tierra y una cultura histórica fascinante como muy pocas. Descubramos a los famosos guerreros de terracota de la Dinastía Qin. El descubrimiento de los guerreros de terracota Si conocéis cómo fue descubierta la Dama de Elche, esta historia os sonará muchísimo, aunque sea más reciente y tenga lugar en la otra punta del mundo: corría el año 1974, en la región china de Xi’an, y un agricultor estaba haciendo sus quehaceres diarios. En concreto, buscaba un pozo de agua para sus cultivos. Mientras excavaba, se encontró una gran fosa. Él todavía no lo sabía, pero acababa de encontrar el acceso a un complejo funerario que se extendía a lo largo de casi cien kilómetros cuadrados, conectado con el túmulo de un personaje del que hablaremos después: Qin Shi Huang, el primer emperador de China. Es por eso que el yacimiento se conoce como el Mausoleo de Qin Shi Huang. Como es lógico, el pobre agricultor no profundizó demasiado en su hallazgo, pero éste llegó a oídos de Zaho Kangmin, un arqueólogo que dio comienzo a una excavación en toda regla. Imaginad lo que debió sentir cuando, al acceder a la primera fosa (de las tres que forman el yacimiento), se encontró con un ejército de soldados enterrados. Más de seis mil guerreros en formación, que debían parecer leales guardias esperando que su emperador les diera una orden. Todos habéis visto las imágenes infinidad de veces (con las que además ilustro este artículo), así que seguro que entendéis el sobrecogimiento que debió sentir el arqueólogo. El señor de los guerreros de terracota: Qin Shi Huang ¿Pero quién fue el amo de estos guerreros de terracota? Qin Shi Huang (cuyo nombre original era Ying Zheng) está considerado como el caudillo que unificó China bajo un gobierno imperial, convirtiéndose por tanto en el primer emperador del nuevo país. Esto puede sonar muy bucólico, pero la realidad es que para conseguirlo tuvo que llevar a cabo una despiadada campaña en la que derrotó a los seis estados feudales que formaban la China del 260 a. C. Antes de consumar dicha unificación, Qin Shi Huang necesitó ascender al trono de su región, el Estado Qin, algo que no le llevó muchos años: a unos meses de cumplir los trece se convirtió en rey, aunque bajo la tutela de un regente. A los veintiún años dio un golpe para hacerse con todo el poder del estado. Pero no era suficiente. Qin tenía un objetivo en su mente: acabar con los estados feudales y unirlos a todos en un imperio, obviamente gobernado por su casa, la Dinastía Qin. Algo que logró tras innumerables batallas, allá por el 221 a.C. No fue un camino fácil, pues para cuando logró concluir su sueño, Qin tenía ya 38 años. Sólo entonces pudo proclamarse como el primer emperador de un Imperio chino en el que se abolió el feudalismo, pero donde se crearon treinta y seis provincias, se reunificó la escritura china, y se desarrolló una red de carreteras tan ambiciosa como necesaria para conectar un territorio tan vasto. Ah, lo olvidaba: Qin Shi Huang fue también el constructor de la Gran Muralla China. Bueno, más bien la ordenó, porque los que doblaron la espalda fueron los miles de lugareños forzados. Digamos que no fue un emperador muy querido. Los guerreros de terracota: soldados del más allá Sin embargo, nada es eterno. Qin Shi Huang murió en el 210 a.C. de una manera que podría dar para novela: fue envenenado involuntariamente por sus alquimistas, a los que había exigido que encontraran una pócima que le diera la inmortalidad. El brebaje, una mezcla de mercurio y jade, le causó la muerte como era de esperar. Lo bueno: que pudo estrenar el fastuoso Mausoleo de Qin Shi Huang, que había comenzado a construir al poco de subir al trono. Del mismo modo que la Gran Muralla, «reclutó» a 700.000 obreros que, entre el 246 y el 209 a.C., construyeron el complejo fúnebre. Incluso llegaron a usar mercurio para simular ríos y océanos, entre muchos otros lujos. Pero nada impacta más que los guerreros de terracota. Más de ocho mil soldados representados en piedra (algunos aún por desenterrar), dispuestos en formación de batalla para acompañar a su señor en su vida más allá del mundo terrenal. Las tres primeras líneas representan a los arqueros y ballesteros, y tras ellos otras treinta columnas de a cuatro. Es la infantería, entre la que también encontramos carros tirados por caballos. También