¿Os apetece un nuevo artículo sobre la Grecia Antigua? Qué pregunta más estúpida. ¿A quién no? El problema es que de la Grecia anterior a Cristo nos lo han contado todo un montón de veces. Así que he pensado que quizás podríamos ir un poco más atrás en el tiempo, hasta sus inicios. Para hacerlo, no hay mejor manera que enfocarnos en uno de los elementos clave que los historiadores utilizan para formar sus teorías: el idioma, y en concreto su manifestación física, la escritura. Así que, aprovechando que hoy es el Día Internacional de la Lengua Griega, vamos a tratar de buscar el origen del griego antiguo a través de su primer sistema de escritura conocido, el lineal B. Rastreando el griego antiguo En tiempos helénicos, la mayoría de griegos hablaban una variedad de la lengua griega conocida como koiné, que significa «habla común». Su época de máximo esplendor se dio más o menos en los tiempos de Alejandro Magno. Pero para entonces las regiones de Grecia llevaban ya muchos siglos de evolución social y cultural, por lo que ese koiné, como suele ocurrir en todos los idiomas, era el producto de un lento cambio y de multitud de apropiaciones de otros pueblos, algunos de las cuáles no tenían nada que ver con los griegos. Si hacéis memoria, ya hablamos de las apropiaciones de la Grecia Clásica (y de tantos otros pueblos), y la lengua es sin duda el aspecto cultural más importante. ¿Pero cuál fue el origen de ese griego antiguo? En primer lugar cabe decir que, en realidad, no hay un nacimiento como tal cuando hablamos de idiomas. Al igual que no se puede decir que un pueblo concreto apareció de la nada, tampoco las lenguas surgen por generación espontánea. Por eso la lingüística histórica es una herramienta tan fabulosa para trazar el pasado de cualquier pueblo, porque nos lleva de uno a otro. Aunque para eso necesitamos pruebas físicas de los idiomas, y ahí es donde entra en juego el lineal B. El descubrimiento del lineal B Suele decirse que la era dorada de la arqueología comenzó en el siglo XIX cuando, en 1870, Heinrich Schliemann descubrió las ruinas de Troya. Fue la primera vez que se constató la veracidad de un mito griego, pero no sería la última. De nuevo Schliemann convirtió en históricos dos emplazamientos míticos como Micenas y Tirinto. Aunque faltaba un lugar por descubrir: el legendario laberinto del rey Minos, morada del Minotauro. Tarea que llevó a cabo el británico Arthur Evans, quien tenía entre ceja y ceja descubrir el origen del griego antiguo. Teorizaba con que debía existir algún tipo de sistema de escritura, pues no muy lejos se encontraban los famosos jeroglíficos egipcios. El mismo Evans ya había encontrado indicios en diversos sellos con inscripciones, catalogados como fenicios, pero que él sospechaba que eran mucho más antiguos. Tal era su convicción que Evans renunció a su puesto como conservador del Museo Ashmolean (en Oxford) y viajó a Creta, el centro de los mitos de la Grecia antigua. Solo tres meses después de que comenzara el siglo XX, Evans inició las excavaciones en el actual yacimiento de Cnosos. Apenas unos días después encontraron los primeros restos de lo que hoy sabemos que fue el palacio principal de una civilización que el propio Evans bautizó como «minoica», en honor al mítico rey Minos. Un palacio de dos hectáreas de extensión y un montón de salas que comunicaban entre sí, por lo cual hoy en día nadie duda de que dicha construcción es lo que dio lugar al mito del Laberinto del Minotauro. Un hallazgo fabuloso que no habría desmerecido de haber quedado en eso. Pero había más, algo que otorgaba vida a aquella civilización minoica. Por un lado estaban los maravillosos frescos pintados en algunas paredes, que mostraban escenas de la vida de los cretenses de la época. Y por otro, una gran cantidad de tablillas de barro con inscripciones (más de tres mil). Estábamos, pues, ante una escritura antigua. Sin embargo, Evans y los historiadores posteriores advirtieron que había dos sistemas de escritura distintos, que bautizaron como lineal A y lineal B. El primero sigue siendo un enigma indescifrable, pero aún así queda claro que está relacionado directamente con el lineal B, ya que comparten 64 silabogramas. El lineal B y el griego antiguo La clave para conectar el lineal B con el griego antiguo fue el hallazgo en otros yacimientos de la Grecia continental de tablillas con el mismo sistema de escritura. Esto orientó a los expertos, que descubrieron que los signos del lineal B tenían similitudes con otros dialectos del griego antiguo. Y así, de la noche a la mañana (bueno, en realidad fue un trabajo muy complejo y largo), la civilización minoica quedó conectada con la micénica, y ésta a su vez con los griegos helénicos, descendientes de los micénicos (llamados aqueos por Homero). Esta conexión no podría ser más lógica, ya que cuando los aqueos «conquistaron» la Creta minoica, tomaron prestados muchos elementos culturales, como la arquitectura, el arte y, como hemos visto, la escritura. Como suele ocurrir, por fortuna para todos, los aqueos expandieron lo que tomaron de los minoicos allá por donde fueron. Es por eso que se encontraron tablillas de lineal B en lugares como Micenas o Pilos. Eso sí, no penséis que estas tablillas contenían grandes epopeyas ni nada de eso. No las utilizaban para esas cosas, sino para dejar por escrito simples textos de carácter comercial y administrativo, como la cantidad de grano que llegaba al palacio de turno. Aburrido, sí, pero vital para que los historiadores comprendieran cómo era la vida de aquellas comunidades. Conclusión Cabe destacar, para evitar confusiones, que el lineal B no era en realidad un idioma, sino un sistema de escritura. O dicho de otra manera: la manera en que los aqueos representaban gráficamente su idioma, y que aprendieron al hacer suya la Cnosos minoica. La lengua madre que dio lugar al griego antiguo es el
La batalla de Qadesh
¿Os apasiona el Antiguo Egipto? ¡Pues claro que sí! ¿A quién no? Es una cultura fascinante, una de las tres sociedades históricas más famosas, junto con romanos y griegos. Nos ha dado monumentos sobrecogedores como las pirámides o la Gran Esfinge, y personajes atractivos como Cleopatra o el faraón más famoso de la historia, Tutankamón. Pero es además el imperio más longevo, pues se prolongó durante más de 3500 años. Cuando Egipto nació, Grecia todavía ni existía como tal, y a Roma le quedaban miles de años para aparecer. En este blog no hemos hablado mucho de Egipto (salvo para mencionar por encima la labor de sus escribas en este artículo), así que es hora de cambiar esta dinámica. Y para empezar lo haremos con un conflicto épico que los historiadores han catalogado como el último gran acontecimiento militar de la Edad del Bronce: la batalla de Qadesh. Antecedentes de la batalla de Qadesh Viajamos al 1274 a. C., aproximadamente. El mundo está a punto de enfrentarse a un cambio radical de paradigma. La civilización, focalizada al este del Mediterráneo, está dividida por diversos pueblos que mantienen un equilibrio muy endeble: al oeste, los aqueos micénicos, herederos de la cultura minoica (y que con el tiempo derivarían en los helenos de la Grecia Clásica); al sur estaba el incombustible Imperio egipcio, que mantenía su auge como si fuera imperturbable a todo (y de hecho sería la única gran civilización de la época que sobreviviría casi indemne); y al este teníamos a los pueblos de Anatolia, entre los que destacaban los hititas de Muwatali II por encima de todos. Los hititas eran gente tan belicosa que se habían extendido por gran parte de la península anatólica. El mar y los aqueos impedían que pudiera seguir expandiéndose hacia el oeste, así que sólo les quedó una dirección que seguir: hacia el sur. En esa dirección se encontraba una región clave, un