quedaron inmortalizados los propios oficiales del ejército, así como personajes no militares, como bailarines, músicos o esculturas de aves diversas. Las figuras ya podéis verlas, son fabulosas (después de una buena restauración, por supuesto): cada uno de los guerreros de terracota mide en torno a 1,80 metros de altura, y el detallismo es extremo. Se aprecian los elementos característicos de las armaduras, las diferencias de rango de los uniformes, e incluso los rostros tienen rasgos únicos. Se cree que fueron construidos mediante moldes, aunque cada cabeza se pulió por separado para diferenciarlas. No sé a vosotros, pero a mí me parece un trabajo… de chinos. Conclusiones Los guerreros de terracota son un ejemplo perfecto de las maravillas que permanecen enterradas bajo nuestros pies sin que lo sepamos. Sería maravilloso que todas fueran descubiertas, pues nos ayudarían a comprender mejor un pasado del que podemos aprender mucho todavía. Por no hablar de las oportunidades de negocio que pueden reportar. ¡Pues
Álvar Fáñez, la Mano del Cid
Aunque el principal cometido de la novela histórica no es enseñar (para eso están las obras divulgativas y académicas), todos estaremos de acuerdo en que es una manera excelente de que los lectores sientan interés por el pasado. Este género literario nos acerca épocas y personajes fascinantes, pero no podemos olvidar que siempre va a existir un componente de ficción. Si escribimos una novela sobre Julio César, no será el Julio César real, será nuestro Julio César, la versión que el autor haga. Entre otras cosas porque no existen crónicas lo bastante detalladas que nos cuenten qué hacía o decía en cada instante de su vida. Así que por fuerza tendremos que ficcionar en algún momento. Hoy inicio una serie dedicada a mostraros las versiones reales de algunos de los personajes de mis novelas. Y empezaremos con La predicción del astrólogo y uno de esos secundarios que se ganaron mi corazoncito: Álvar Fáñez, el gran amigo y compañero del Cid. Álvar Fáñez, entre la historia y la leyenda Álvar Fáñez es un buen ejemplo de lo que os comentaba: las lagunas en torno a su vida son abundantes, tanto o más que las del propio Rodrigo Díaz de Vivar. Es inevitable que la leyenda del Cid Campeador lo oculte, teniendo en cuenta la conexión que comparten. La culpa de todo esto la tiene el Cantar del mio Cid, por supuesto. En esta obra maestra de la literatura medieval se nos muestra un personaje que, al igual que ocurre con el propio Cid, excede la vida real para cobrar visos casi mitológicos. No olvidemos que estamos ante un texto de carácter dramático que busca ensalzar a una figura y establecer algo así como un mito que se eleve por encima de la realidad. En cuanto a la construcción de una leyenda, el Cid vendría a ser como nuestro rey Arturo particular, y Álvar Fáez un Lancelot a la española. En el Cantar se menciona a Álvar Fáñez no menos de treinta veces, señalándolo como el compañero inseparable del Cid. Se refieren a él con diversas variaciones del nombre que hoy usamos, aludiendo al personaje además con un apodo, Minaya. No está muy claro lo que significa, aunque se suele decir que contiene elementos vascos y románicos, y que podría corresponder con «mi hermano». Se especula con que dicho apelativo lo recibió de la reina Urraca, que lo admiró profundamente. Álvar Fáñez, el personaje histórico Basarse pues en el Cantar del mio Cid es peligroso, porque no deja de ser, al fin y al cabo, lo mismo que una novela actual: una adaptación ficticia de la realidad. De hecho se contradice con ciertos documentos de la época al decir que Fáñez y el Cid eran primos hermanos (tal y como yo los plasmo en La predicción del astrólogo), pues según estos textos podría haber sido su sobrino. Como veis, su nacimiento y familia son bastante desconocidos (lo cual en realidad es genial para un novelista, porque nos ofrece más libertad para ficcionar). Los historiadores postulan que su padre pudo ser un tal Fan Fáñez que suscribió algunos documentos de Alfonso VI, lo cuál lo sitúa dentro de una familia de cierto abolengo. Algunos especialistas incluso se atreven a comentar que fue bisnieto del mismísimo rey Alfonso V de León. El caso es que Álvar Fáñez acabó empuñando las armas, como no podía ser de otro modo. La primera vez que combatió junto al Cid se cree que fue en un enfrentamiento contra el rey García de Galicia. La primera de muchas, claro, porque luego repitió enfrentándose al rey Alfonso de León, en una primera batalla junto al río Esla. Tras este combate, Álvar se fortificó en un poblado cercano a León, y allí resistió lo bastante para impedir el paso del ejército rival por el puente de Villarente. Vamos, la versión «moderna» de Leónidas y sus 300, salvando las distancias. La diferencia más importante, por supuesto, fue que no murió. Es más, el rey Sancho le entregó aquellas tierras que había defendido, que pasaron a llamarse Villafañe. Álvar Fáñez, el reconquistador Pero el rey Sancho, que pareciera que iba a ser su principal valedor además del Cid, murió en el sitio de Zamora de 1072. Sin herederos naturales, su hermano Alfonso se hizo con Castilla. Justo a partir de entonces, la historia de Álvar Fáñez empieza a aclararse, tras quedar vinculado al rey leonés Alfonso VI. Se convirtió primero en su tenente, luego en capitán, uno de los más prominentes, tal y como lo muestro en mi novela. El auge de su figura fue tal que entre los almorávides y los taifas se ganó fama de combatiente temible. Quizás si el Cid no hubiese existido, Álvar Fáñez habría tenido más relevancia. Quién sabe, es posible que acabase siendo el gran héroe legendario y protagonista de una obra fundamental de la literatura universal. Pero el Cid existió y se llevó todos los laureles. En cualquier caso, fueron compañeros casi inseparables, pues juntos realizaron infinidad de incursiones. Algunas no se sabe si son invenciones del Cantar, como la campaña del valle del Henares. Sería muy largo enumerar todos los conflictos en los que se vio involucrado, bien en solitario o bien junto al Cid. A modo de ejemplo, podríamos mencionar la reconquista de Medina del Campo, de la villa de Horche, de la mismísima Guadalajara amurallada. Aunque también sufrió algunas derrotas, como le ocurrió en Peñafiel o en la batalla de Zalaca. Conclusiones Para entonces, el destino compartido entre el Cid y Álvar Fáñez se había roto cuando el primero acabó enfrentado a Alfonso VI y fue desterrado (aunque luego se reconciliarían). Nuestro protagonista de hoy prefirió mantenerse fiel a la Corona, y bien que fue recompensado por ello. Además de la posesión de Villafañe, Álvar Fáñez fue señor de otros territorios, como Sotragero y Zorita de los Canes. Se casó con Mayor Pérez, la hija de Pedro Ansúrez (que también aparece en La predicción del astrólogo), quien era por entonces conde de
El Primer Triunvirato
Si algo nos ha enseñado la Historia es que al hombre no se le da muy bien compartir el poder. Cuando miramos al pasado no es muy habitual encontrarnos con sistemas de gobierno donde ese poder sea compartido por más de un gobernante. Lo normal es encontrarse con reyes, emperadores y caudillos en solitario. Hay excepciones, por supuesto, como los diarcas de Esparta, un sistema de doble rey. También lo vemos en Roma, en sus parejas de cónsules. Sin embargo, es precisamente en el mundo romano donde llegó a rizarse el rizo con un caso muy excepcional: una triple alianza de los hombres más poderosos de Roma. Sus nombres os sonarán mucho: Cneo Pompeyo, Marco Licinio Craso y, sobre todo, Julio César. Juntos controlaron el destino de Roma a través del Primer Triunvirato. El Primer Triunvirato, ¿un gobierno a tres bandas? Esto quiero dejarlo claro antes de que alguien malinterprete el artículo: no, el Primer Triunvirato no fue un gobierno oficial romano. En realidad se trató más bien de una alianza estratégica entre tres individuos que, por aquel entonces, aglutinaban la mayor parte del poder político de Roma. De los tres, y a pesar de lo que podamos pensar por ser el más famoso, Julio César era el que partía con desventaja, pues en ese momento era el que menos poder ostentaba. Por tanto fue al que mejor le vino todo aquello, ya que le sirvió para cobrar mayor trascendencia. A César ya lo conocemos de sobras. No hay gobernante de Roma del que se haya escrito más, y la prueba es la enorme cantidad de novelas sobre este personaje que se publican. ¿Pero quiénes eran los otros dos? Cneo Pompeyo Magno también es muy famoso. Pertenecía a la casa de los pompeos, con una larga tradición de gobernantes de diversa índole (su padre, Cneo Pompeyo Estrabón, también fue cónsul). A