punto de encuentro y por tanto de importancia económica fundamental, Siria. Imaginaos el puerto de Ugarit, su ciudad más importante, como una especie de Constantinopla de la época antigua. Era posiblemente el enclave más importante de aquellos tiempos, con permiso de Troya. Pero claro, ocupar ese territorio acercaría mucho a los hititas al Nilo. Y eso era algo que a los egipcios no les hacía mucha gracia. Los egipcios de Ramses II El Imperio hitita se hizo finalmente con la mayor parte de Siria, incluidas algunas regiones aliadas de los egipcios, como el reino de Amurru, que hacían de colchón de defensa. Aún así, el faraón Akenatón debía estar perezoso esos días, porque no movió un dedo por recuperarlas. Quizás prefirió no romper el tratado de amistad que ambos reinos tenían suscrito desde tiempos inmemoriales. Hasta que, años después, Seti I, segundo faraón de la dinastía XIX, lanzó una campaña para recuperar las antiguas urbes aliadas, entre las que estaba la que daría nombre a la batalla de la que hoy hablamos: Qadesh. El problema vino después. Como suele ocurrir cuando una potencia toma el control de una región distante a su territorio natural (que se lo pregunten al Imperio español o el romano), lo más probable es que con el tiempo se desentienda. Los egipcios debieron pasar un poco de Qadesh y los hititas recuperaron la ciudad. Al menos hasta que llegó al poder de Egipto el otro gran faraón egipcio: Ramses II. En su quinto año de reinado (de sesenta y seis en los que se mantuvo en el trono), el faraón inició una expedición que partió de su capital, Pi-Ramsés (en el delta oriental del Nilo), y avanzó por la costa de Gaza con la intención de recuperar (y esta vez anexionarse de manera definitiva) tanto Qadesh como Amurru. La guerra estaba a punto de estallar. La batalla de Qadesh El choque entre egipcios e hititas merece estar en los anales de la historia tanto como otras batallas como la de Cannas, Maratón o Gaugamela. Por su envergadura, pero también por lo diferente que fue a lo que estamos acostumbrados. Los números hablan por sí mismos: dieciocho mil soldados de infantería y dos mil carros de guerra por parte de Ramses II; treinta y siete mil hombres a pie y otros dos mil quinientos carros hititas. ¿Os imagináis lo que debió ser aquello? Reíros vosotros de la escena de la carrera de carros de Ben-hur, porque esto lo superaría con creces. Aquello fue una auténtica batalla de carros épica. ¿Pero cómo se desarrolló la contienda? Resumiendo mucho, Ramses II llegó a las cercanías de Qadesh confiado en que las fuerzas hititas todavía estaban lejos. Cual fue su sorpresa cuando descubrió de la peor manera que Muwatali II en realidad estaba agazapado detrás de Qadesh. Los hititas cayeron sobre los egipcios como un alud, destrozando una de las escuadras de Ramses II, hasta casi llegar al faraón. El varapalo podría haber sido fatal, pero el egipcio logró reaccionar y posicionar sus tropas para entablar una batalla de estas que dan ganas de escribir una novela. El vencedor de la batalla de Qadesh La conclusión de la batalla fue un poco anticlimática, porque ambas fuerzas se quedaron estancadas debido a las numerosas bajas. Esto es más habitual de lo que creemos: combates tan salvajes e igualados que ninguno de los bandos enfrentados puede dar como una victoria. Así que cada uno cogió a sus supervivientes (y a sus muertos), y regresaron por donde habían llegado. Tras unos años, firmaron la paz gracias al Tratado de Qadesh, el primer texto histórico que documenta un acuerdo de cese de hostilidades. Por supuesto, el empate no vende bien, así que Ramses II se jactó de haber vencido la batalla de Qadesh, y mandó conmemorar su «triunfo» en las paredes de diversos templos y en papiros como el Poema de Pentaur. Lo bueno de esto es que, gracias a la chulería de Ramses II, la batalla de Qadash es el primer gran enfrentamiento militar descrito en cuanto a estrategias militares (tanto que es
Joan Prim, un personaje de novela
Hay pocas cosas más satisfactorias en la vida que ser partícipe de que otra persona logre su gran sueño. Y yo he tenido la inmensa suerte de vivirlo en varias ocasiones como profesor de narrativa gracias a mis alumnos, que han logrado el fabuloso logro de publicar sus novelas tras pasar por el curso PEN. Autoras como Concha Álvarez, Regina Román o Nieves Álvarez han publicado con grandes editoriales, pero no son las únicas. En breve, sobre marzo, será otro de mis alumnos el que se estrena, y además en la editorial más prestigiosa de novela histórica, Edhasa: Bosco Cortés está a punto de sacar Conspiración. ¡Matad al presidente! Una novela que además trabajamos mano a mano en el tercer ciclo del Método PEN. Es una historia extraordinaria que os hará alucinar. ¡Y no es porque sea su profesor! Lo comprobaréis vosotros mismos. Y una excusa tan maravillosa como esta me da pie a hablar de la época y el suceso en el que se ambienta la novela de Bosco. Se trata de un personaje fascinante de la historia contemporánea de España: el general Prim. ¡Apasionante! La España del siglo XIX Para entender la relevancia del asesinato del general Prim, antes hay que comprender cuál era el contexto en el que vivió. Pues Joan Prim i Prats nació en Reus justo después de que los franceses abandonaran España, en 1814. La guerra de la Independencia había terminado, el tratado de Valençay fue firmado y Fernando VII, el Deseado, aceptado por Napoleón como rey de una España ya independiente de nuevo. Un respiro para los Prim i Prats, pues el padre de Joan había sido capitán de la legión catalana. Sin embargo, la vida de Prim hijo no iba a ser un camino asfaltado. Al cumplir los 19 años ingresó también en el ejército para enfrentarse a los carlistas en un conflicto que, como no podía ser de otra manera, fue conocido como la Primera Guerra Carlista. Al igual que su padre, Joan Prim tomó partido por Isabel II y su madre, la reina regente María Cristina de Borbón, frente a los partidarios del infante Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII y tío de Isabel II, nombrada heredera por su padre Fernando. Menudo drama, ¿verdad? Joan Prim, soldado La vida militar de Prim no comenzó muy bien, pues su padre murió de cólera poco después del inicio del conflicto. A partir de ahí, la carrera de Prim fue un ascenso meteórico, aunque no sin esfuerzo. Hay que tener en cuenta que Joan tuvo que empezar desde lo más bajo a pesar de la influencia de su padre. Estuvo en primera línea de batalla, donde se ganó fama de ser un joven intrépido, hasta el punto de que a los pocos meses fue ascendido a oficial. Joan Prim se convirtió a partir de entonces en un líder al que los hombres bajo su mando no dudaban en seguir. Aquí es donde habría que buscar el auténtico germen del político que sería después. Cualquier otro se habría escudado en su rango para quedarse en la retaguardia, pero Prim no era de esos. En 1838, siendo capitán, participó en la toma de San Miguel de Serradell. ¿Sabéis quién capturó la bandera del batallón carlista? Sí, en efecto, el mismísimo Joan Prim. Y luego asaltó Solsona, en Lleida, cuyo fuerte escaló para poder abrir las puertas personalmente, lo que le valió ser nombrado comandante. Para entonces ya se había convertido en un héroe. Al finalizar el conflicto, tras participar en treinta y cinco misiones, fue condecorado y ascendido a coronel. Tenía sólo 26 años. Joan Prim, político La guerra carlista terminó con la victoria de Isabel II, pero como esta era una niña todavía, el trono siguió ocupándolo la regente María Cristina de Borbón (sí, la de la canción, aunque lo de «María Cristina me quiere gobernar» tiene doble mensaje). Ahora bien, hizo falta una sublevación (el motín de la Granja de San Ildefonso, en 1836), para que la gobernanta aceptara promulgar de nuevo la Constitución