pesar de eso, el joven Cneo no lo tuvo fácil, y no empezó a destacar hasta la guerra civil del 83 a.C. Pero a partir de entonces su ascenso fue fulgurante, hasta que en el 70 a.C. se convirtió al fin en uno de los dos cónsules de Roma. Envidias Cargo que compartió con otro de nuestros protagonistas de hoy, Marco Licinio Craso. Se le considera uno de los hombres más ricos de su época y, por tanto, con una influencia enorme. Pero no caía bien a la gente, le faltaba carisma. Se hizo de oro gracias a su negocio como tratante de esclavos, por eso cuando Espartaco se rebeló durante la Tercera Guerra Servil puede decirse que se lo tomó casi como algo personal. Y también se entiende que no le hiciera gracia que, a pesar de ser él quien llevó el peso del conflicto, viniera luego Pompeyo, casi al final de la guerra, y se llevara el mérito por derrotar al último gran destacamento de rebeldes esclavos. La semilla de la discordia estaba plantada, pero a pesar de ello ambos gallos lograron soportarse en el mismo corral. Para ello entró en escena Cayo Julio César, en torno al 60 a.C., y propuso formar una alianza secreta para defender los intereses del trío (recordemos que para entonces Craso y Pompeyo ya no eran cónsules). Este «gobierno en las sombras» habría seguido oculto si el Senado romano no hubiese rechazado la ley agraria propuesta por César (convertido ya en cónsul gracias al dinero de Craso), momento en el que sus dos compañeros de intrigas consiguieron que se aprobara, dejando de paso al descubierto esa alianza. De este modo, el triunvirato maquinó para eliminar (de manera política) a sus enemigos, como Marco Tulio Cicerón o Catón el Joven, cuya influencia sobre el Senado fue minimizada. El declive del Primer Triunvirato La alianza siguió activa durante años, pero nada dura para siempre, y menos cuando hablamos en términos de poder político. La fama de César fue en ascenso, sobre todo tras la guerra de las Galias, durante la cual los otros dos triunviros se quedaron en Roma e hicieron y deshicieron a su antojo. Craso moriría en Asia Menor, en la batalla de Carrhae, lo que parece romper el débil equilibrio existente entre los tres. El carisma de César tras la victoria romana escaló a cotas preocupantes tanto para rivales como para aliados. El Senado empezó a ponerse muy nervioso, pero mucho, ante el temor de que César aprovechara su popularidad para acabar con la República y coronarse rey. Con el pueblo de su lado, así como un ejército que lo admiraba tras luchar a su lado, nadie se lo podría impedir. Así que el Senado acudió a Pompeyo para que interviniera. Hubieran podido optar por alguna confabulación, que de eso los romanos sabían mucho. Y si no que se lo cuenten a Nerón, que tuvo que sufrir la conjura de Pisón, tal y como narro en mi novela Muerte y cenizas. Pero optaron por otra solución: que el antiguo cónsul convenciera a César de regresar a Roma sin su ejército, con la idea de detenerlo y juzgarlo por unos delitos convenientemente esgrimidos por el Senado, como reclutar a más legiones de las permitidas sin la aprobación senatorial. Así que César se negó en banda y las relaciones con Pompeyo se fueron al garete. Fue el fin de lo poco que quedaba ya del Primer Triunvirato, pero aún habrían de vivir una amarga resaca en forma de una segunda guerra civil. De la alianza a la guerra Julio César tomó a su fiel XIII legión y cruzó el Rubicón (sí, de aquí viene esa expresión, que hoy utilizamos para decir que alguien emprende una tarea muy arriesgada). La guerra, que sentaría las bases de la conversión de Roma hacia el imperio, fue larga y muy dura para todos los bandos, pero César se llevaría la gloria al derrotar a Pompeyo en la batalla de Farsalia. Sin embargo, la muerte de Pompeyo llegaría de manos egipcias: incapaz de soportar el fracaso ante César, y obsesionado con formar otro ejército para seguir
Inventos de la Antigua Grecia
Hace unas semanas compartí con vosotros un artículo sobre los progresos científicos en tiempos de la ocupación musulmana de la península ibérica. Una de las cosas que más destaqué es que los sabios andalusíes tuvieron el acierto de tomar como referencia para sus propias investigaciones lo que otros ya habían hecho antes que ellos. El conocimiento heredado es fundamental dentro del mundo científico, imprescindible. ¿Imagináis lo que supondría que cada investigador tuviera que elaborar de cero todo el conocimiento que necesita para su especialidad? Sencillamente la ciencia no habría evolucionado hasta donde lo ha hecho. Esas bases que fundamentan la ciencia actual nacieron como concepto elaborado hace más de dos milenios, y dieron lugar a ingenios que hoy asumimos como lo más normal del mundo, o al menos sus conceptos primordiales. Hoy hablaremos de los inventos de la Antigua Grecia. La ciencia tras los inventos de la Antigua Grecia La curiosidad del ser humano por el funcionamiento del universo es lo que nos ha llevado a que, por ejemplo, ahora mismo puedas estar leyendo este artículo. Curiosidad que ha existido siempre y que nunca dejará de existir. Pero todo este interés no serviría de mucho sin una estrategia con la que enfrentarse a los enigmas y organizar los descubrimientos. Este sistema para abordar el conocimiento se llama método científico y es, de lejos, la mayor contribución que los sabios griegos le dieron al mundo. Es la base de nuestra ciencia actual, una manera de aproximarse a los fenómenos de la naturaleza a través del análisis, la comprobación empírica y la catalogación. El fin último de la ciencia, además del simple placer de entender el mundo, es mejorarlo para las personas. O sea, poner en práctica esos conocimientos en forma de sistemas o artilugios que nos ayuden en nuestras tareas. Como los conceptos que los griegos descubrieron son universales, es lógico que muchas de sus invenciones sean todavía tan válidas como entonces, aunque obviamente hayan sufrido modificaciones y mejoras. Vamos a ver algunos. Arquímedes, el gran inventor Aunque hoy en día tenemos otros métodos para medir las distancias, gracias a la tecnología GPS, nuestros automóviles todavía incorporan una tecnología que viene directamente de las cabecitas de los eruditos griegos. El primer cuentakilómetros fue ideado por Arquímedes de Siracusa, matemático, físico, astrónomo e ingeniero que inventó el odómetro (otra manera de llamar al cuentakilómetros). En su forma más simple lo podemos encontrar en esos dispositivos con una rueda que a veces llevan los topógrafos y los ingenieros de carreteras. Al contra las vueltas que da la rueda, se puede calcular la distancia recorrida. Lo mismo que en un coche. Pues bien, esto ya lo puso en práctica Arquímedes mediante una serie de engranajes (otro gran invento griego). Pero Arquímedes era un monstruo como científico y no se quedó sólo en el odómetro. No en vano fue uno de los matemáticos más grandes de la antigüedad y de toda la historia. No mencionaré aquí teorías como el principio de la flotabilidad y la famosa anécdota del «¡Eureka!», pero sí un invento basado en los conceptos que desarrolló, como el tornillo de Arquímedes (o tornillo sin fin, como se ha popularizado), base fundamental de cualquier máquina de extracción minera o de fluidos (aunque se sospecha que ya se usaban ingenios similares en Babilonia y Egipto). Por supuesto, en aquella época el tornillo sin fin era de tracción manual, lo que no era un problema en un mundo con abundante mano de obra esclava. La máquina de vapor, un invento griego Sí, los mecanismos accionados por la fuerza del vapor de agua también empezaron a desarrollarse en el mundo griego. Era imposible que los sabios helenos no advirtieran que la transformación de un líquido a estado gaseoso provocaba una fuerza que podía ser utilizada para impulsar mecanismos. Uno de ellos fue Herón de Alejandría, quien en el siglo I d.C. ideó un artilugio que en principio sólo fue un cacharro sin un uso concreto. Me refiero a la eolípila, una máquina con un depósito de aire en forma de esfera con dos salidas opuestas por donde surge el vapor. El depósito está conectado por conductos a otra cámara, llena de agua, que es calentada. Cuando el vapor se expande, sale por los orificios de la esfera, que la hacen girar. ¿Y para qué servía esto en esa época? En la práctica, para nada. Era una especie de entretenimiento para el vulgo. Pero gracias a ello Herón logró experimentar y describir un principio que tardaría muchos siglos en ser comprobado: la ley de acción y reacción que desarrolló Isaac Newton en 1867. De este modo, y aunque de manera muy arcaica, Herón se adelantó casi dos mil años a una teoría fundamental para la ciencia moderna. El