de 1812. Esto hizo posible que se convocaran elecciones para el 1841, para las cuáles los liberales se dividieron en moderados y progresistas. Joan Prim se unió a estos últimos por la provincia de Tarragona, y dada su bien ganada fama consiguió el escaño sin muchas dificultades. Los problemas vendrían después, ya que esto de la política tiene más peligro que soltarte en una trinchera (no parece que haya cambiado mucho, ¿verdad?). A algunos catalanes no les hacía mucha gracia la afiliación militar de Prim, sobre todo cuando fue nombrado gobernador de Barcelona y se vio obligado a reprimir algunas revueltas con mano dura. Prim estuvo implicado en los acontecimientos más importantes de un imperio que se desmembraba poco a poco. De hecho, fue él quien por un momento hizo soñar que se podía volver a tiempos gloriosos, cuando Marruecos atacó Ceuta y Melilla, en 1859. Junto con una compañía de voluntarios catalanes bajo su mando, Prim consiguió una victoria aplastante, lo que lo encumbró a lo más alto: fue nombrado marqués de los Castillejos y, por tanto, un Grande de España. Joan Prim, jefe de gobierno En ese instante, Prim lo tenía todo: poder político y además una popularidad enorme. ¡Hasta llegó a entrevistarse con Abraham Lincoln, durante la guerra de Secesión! Entonces llegó 1868 y el intento de cambiar a Isabel II por su cuñado, Antonio de Orleans. Eran los días de la Revolución de 1868, la Gloriosa, en la que se obligó a la reina isabelina a exiliarse. Prim optó por enfrentarse a la que en otra época tanto defendió, con lo que consiguió una nueva victoria. En honor de multitudes, su partido ganó las siguientes elecciones, convirtiéndose así en el jefe de gobierno. A partir de aquí, no voy a contaros nada más. Pues estaríamos entrando ya en el terreno que aborda mi querido Bosco en su novela, que gira en torno a la investigación sobre el atentado contra Prim. Pero os puedo
Uluburun, el naufragio más antiguo conocido
Es inevitable: cuando hablamos de naufragios la primera cosa que nos viene a la mente es el Titanic. Como mucho, algunas personas pensarán en otros episodios históricos, como la debacle de algunos de los barcos de la Armada de Felipe II en las costas irlandesas (de los que hablamos en el artículo sobre los black irish) o el también conocido destino del H.M.S Erebus y el H.M.S. Terror, en el siglo XIX (y que ha sido inspiración de novelas y series de televisión). El Bismarck o el Lusitania serían otros candidatos a naufragios famosos. ¿Pero sabéis cuál es el primer naufragio del que se ha tenido constancia a nivel arqueológico? Se le conoce como el pecio de Uluburun, y nos hará viajar atrás en el tiempo, muy atrás, hasta la Edad del Bronce. El descubrimiento del pecio de Uluburun Érase una vez Mehmet Çakir, un pescador que buceaba en busca de esponjas de mar en el cabo de Uluburun, situado en la costa sur de Turquía. Por ahí andaba, bajo las aguas, cuando de pronto se encontró con unos objetos rarísimos que no había visto nunca antes. Eran metálicos, de cobre más concretamente, y según su propia descripción parecían «galletas con orejas». Este hallazgo llamó la atención en 1982 de Çemal Pulak, un arqueólogo submarino del Instituto de Arqueología Náutica de la Universidad de Texas. ¿Por qué? Muy sencillo: las piezas halladas por el pescador tenían la misma forma que los lingotes que se confeccionaban en la Edad del Bronce, a las que por entonces se conocía como «piel de buey». Ni corto ni perezoso, nuestro Indiana Jones marino decidió acercarse a la zona y comenzar unas campañas de prospección subacuáticas en la zona donde Mehmet había encontrado los lingotes. La búsqueda no fue fácil, dado que tuvieron que descender cada vez más hasta alcanzar los sesenta metros de profundidad, lo cuál limitaba mucho la autonomía de las bombonas de oxígeno. Pero al fin saltó la liebre. Localizaron el pecio de un barco hundido, tal y como sospechaban, y las primeras impresiones sobre el terreno, confirmadas por la datación posterior, señalaban a que, en efecto, se había hundido en el siglo XIV a.C. Hace más de tres mil años. El barco de Uluburun Estas dataciones nos remontan a una época que todavía se considera parte de la prehistoria. Eran los tiempos de esplendor de los micénicos, que dominaban el comercio por todo el Mediterráneo oriental. ¿Y quiénes eran los micénicos? En la Ilíada se los llama aqueos, y no son ni más ni menos que el pueblo que con el tiempo derivaría en la Grecia clásica que todos conocemos. Es la misma sociedad que, tras el declive de los minoicos (debido a la catastrófica erupción del volcán de Santorini), ocuparon Creta y se apropiaron de la cultura de los palacios cretenses. Es por eso que existen tantas similitudes entre ambas culturas: los micénicos tomaron todo lo que les gustó de los minoicos y lo aprovecharon, dando continuidad a dicha cultura. El nombre de «micénicos» ya podéis imaginar de dónde proviene: de su principal ciudad, la épica Micenas. Ahora bien, ¿era el barco de Uluburun de manufactura micénica? Eso es algo que los investigadores no han logrado descubrir. Se teoriza con que su origen era cananeo, así como la mayor parte de la tripulación, aunque también podía haber presencia micénica, dado que en el pecio se encontró una tablilla plegable en Lineal B, la escritura de los micénicos, así como productos de elaboración aquea. La resurrección del Uluburun Lo que sí está claro es cómo era el barco y las técnicas que se utilizaron para construirlo. El Uluburun tenía unos quince metros de eslora, y el cascarón exterior se construyó en primer lugar, para luego se reforzado con tablas de cedro transversales. Existen datos que nos permiten confirmar que esta técnica se utilizó precisamente en aquella época por parte de los cananeos, de ahí las sospechas de los arqueólogos. Por supuesto tenía un mástil y una vela, así como remos, y la capacidad de carga era de unas veinte toneladas. De hecho, se ha recuperado buena parte de lo que transportaba: más de trescientos lingotes de cobre, otros cuarenta de estaño, vidrio, marfil, oro y enormes pithoi, lo cual hace indicar que quizás se tratase de algún tipo de tributo de carácter diplomático. La cantidad de datos recogidos fue de tal envergadura que en 2006 un grupo de expertos realizaron una réplica lo más exacta posible, utilizando los mismos métodos de construcción. Fue un éxito a medias: terminaron el Uluburun II y lograron hacerse a la mar con él (como podemos ver en este vídeo), pero por desgracia el barco no soportó el ajetreo y acabó hundiéndose. Esto nos da una medida muy acertada de la impresionante capacidad de los antiguos constructores de estos barcos. Ellos, hace más de tres mil años, fueron capaces de lograr algo que nosotros hoy en día hemos sido incapaces de conseguir. Bueno, al menos la primera vez, porque tras el primer fiasco vino el Uluburun III, que funcionó mejor. Conclusiones Quizás no lo parezca, pero la importancia del pecio de Uluburun es enorme. Reafirma que ya en tiempos tan antiguos como la Edad del Bronce existía un comercio de largo alcance, que implicaba a culturas muy distintas entre sí, como lo eran los micénicos y los cananeos. Los pueblos del Mediterráneo no vivían aislados unos de otros, sino que los contactos eran frecuentes e imprescindibles para la evolución de las sociedades. Estos acercamientos entre micénicos, egipcios, cananeos y otras gentes explicaría la permeabilidad cultural que llevaría a que los aqueos, primero, y luego sus sucesores, los helenos, asimilaran y transformaran mitos y leyendas anteriores de otros pueblos, como ya vimos en el artículo ¿Heracles fue un personaje histórico? Y también, por supuesto, a que su propia cultura se expandiera, entregándonos siglos de saber y avances tan importantes como el pensamiento científico.