robot de Philon Los faros, el astrolabio, la rueda hidráulica… Los inventos de la Antigua Grecia que han sobrevivido hasta nuestros días son numerosos. ¿Pero sabíais que también fueron los primeros en crear un robot? Bueno, el sirviente automático de Philon, ideado en el siglo III a.C., era más bien una simple estatua de bronce con dos depósitos, uno de agua y otro de vino, que mediante engranajes ocultos mezclaba ambos líquidos en una copa. Recordemos que en la antigüedad el vino rara vez se tomaba sin diluir con agua. El sirviente automático de Philon no tenía nada que ver con la robótica o la programación, sino con los fundamentos de la mecánica y la presión de fluidos. Aún así, se lo suele mencionar cuando hablamos de los orígenes de los robots. Más allá de la anécdota del robot de Philon, hay un montón de inventos que hoy son importantísimos para nuestra sociedad y que nacieron en la Antigua Grecia. Pero para finalizar nos vamos a quedar con uno que, aunque ya no usamos en su versión mecánica, hasta hace no muchos años todavía era común verlos en las mesitas de noche de nuestros dormitorios. Me refiero al despertador. Sí, también surgió en Grecia, hacia el 250 a.C.,
Ibn Firnás, el primer hombre en volar
Me encantan las historias de los grandes inventos de la humanidad, esos relatos en los que descubrimos el germen de lo que luego sería un avance revolucionario para todo el mundo. Y estaremos de acuerdo en que entre los avances más gloriosos del ser humano está la posibilidad de volar mediante vehículos capaces de hacerlo. Un sueño tan antiguo como nuestra especie, tan deseado que se ha incorporado a la mitología, como se puede apreciar gracias a leyendas como la del vuelo de Ícaro. A veces ocurre que los pioneros en realizar este tipo de proezas pasan desapercibidos, que es lo que le pasó al personaje del que vamos a hablar hoy. Se llamaba Abbás Ibn Firnás, y él fue el primer hombre en volar. Aunque sólo fuera durante diez segundos. ¿El primer hombre en volar? Algunos tal vez estéis pensando «¿Qué está diciendo Teo? ¡Si los inventores del primer vehículo volador fueron los hermanos Montgolfier!». Escrupulosamente hablando, eso es cierto (chupaos esa, hermanos Wright). Los historiadores sitúan el primer vuelo exitoso y estable el 21 de noviembre de 1783, cuando Pilâtre de Rozier y el marqués d’Arlandes hicieron el primer vuelo tripulado por humanos sobre Paris, a bordo del gran invento de los hermanos Montgolfier: el globo aerostático. Y, en efecto, fue un exitazo total (a pesar de que no se podía controlar), hasta el punto de que tanto los aeronautas como los inventores del vehículo fueron aclamados como héroes. Y no es para menos, pues habían hecho posible uno de los grandes sueños del ser humano. Sin embargo, ni de Rozier ni d’Arlandes fueron en realidad los primeros seres humanos en volar. Mucho antes que ellos existió un Ícaro de carne y hueso que logró lo que Leonardo da Vinci tanto deseó pero jamás consiguió: volar. Nuestro gran inventor, Abbás Ibn Firnás, se adelantó al florentino en unos cuántos siglos en eso de estar obsesionado con emular a los pájaros. Por lo visto, las grandes mentes piensan de la misma forma, aunque los separen muchas generaciones. ¿Pero quién era Abbás Ibn Firnás? Ibn Firnás, un adelantado a da Vinci Abu I-Qasim Abbas Ibn Firnás tenía un montón de similitudes con da Vinci. Científico multidisciplinar nacido en Ronda, fue más allá de la ciencia empírica y destacó como filósofo y poeta. Sus virtudes con la poesía le permitieron introducirse en la corte de Abderramán II, el cuarto emir omeya de Córdoba, allá por el siglo IX. También sus habilidades como astrólogo (¿De qué me suena esto? ¡Ah, sí, de mi novela La predicción del astrólogo!). Pero las ideas de Ibn Firnás eran demasiado ambiciosas para quedarse sólo en el ámbito del pensamiento, así que también destacó en en su aplicación en el mundo real. Tanto el emir como los distintos nobles andalusíes estaban fascinados por su inventiva, y cada vez que presentaba algún ingenio nuevo era como un acontecimiento social. Entre los grandes ingenios de Ibn Firnás estaba el Al-Maqata-Maqata, un reloj de agua, y también una esfera armilar que mostraba el movimiento de los astros. Es cierto que todos estos artefactos ya habían sido creados con anterioridad, sobre todo en la Antigua Grecia, pero recordad lo que os dije en el artículo sobre la ciencia de al-Ándalus: el gran éxito de los científicos andalusíes fue tomar el conocimiento antiguo como base para sus descubrimientos. Y en eso Ibn Firnás resultó un alumno aventajado, pues por ejemplo fue el primero en utilizar las tablas atronómicas de Sinhind, de origen indio, que serían fundamentales para el avance científico en la Europa posterior. Pero todo esto no era suficiente, pues Ibn Firnás tenía una obsesión, la misma que ha llenado la mente de multitud de científicos del pasado: ser el primer hombre en volar. Y estaba a punto de cumplirlo. Ibn Firnás, el primer hombre en volar Hay que decir que el primer intento no salió muy bien. O sí, porque teniendo en cuenta lo que hizo, yo consideraría un éxito haber salido vivo. En cualquier caso, la base era buena y produjo un hito histórico (aunque dudo que en aquel momento se viera así): Ibn Firnás, repleto de confianza (y de mucha temeridad), no se le ocurrió otra cosa que subirse a lo alto de la torre de la mezquita de Córdoba… con una enorme lona. El resto podéis imaginarlo: se lanzó desde la cúspide con la tela atada, que se hinchó y le permitió planear una corta distancia mientras se mantenía en el aire durante unos segundos. Los suficientes para estrellarse contra unos árboles. Lo milagroso fue que sólo sufrió unas pocas heridas leves. Y lo significativo para la posteridad, que había inventado el primer paracaídas. Eso ocurrió en el 852. El bueno de Ibn Firnás tuvo suficiente con aquella experiencia, porque no volvió a intentar nada semejante… por el momento. Pues unos veinte años después, cuando contaba ya con edad para jubilarse (65 años), le volvió a dar la perra con el tema de volar. Esta vez fabricó unas alas de madera recubiertas de tela y plumas de diversas aves. Sí, lo estáis leyendo bien: emuló a Dédalo, el del mito griego. Aunque como podéis comprobar por la imagen inferior, más bien se trataba de un ala delta rudimentaria. Os puedo asegurar que tras el nuevo intento se le quitaron todas las ganas para siempre, ya que el aterrizaje le fracturó las dos piernas. Aún así, el vuelo ha sido considerado por los historiadores como exitoso (claro, ellos no se rompieron las piernas), pues Ibn Firnás logró permanecer en el aire, de manera estable, más de diez segundos. Así que sí, en efecto, fue el primer hombre en volar. Conclusiones Es normal que algunos estéis pensando ahora mismo que menuda chufa de vuelo. Que diez segundos flotando en el aire no es para tanto. Pero debéis tener en cuenta el contexto y las condiciones en las que estos inventores de la antigüedad trabajaban. La tecnología todavía estaba muy lejos del gran salto que daría con la llegada
La ciencia en al-Ándalus
Cuando hablamos de la ciencia en la antigüedad lo primero en lo que pensamos es en los sabios de la Grecia clásica, como Arquímedes, Pitágoras o Hipócrates. Y hay motivos para ello, pues la base de todo nuestro saber científico actual empezó a asentarse gracias a estos nombres helenos. Sin embargo, hubo otra época histórica en que la ciencia tuvo una presencia vital para la sociedad. Una ciencia que además brilló con especial fuerza en las tierras que ahora pisamos, tal y como yo mismo muestro en mi novela La predicción del astrólogo. Me refiero, por supuesto, a la ciencia en al-Ándalus. Las bases de la ciencia en al-Ándalus El movimiento científico árabe se asentó firme, sí. Y luego progresó con tanta fuerza por un motivo fundamental: no desechó todo lo que otros científicos habían descubierto antes. Esa es la medida de la auténtica sabiduría, aprovechar el conocimiento legado por quienes nos precedieron. Y, partiendo de él, ir un paso más allá. Los científicos árabes aprendieron de la cultura griega y romana, pero también supieron tomar los fundamentos nacidos en las enigmáticas regiones de Asia (especialmente China). Las teorías de unos y otros les valieron como base para sus propias investigaciones. Esta es la grandeza de la búsqueda de conocimiento: no entiende de nacionalidades ni de diferenciaciones artificiales. Tenemos el prejuicio de creer que la cultura árabe se cierra a todo pensamiento crítico, pero entre los siglos VIII y XV los sabios andalusíes se mostraban encantados de colaborar con distintas comunidades en un afán único y compartido