El Muro de Adriano
¿Qué tal el cambio de año, lectores? ¿Lo inauguramos con un nuevo artículo? En mis clases de narrativa tengo a muchos alumnos tan enamorados de la literatura fantástica como yo mismo. Al hablar del worldbuilding de sus mundos imaginarios, muchos de ellos se sorprenden cuando les recomiendo que se fijen en nuestro propio pasado como inspiración. Al fin y al cabo, los grandes autores también lo hicieron en su momento. ¿Recordáis el Muro, esa gigantesca barrera de hielo que aparece en las novelas de Canción de Hielo y Fuego? Pues el propio autor declaró que el concepto de este escenario está ambientado en el paraje que hoy vamos a hablar: el Muro de Adriano. Por cierto, ya que hablamos de mis cursos, os recuerdo brevemente que ya tenemos fecha de inicio para la Semana del Autor Novel de este 2024: empezaremos a partir del 29 de enero, y estaremos hablando de todo lo relacionado con la carrera de escritor hasta el 2 de febrero. ¡Ya no queda nada! Así que date prisa, porque ya he empezado a recibir muchas solicitudes y las plazas son limitadas. Apúntate, COMPLETAMENTE GRATIS, desde el siguiente enlace: https://teopalacios.com/semana-del-autor-novel/ El muro, protección contra los salvajes Las similitudes entre el Muro de hielo y el de Adriano son más conceptuales que en cuanto a aspecto físico. Pero vamos a empezar por el principio: ¿Qué es el Muro de Adriano? Nos estamos refiriendo a una construcción defensiva de origen romano, levantada en las tierras britanas que por aquel entonces el Imperio gobernaba. Su extensión llegó a ser considerable, de más de cien kilómetros, y cortaba en dos la isla, de este a oeste: desde el río Tyne, casi en la costa del mar del Norte, hasta el fiordo de Solway, que justo da al extremo opuesto, el mar de Irlanda. De este modo, la isla quedaba dividida en norte y sur: las tierras que estaban por debajo del muro eran territorio romano, civilizado, mientras que lo que quedaba al norte estaba habitado por salvajes. Ya sabéis cómo eran los romanos o los griegos: si no formabas parte de su cultura eras un bárbaro. Los pueblos más allá del muro entraban en esa categoría. Eran comunidades de pictos, en su mayoría, y a la larga se extenderían por toda la isla. Pero no adelantemos acontecimientos. El origen del Muro de Adriano ¿Os suena la historia? Un muro para defender el reino de las hordas de pueblos salvajes. Es justo el cometido del Muro de George R.R. Martin. Por supuesto, el de Adriano no era de hielo ni se alzaba tan alto, ya que en los tramos de mayor altura apenas alcanzaba seis metros, pero su utilidad era la misma: proteger las tierras del Imperio romano, en el lugar más alejado de Roma. Para ello no bastaba sólo con el muro, ya que también excavaron fosos a un lado y otro, junto con fuertes de muralla y bermas. De hecho, veinte años después se reforzó con una segunda línea más al norte, el Muro de Antonino. La historia del Muro de Adriano empezó con el ascenso al trono del emperador Adriano, en el 117. Año en el que además se produjeron fuertes conflictos en la Britania romana. Como decía, la amenaza de los pictos en el norte era constante, aunque en realidad no se temía una invasión de éstos, dada su desorganización. El problema residía más bien en las frecuentes incursiones, en los pillajes de que eran víctimas los colonos romanos, entre los que había nobles familias llegadas de Roma. Se cree que ese fue el motivo principal del levantamiento. Otras teorías apuntan también a la posibilidad de que el Muro de Adriano no fuera más que una obra faraónica por parte del emperador para dejar constancia del poderío romano. Algo que de paso también amedrentaría a esos salvajes, impresionados ante una construcción tan colosal. La construcción del Muro de Adriano Cabe destacar que la construcción del Muro de Adriano empezó en el 122, pero se prolongó durante más de seis años. El trazado se inició desde el tramo oriental, y lo realizaron los propios legionarios que luego ocuparían la muralla. Hay diversas inscripciones en los tramos, dependiendo de qué legión fue la que lo construyó, como la VI Victrix, la XX Valeria, o II Augusta, veterana que participó en la invasión de Britania al mando del emperador Claudio. La cosa iba así: cada legión excavaba los cimientos del tramo en el que estaban, levantando las torretas y los fuertes y, cuando terminaban, el resto de legiones seguían avanzando y los constructores permanecían como guarnición. Hasta ochenta castillos fueron levantados para las tropas defensivas. Cada uno de estos baluartes debía albergar unos cuarenta hombres, lo cual si echamos cuentas sería una cantidad de soldados impresionante… y muy caros de mantener. Además, se incorporarían entre medias diversas torretas de observación, que también contendrían algunos hombres. Todas estas edificaciones, e incluso tramos enteros de la muralla, fueron reconstruidas en varias ocasiones. El declive del Muro de Adriano Ya lo he apuntado antes: el Muro de Adriano estaba muy lejos de Roma, demasiado, y por tanto era evidente que tarde o temprano sería una de las víctimas del colapso del Imperio romano. Britania estaba escasamente poblada por auténticos romanos, en comparación con la propia Roma o Hispania. ¿Quién en su sano juicio querría iniciar una nueva vida en un lugar tan alejado, con pueblos salvajes a dos zancadas de su granja? Era imposible que con una población tan pequeña se pudiera nutrir a las fortalezas de la necesaria guarnición de soldados. En total se cree que habrían hecho falta entre mil y mil quinientos efectivos. Por no hablar de los suministros necesarios, del armamento, de la caballería para patrullar. Todo esto hizo que cuando se construyó el Muro de Antonino, más al norte todavía, el de Adriano fuera casi abandonado. Pero Antonino no pudo conquistar a las tribus de pictos, así que con Marco Aurelio en el poder se tuvo que retroceder de
Ibn Battuta, el gran viajero
Me encantan las novelas protagonizadas por grandes viajeros, en las que se narran espectaculares travesías donde el personaje principal descubre nuevas culturas y vive mil aventuras. Tienen un encanto especial, como si a través de estas historias pudiéramos hacer lo que nuestro día a día no nos permite: conocer lugares lejanos. Y el protagonista del artículo de hoy bien que merecería una novela centrada en sus viajes, porque anda que no recorrió mundo. ¿A quién me refiero? Quizás no os suene mucho, pero este viajero incansable pasó treinta años de su vida recorriendo a pie, a lomos de un camello o sobre un barco, todo el mundo conocido en la Edad Media. Tanto es así que recorrió una distancia mayor que el mismísimo Marco Polo. Os presento a Muhámmad Ibn Battuta, el gran viajero. El ansia viajera de Ibn Battuta Vamos a reconocer que Ibn Battuta no tuvo que salvar grandes penalidades para poder cumplir sus sueños viajeros. Nació en el seno de una familia honorable de cadíes, un tipo de magistratura islámica, así que jamás tuvo que lidiar con ningún apuro que lo atara. Vino al mundo allá por el 1304, durante la época de la dinastía Meriní. Dada las características de su familia, los Banu Battuta, tuvo acceso a una educación esmerada, que le descubrió su primera gran pasión, la lectura. Y ya sabéis lo que pasa cuando uno es un lector voraz: la mente despierta y se abre a nuevas realidades. Ibn Battuta no permaneció mucho tiempo en su Tánger natal, como podéis imaginar. Su afición por los libros de temática geográfica causó tal convulsión en el joven que sintió la imperiosa necesidad de conocer por sí mismo ese mundo que le presentaban los libros. De este modo, apenas cumplidos los veintiún años, decidió dejar su hogar y echarse a los caminos. No volvería a Tanger hasta veinticuatro años después. El primer viaje: La Meca No podía ser de otro modo. ¿Cuál debe ser el primer destino de todo musulmán? El hajj, o como nosotros la conocemos, la peregrinación a La Meca. Ya sabéis que se trata de una de las obligaciones del islam. Es aquí cuando empieza la Rihla, la crónica escrita que Ibn Battuta realizó de sus viajes, una obra de enorme trascendencia ya que le permitió legarnos un montón de testimonios y descripciones de los parajes que recorría. Fijaos si es importante lo que dejó escrito que hoy en día se utiliza como fuente fundamental para el estudio del mundo islámico en la Edad Media. Para llegar a La Meca partió el 13 de junio de 1325 y recorrió la costa norte de África, hasta alcanzar Egipto. Debió ser un tramo duro, quizás debido a su inexperiencia, porque apenas dejó detalles escritos de esta etapa. Hasta que alcanzó Alejandría y se embarcó por El Nilo hacia la ciudad de Aydab. Pero como no puedo llegar a Arabia por la ruta del Mar Rojo, tuvo que regresar a El Cairo. Damasco y Alepo fueron sus siguientes paradas, antes de alcanzar al fin La Meca en 1326. Ibn Battuta en China Durante los siguientes seis años, Ibn Battuta recorrió en profundidad toda Arabia, visitando lugares como Irak, Kurdistán, para regresar de nuevo a La Meca, donde ejerció de teólogo. Por supuesto el ansia viajera siempre sale a flote, pero esta vez Ibn Battuta quería traspasar todas las fronteras y descubrir nuevas culturas. Su nuevo viaje habría de llegar más allá de lo imaginable: Egipto, Siria, la península de Anatolia, Crimea, Constantinopla… En algunos de esos lugares contactó por primera vez con la cultura occidental cristiana, pero sólo fueron paradas menores ante lo que le esperaba: cruzó el río Volga y, en 1333, pisó el valle del Indo, y luego Delhi, donde estuvo nueve años como parte del servicio del sultán Muhammad Ibn Tughluq. Ibn Battuta podría haberse quedado allí hasta el final de sus días, pues se ganó un puesto de honor en la corte del sultán hindú, pero tenía tantas ganas de volver a los caminos que logró que el sultán le nombrara embajador de su reino, con un destino susurrado por el propio Ibn Battuta: el Extremo Oriente. Un terrible huracán le obligó a hacer escala en las islas Maldivas, para luego llegar hasta Sri Lanka. En sus crónicas asegura que escaló la montaña donde se dice que Adán dejó las huellas de sus pisadas. Hubo momentos donde Ibn Battuta lo pasó bastante mal, como cuando fue atracado por unos piratas en el Índico. Pero logró superar todo inconveniente, ya fuera de carácter humano o las malas condiciones climáticas, para alcanzar al fin la costa china. Recorrió miles de kilómetros antes de llegar a Pekín. A estas alturas ya habréis comprendido que Ibn Battuta era de culo inquieto, y una prueba más es que no permaneció en la capital china ni un mes. De nuevo se lanzó a la exploración, hasta el punto de que dejó una crónica muy detallista sobre las costumbres de una civilización que para él era tan extraña como si estuviera viendo a unos alienígenas. ¿Os imagináis lo que debió sentir al ver la Gran Muralla China? Conclusiones Pero en 1347 China estaba sumida en un período bastante agitado, así que decidió regresar a su hogar. Si es que un viajero que ha pasado más de veinte años dando vueltas por el mundo puede tener un hogar. Se asentó en Tánger durante unos años, pero no muchos: poco después tomaría la dirección opuesta y se dirigiría hacia occidente, a nuestra al-Andalus, en aquel momento sumida en conflicto con Alfonso XI de Castilla. Aunque cuando llegó el rey castellano ya había muerto por la peste negra, así que no tuvo mayores problemas para recorrer la península. Marbella, Ronda, una Málaga de la que escribió auténticas maravillas… Y por supuesto, Granada. Ya veis que podríamos escribir un libro hablando de todos los lugares que Ibn Battuta recorrió. Os prometo que he resumido mucho y me he dejado
La conjura de los cuñados
¡Ay, los cuñados! Qué especímenes tan curiosos. Los hay que son un amor, por supuesto, y otros que nos sacan de quicio cada vez que coincidimos en la cena de Navidad. Pues bien, os puedo asegurar que por pesados que sean vuestros cuñados, la relación que tenéis con ellos jamás se acercará a la que tuvieron nuestros dos protagonistas de hoy. Fijaos si la cosa llegó a estar tensa entre los dos que desembocó en una guerra civil. ¿Os apetece saber cómo acabó esta conjura de los cuñados? ¡Pues vamos allá! Constantino, despreciado por su propio padre Esta conjura de los cuñados os va a parecer que empieza bien, con dos tipos bien avenidos, los vencedores finales de un conflicto terrible que había tenido sumido a todo el Imperio romano en el caos. Las guerras civiles de la Tetrarquía duraron varias décadas, y en su primera fase llegaron a coexistir hasta seis emperadores al mismo tiempo. Una absoluta locura, que ya os podéis imaginar por qué derroteros se desarrollaba: traiciones en cada esquina. Era un problema sistémico debido a un sistema político, la tetrarquía, con más oscuros que claros. Diocleciano lo creó en el 293 para tratar de apaciguar los disturbios fruto un siglo III que había sido bastante problemático para el Imperio. El mundo romano había cambiado mucho con respecto a lo que os conté en mi novela Muerte y cenizas. Y entre esos cambios estaba el sistema político. La tetrarquía consistía en tener dos emperadores mayores o augustos, uno en Oriente y otro en Occidente, y otros dos copríncipes menores, o césares. Los primeros en dar vida a este sistema fueron Diocleciano y Maximiano, como augustos; y Galerio y Constancio I como césares. Tras lograr encauzar de nuevo el Imperio, los dos augustos decidieron abdicar en favor de sus príncipes, lo cuál tenía sentido. Ahora bien, los dos nuevos augustos no nombraron como sus césares a los que todo el mundo esperaba, o sea, a sus hijos (Constantino y Majencio), sino a Valerio Severo y Maximino Daya. Ya os podéis imaginar la poca gracia que les hizo a los respectivos vástagos. Constantino y Licinio, coemperadores