de búsqueda de la verdad. Gracias a esta pasión por conocer los mecanismos del mundo y aplicar lo descubierto para mejorar la vida de la gente, la ciencia árabe se desarrolló hasta extremos que hoy nos siguen sorprendiendo. De hecho, al-Ándalus fue la puerta de acceso del conocimiento científico en una Europa sumida en el oscurantismo de las primeras épocas de la Edad Media. Ál-Ándalus, el centro mundial de la ciencia De este modo, el gran centro productor de conocimiento de la época fue al-Ándalus, en la península ibérica. Este florecimiento empezó en Córdoba, ni más ni menos, desde donde se extendió por el resto de territorios de las taifas. Da fe de esto que la ciudad cordobesa llegó a contar con más de setenta bibliotecas. ¡Setenta! La más famosa, por cierto, fue la de al-Hakam II, que contenía, y lo voy a escribir en cifras porque impacta más… ¡400.000 manuscritos! Allí había de todo: desde obras científicas de recién elaboración a traducciones de clásicos griegos. Porque todo saber era importante. Es más, fueron precisamente los libros los que ayudaron a que el saber andalusí se extendiera con tanta rapidez. Cuando en el resto de Europa todavía escribían en soportes tan poco eficientes como el cuero de los pergaminos, en al-Ándalus ya utilizaban uno mucho más manejable: el papel. Llegado de tierras asiáticas, junto con la tinta tal y como la conocemos hoy en día, permitió que el libro andalusí fuera mucho menos costoso de producir, lo que consiguió algo maravilloso: que los libros no fueran un objeto de lujo, que todo el mundo pudiera acceder al conocimiento allí plasmado. Una victoria de la que hoy en día nos aprovechamos todavía. Las materias más relevantes de la ciencia de al-Ándalus Las disciplinas científicas que más se desarrollaron dentro de la ciencia de al-Ándalus fueron la medicina y la astronomía, que en aquel momento estaba unida a la astrología. Si habéis leído La predicción del astrólogo ya sabéis de lo que os hablo, pues mi personaje Hasan es precisamente astrólogo. Es bueno apuntar que dentro de esta categoría también tendríamos otras que hoy en día se clasifican en sus propios grupos, como la geometría, la topografía y la trigonometría. Pero lo más importante es que todo este conocimiento no se quedó sólo en la parte teórica, sino que tuvo aplicación práctica. Se perfeccionaron fabulosos instrumentos como los ecuatorios o los famosísimos astrolabios, con los que se podía determinar la posición y altura de las estrellas sobre el cielo. No os podéis ni imaginar lo útil que fue aquello para los navegantes de la época. La medicina árabe también sufrió un avance espectacular. Algunos de los médicos más destacados fueron Averroes, En-Nadr o Abulcasis, que elaboró una extensa enciclopedia médica, el Kita al-Tasrif. Tenía un apartado sobre cirugía que fue de gran ayuda para el tratamiento de muchos males, gracias también a la elaboración de un nuevo instrumental, como el cauterio. La oftalmología nació del saber andalusí. Estos eruditos estuvieron relacionados con Córdoba, y no se limitaron a su especialidad, pues también coquetearon con asiduidad con otras materias como filosofía, matemáticas y astronomía. Aquellos científicos desarrollaron la ingeniería, por ejemplo con magníficos sistemas hidráulicos, algunos que hasta no hace mucho tiempo todavía podíamos verlos al pasear por el campo, como las norias. ¿Las acequias que aún se usan en ciertos lugares? Pues sí, aunque ya se conocían sistemas similares en Egipto y Mesopotamía, y rondaban también por ahí los acueductos romanos. Pero su aplicación masiva para el riego de huertos fue idea de los ingenieros árabes, así como su perfeccionamiento. Los resultados de la ciencia de al-Ándalus Con sinceridad, creo que no somos conscientes del impacto que tuvo para la Humanidad toda esa revolución científica que hubo en al-Ándalus en esos siglos. Como ya he comentado, en mi opinión lo que más tenemos que agradecerles es la casi universalización del conocimiento. Gracias a ellos, el saber pudo llegar al pueblo llano, hasta el punto de que el mayor grado de alfabetización en una sociedad antigua se dio durante la presencia andalusí en la península ibérica. El legado de sabiduría que nos han dejado forma la base de gran parte de lo que disfrutamos en nuestro día a día, sin que siquiera lo apreciemos.