Y entonces va y se muere Constancio en el 306. A partir de ese momento, la estabilidad de la tetrarquía se hizo añicos por completo. Constantino fue nombrado augusto por el ejército aprovechando la ausencia de Severo, aunque luego Galerio lo rebajó a césar, ascendiendo a Severo a augusto. Pero del pobre Majencio no se acordó nadie, así que éste, enfurruñado, dijo que por ahí no pasaba y se proclamó emperador de Roma. Lo cuál llevó a una primera fase de estas guerras civiles de la Tetrarquía donde, entre otras cosas, Majencio se enfrentó a su propio padre, Maximiano, y donde Severo fue asesinado en el 307. Galerio murió en el 311, justo después de que fuera nombrado como nuevo augusto de Occidente un tal Licinio, uno de nuestros cuñados protagonistas. Licinio vio con preocupación la campaña de Majencio, así que decidió aliarse con Constantino, que ansiaba ser el otro coemperador. Constantino se las arregló para derrotar a Majencio en la batalla del Puente Milvio, quien murió ahogado en el río Tíber, lo cual le abrió las puertas al trono de Occidente. A partir de entonces, el nuevo rival fue Maximino Daya, que veía esta alianza de los todavía no cuñados como una amenaza, y quiso arreglarlo convirtiéndose en el emperador único. Pero Constantino y Licinio demostraron ser una gran dupla y consiguieron derrotarlo de manera definitiva, convirtiéndose en emperadores de Occidente (en el caso de Constantino) y de Oriente (por parte de Licinio). Constantino y Licinio, cuñados a la gresca La situación pareció volverse bucólica de repente, pero pronto veremos que era un mero espejismo hacia la conjura de los cuñados a punto de estallar. En marzo del 313, Licinio se casó con Flavia Julia Constancia, la medio hermana de Constantino. El bodorrio, por cierto, se llevó a cabo en Mediolanum, actual Milán. Justo en la misma época en que se proclamaba el Edicto de Milán, que establecía la libertad de religión, por la que se cerraba la persecución de cualquier credo no oficial, como el cristianismo. Aunque en aquel momento no se sabía, aquel sería el primer paso para que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial, casi setenta años después. Pero esto es Roma, y en el mundo romano no existe la calma. Y vaya si fue así, porque ahora viene lo bueno: apenas unos meses después de convertirse en familia política, a Constantino no se le ocurrió nada mejor que darle el rango de césar a un tal Basiano. ¿Y quién era este señor? No os lo vais a creer: ¡Otro cuñado de Constantino! Concretamente, el esposo de su otra hermana, Anastasia. Lo nombró césar sin el consentimiento de Licinio, y además le dio como dominio las tierras que había entre ambas partes del imperio, para que fuera una especie de barrera por si a Licinio se le cruzaban los cables y se rebelaba contra él. La conjura de los cuñados Lo que Constantino no esperaba es que Licinio fuera tan artero y espabilado como finalmente fue. Porque en cuanto vio el percal que se estaba organizando, no dudó en encontrarse con Basiano y empezar a comerle la oreja. Le dijo que debía ir con cuidado, que mejor no confiar demasiado en un hombre, Constantino, con cierta afición a darle la espalda a sus familiares políticos. Y bueno, no le vamos a quitar razón, pues Constantino, además de traicionar al propio Licinio, ya había hecho lo mismo con otro cuñado, Majencio, y con su suegro, Maximiano. Tanto le dio la brasa que al final lo convenció de que lo mejor era cargarse a Constantino y aquí paz y allí gloria. Por supuesto, el intento tenía que hacerlo Basiano, Licinio no pensaba ensuciarse las manos. Basiano, que parece que estaba un poco en las nubes, aceptó hacerse cargo del asesinato. Pero Constantino descubrió sus
La historia de los bancos
Como resulta obvio, en nuestro día a día ni siquiera nos planteamos el origen de todo aquello que nos rodea. Como por ejemplo, de dónde provienen los servicios habituales de los que disfrutamos en la actualidad. Pero ya sabéis que en este blog tenemos debilidad por la Historia. Y hoy vamos a aprovechar que es el Día Internacional de los Bancos para asomarnos a los orígenes de estas entidades, tan criticadas hoy en día, pero tan importantes en la evolución de nuestra sociedad. Bancos que no guardaban moneda ¿Qué es el dinero, al fin y al cabo? En el fondo, poco más que un objeto con el valor suficiente para ser intercambiado por un bien o servicio deseado. Así que, cuando el ser humano todavía no había inventado las monedas como pieza para realizar transacciones, cualquier cosa podía ser susceptible de utilizarse como pago. El trueque es el sistema monetario más básico y antiguo, y así está atestiguado desde la prehistoria. Pero los intercambios económicos entre personas empezaron a cobrar otra dimensión conforme la civilización avanzaba. Y el primer gran punto de inflexión lo encontramos en una ciudad que ya conocemos en este blog: la Uruk mesopotámica de nuestro viejo conocido Gilgamesh. Está constatado que una de las prácticas de los comerciantes sumerios era hacer de prestamistas a los agricultores que llevaban su mercancía a la ciudad. Ahora bien, ¿dónde podían guardar de manera segura esos productos dejados en custodia? Pues en el único lugar donde nadie se atrevía a robar, un lugar inviolable y protegido por los guardianes más temibles de todos: los templos. ¿Quién iba a atreverse a enfadar a las coléricas divinidades que protegían los santuarios sumerios? A nadie se le ocurriría, no fuera que a Utu, el dios del sol y la justicia, se le cruzaran los cables y lanzara alguna plaga o les arrebatara la lluvia, que tampoco es que les sobrara. Recordemos que lo que para nosotros sólo es mitología para los antiguos seres humanos eran una realidad absoluta, y por tanto el miedo a molestar a dichas deidades estaba presente en todo lo que hacían. Nadie en su sano juicio tentaría a la suerte por robar un puñado de grano o incluso un poco de cobre o plata. Los bancos griegos Las cosas empezaron a cambiar un poco durante la Antigua Grecia. Las primeras monedas acuñadas aparecen en la región de Anatolia, en Lidia (actual Turquía), en torno al siglo VII a.C. Los persas extendieron este sistema hasta tierra de los griegos, que de inmediato entendieron las posibilidades que aquello brindaba y lo adoptaron sin dudarlo. Atenas acuñó su primer dracma, de plata fina, apenas unos años después, y el uso masivo que empezó a hacerse consiguió que se expandiera por cualquier región conocida, incluso territorios considerados «bárbaros». Incluso aquí, en la península ibérica, diversos pueblos íberos acuñaron moneda propia en muchas cecas, como en Sagunto, Saití o Emporion. De esta manera, el comercio con los comerciantes griegos se facilitaba. La consolidación de la moneda llevó también a una edad dorada de los servicios «bancarios» (aunque todavía no podamos hablar de bancos propiamente dichos). Aparecieron los «trapezitas», unos individuos que proporcionaban diversos servicios a través de lo que podríamos considerar «bancos privados»: eran cambistas, prestamistas, y te permitían empeñar tus objetos de valor o te los guardaban, entre ellos el dinero, claro. A pesar de todo, las grandes riquezas (en manos de unos pocos, no lo olvidemos) seguían guardándose en templos de Asclepio que había en casi todas las polis, y que custodiaban unos centinelas muy particulares, los neócoros. Llegan los bancos modernos Durante la época romana este sistema se mantuvo más o menos inalterado, aunque los banqueros privados fueron ganándole la partida a las instituciones religiosas. En Italia, a partir del siglo XIII, fue donde más auge tuvieron, ya que allí proliferaron un montón de empresas comerciales en torno al movimiento de bienes económicos, en especial en Génova. Muchos de estos conatos de bancos tuvieron a clientes muy ilustres: funcionarios, gobernadores, aristócratas de toda condición, reyes o incluso el mismísimo Papa. Las actividades bancarias en la Edad Media cobraron una importancia tal que podría recordarnos a nuestro presente. Y todo se articulaba desde Italia, que era algo así como el centro neurálgico bancario del mundo civilizado. ¿En qué otro sitio podía aparecer lo que se considera el primer banco moderno de la Historia? Fue en el momento de mayor esplendor del Renacimiento, en la Siena del siglo XV, perteneciente a uno de los núcleos financieros más potentes de todo el mundo: la República de Florencia. Y allí nació ese primer banco… que todavía está en funcionamiento. El Monte dei Paschi di Siena El Monte dei Paschi di Siena surgió en 1472 como una entidad benéfica para ayudar a los más damnificados por los estragos de la plaga, lo que por aquel entonces se conocía como un «monte de piedad» o «montepíos». La institución fue creada por el propio gobierno de la República de Siena (anexionada luego por la de Florencia). Al principio se conoció sólo como Monte de Piedad, y su labor inicial de ayuda bancaria se extendió también hasta los pobres en general. Con el tiempo acabó asumiendo funciones recaudadoras, hasta que en 1624 el duque Fernando II de Médici lo reformó, avalando los depósitos del Monte de Piedad con sus propias tierras ducales. Regiones extensas de pastoreo, llamadas «paschi», termino que dio nuevo nombre al banco: Monte dei Paschi di Siena. Y desde entonces, hasta ahora. El Monte dei Paschi di Siena, aunque ahora bajo el control del Estado italiano, sigue operando en la actualidad. Algunos dicen que no es el más antiguo en realidad, y que ese honor lo tiene el Berenberg Bank de Hamburo, que aunque fue creado en 1590, ciento veinte años después que el italiano, nunca ha cambiado de dueños. De hecho, sigue siendo propiedad de la misma familia.
Grace O’Malley, la reina pirata
«Grace O’Malley viene sobre el mar, Guerreros armados junto con ella como su guardia, Son gaélicos, no invasores británicos ni españoles… ¡Y derrotarán a los extranjeros!» Las estrofas con las que abro este artículo forman parte de una canción tradicional irlandesa llamada Óró sé do bheatha abhaile, que traducido al español sería algo así como «Oh, bienvenido a casa». Una canción perfecta para presentaros a nuestra protagonista de hoy. Preparaos, porque la cosa no sólo va de piratas. Con todos vosotros, Grace O’Malley, la reina pirata de Irlanda. El origen de Grace O’Malley La historia de Grace O’Malley tiene todos los elementos que me fascinan. Por un lado es una historia de piratas, que como ya os he comentado alguna vez son de mis preferidas. Por otro, tenemos un personaje cautivador, una mujer fuerte, capaz de vencer los costumbrismos de una época donde los hombres tenían todo el poder, y ponerse a la par que ellos. A la par incluso que la mismísima reina de Inglaterra. Grace O’Malley vino al mundo en realidad como Gráinne Ní Mháille, aunque su nombre fue anglicanizado para la posteridad. Su padre era Eoghan Dubhdara O’Malley, jefe del clan de los O’Malley, que dominaban gran parte del condado de Mayo, al noroeste de Irlanda. Su fortaleza, el castillo de Granuaile (la imagen de abajo), estaba situada en la isla de Clare, gracias al cual los O’Malley supieron sacar tajada de la bahía de Clew mediante una práctica no muy común en la isla gaélica: el cobro de impuestos a cualquiera que quisiera pescar en sus territorios. Y eso incluía a los ingleses, lo cual le traería más de un quebradero de cabeza a nuestra protagonista. La indómita Grace O’Malley Como hija única, Grace O’Malley tuvo una educación esmerada. Se involucró desde muy temprana edad en los negocios de su padre, lo que le hizo viajar fuera de Irlanda en diversas ocasiones. Se dice que siendo apenas una niña, Grace le imploró a su padre que la llevara consigo a un viaje con destino a España. Nada raro, pues los tratos comerciales entre Irlanda y nuestro país eran habituales, como os comenté en el artículo sobre los black irish. Pero su padre creía que Grace era demasiado joven, y además mujer, así que le contó un cuento chino para disuadirla: no podía ir en el barco porque su cabello largo se enredaría con las sogas. Dicho y hecho: Grace se rapó la melena y Eoghan no tuvo más remedio que llevarla. Lo cual le valió el apodo de «Gráinne la Calva». El futuro de la pequeña Grace O’Malley no era muy halagüeño. A pesar de su condición de hija única, las leyes irlandesas no contemplaban la posibilidad de que una mujer pudiera ser jefe de un clan. Así que a los dieciséis años tuvo que tomar como marido a Dónal an-Chogaidh O’Flaherty. Cuando Dónal murió en combate, tras darle a Grace tres hijos, regresó a las tierras de los O’Mháille, pero no lo hizo sola, pues se llevó a un montón de súbditos de los O’Flaherty. Volvió a casarse en 1566 con un tal Richard Burke, que dominaba el negocio de las herrerías en Burrishoole. El matrimonio duró menos incluso que el anterior, pues al año, amparada en las leyes irlandesas, Grace le dio tal patada a Burke que lo sacó de su castillo, el cuál se quedó en propiedad. Este comportamiento contribuyó a que Grace O’Malley se ganara la fama de promiscua, cuando en realidad no contravino ninguna ley gaélica. Grace O’Malley, pirata, soldado y reina Cuando su primer marido murió, logró defender uno de sus castillos, el actual Hen’s Castle (lo podéis ver justo en la imagen de arriba): primero de un clan rival, y luego de los mismísimos ingleses. Cuenta la leyenda que Grace subió a lo más alto de la fortaleza y, tras derretir ella misma un caldero de plomo, lo vertió sobre los invasores. Para entonces se había impuesto como señora de los O’Malley. A pesar de que oficialmente no podía serlo, ningún hombre de su clan osó disputarle el mando. Se lo ganó con sangre, sudor y lágrimas, ya que estuvo presa en varias ocasiones e incluso perdió a uno de sus hijos, Owen. Antes de eso Grace O’Malley ya era temida por todos los barcos que navegaban cerca de su territorio y no se avenían a pagar el impuesto instaurado por su familia. Dio orden a sus navíos de que detuvieran y abordaran a todo bajío mercante que avistaran, con la intención de exigirles una buena cantidad de dinero o parte de las mercancías que transportaban. Los relatos de la época incluso aseguran que la misma Grace participó en varios de esos abordajes. A cambio de dicho impuesto, Grace se comprometía a facilitar un paso seguro hasta Galway, puerto de referencia del noroeste de Irlanda. ¿Que se negaban? Pues tocaba pasar a cuchillo y llevarse el barco entero. Horrible, qué duda cabe. ¿Qué esperabais? Eran piratas. Juego de reinas Su relación con Inglaterra no distaba mucho de lo habitual en otros clanes irlandeses. En 1560 trató de ganarse el favor del Lord Diputado de Irlanda ofreciéndole una buena partida de soldados, y además no le hizo ascos a atacar a otros clanes. Sin embargo, unos años después se comprometió junto con otros clanes para oponerse a las aspiraciones de conquista de Inglaterra. Esto llevó a que el gobernador inglés de Connaught, sir Richard Bingham, matara a su hijo Owen. Grace no se dejó amedrentar y enarboló a sus tropas contra Bingham, ahora ya su enemigo jurado, aunque acabó siendo capturada y condenada a muerte, destino del que escapó tras comprometerse a retirarse de su vida de pirata. Pero Bingham siguió acosando a Grace O’Malley, e incluso en 1593 capturó a otro de sus hijos, Theobold. Ante semejante situación, Grace no dudó en tomar las de Londres para encontrarse con la mismísima Isabel I, a quien pidió la libertad de su hijo y la retirada de Bingham. Se dice
Libro Guinness de los récords, su historia
Existen dos libros cuya fama está por encima de cualquier otro, que no importa cuántos años pasen, siempre serán los más conocidos (con permiso de nuestro amado Quijote). Uno de ellos es, por supuesto, la Biblia. Y el otro es aquel de cuya historia vamos a hablar hoy. Nació de una insulsa conversación y ha llegado a trascender incluso su concepción como libro físico. De hecho, él mismo ha batido récords absolutos, lo cuál no deja de tener su gracia. Estoy hablando, como no, del famosísimo Libro Guinness de los récords. Cómo nació el Libro Guinness de los récords Sí, ya lo sé, no estamos hablando de un libro de carácter literario, pero no deja de ser un ejemplo de cómo un libro puede llegar a traspasar su naturaleza original hasta convertirse en un fenómeno de la cultura popular. Las anécdotas en torno al Libro Guiness de los récords darían para un ensayo, que empezaría sin lugar a dudas relatando que estamos ante la colección de libros bajo derechos de autor más vendida de la Historia. Más que El Señor de los Anillos, más que 50 sombras de Grey, más que Canción de Hielo y Fuego… O sea que tenemos un libro de récords que es en sí mismo un récord. ¿Pero cómo nació una obra que todos hemos visto en algún momento de nuestras vidas? Bueno, el apellido que aparece en su título ya nos da una pista muy potente de que debemos viajar a Irlanda. En concreto, a Dublín, sede de la también mundialmente famosa Guinness Brewery, la empresa que elabora la cerveza del mismo nombre. Era 1951 y el director ejecutivo de la cervecería, el británico Sir Hugh Beaver, había salido de caza junto a unos amiguetes. La mañana no debía ir muy bien, por lo visto, ya que mientras esperaban poder dar algún escopetazo se pusieron a hablar de un montón de cosas en principio banales. Y entonces, como quien no quiere la cosa, alguien se preguntó cuál era el ave más rápida en Europa. La respuesta estaba entre el urogallo escocés y el chorlito dorado, pero no estaban seguros, porque nadie había publicado ningún análisis al respecto. Conociendo la afición de los británicos a las apuestas, aquella discusión debió terminar con dinero de por medio. Y la idea saltó entonces en la mente de Beaver: ¿Por qué no hacía él un libro para solucionar todo este tipo de dudas? Un monumental trabajo de documentación Los escritores de novela histórica hablamos mucho del proceso de documentación que llevamos a cabo para crear nuestras obras. Yo mismo le dedico varias clases en mi curso de narrativa. Pero la tarea a la que había decidido enfrentarse Beaver se salía de toda escala. Recopilar las mayores hazañas realizadas por el hombre y la naturaleza, en una época donde no existía Internet ni los registros digitales, era una auténtica locura. Porque hoy en día el Libro Guinness de los récords sólo publica hitos realizados por personas, pero al principio también tenía espacio para hablar de cuál era el mamífero más rápido, el satélite más alejado del Sol y cosas así. Beaver no podía llevar a cabo aquel proyecto por sí mismo, así que contrató a una agencia de documentación encargada de recopilar información para enciclopedias, medios de comunicación o agencias del gobierno. Aquella empresa, propiedad de los gemelos Ross y Norris McWhirter, aceptó el encargo, sin imaginarse que les llevaría largos meses recopilar todos los datos necesarios y trece semanas para ponerlos por escrito. Pero lo lograron: a finales de 1954 salió una primera edición limitada de mil ejemplares, que Beaver regaló a familiares, amigos y empleados de la cervecería. Esa fue su intención inicial, en realidad, que tuviera carácter publicitario. Pero gustó tanto que el 27 de agosto de 1955 se publicó la primera edición comercial. No tardó mucho en convertirse en el libro más vendido del Reino Unido, justo esa misma Navidad. El salto a Estados Unidos y al resto del mundo fue también un absoluto éxito. La evolución del Libro Guinness de los récords Desde entonces, el Libro Guinness de los récords no ha hecho más que calar en el imaginario popular, hasta convertirse en una marca reconocida a nivel mundial, igualando a otras como Apple o Google. Como decía, durante gran parte de su historia, en el Libro Guinness de los récords tuvieron cabida todo tipo de récords. Algunos fueron auténticos exponentes de la capacidad de superación humana, como el de Roger Bannister, el primer hombre en recorrer una milla en menos de cuatro minutos. Hito que estuvo en la primera edición del Libro Guinness de los récords, ya que tuvo lugar en 1954. De hecho, quizás sin este récord no habría existido la publicación. El cronometrador de la carrera de Bannister era ni más ni menos que Norris McWhirter, y gracias a este récord Sir Hugh Beaver pudo contactar con él y ofrecerle la elaboración del libro. Por desgracia, la historia del Libro Guinness de los récords también está manchada de sangre. En 1975, el conflicto en Irlanda del Norte estaba en pleno apogeo. El grupo terrorista del IRA tenía en la mira a muchos irlandeses que consideraba enemigos por su estrecha relación con los británicos. Uno de ellos era Ross McWhirter, quien ese mismo año fue asesinado por dos miembros del IRA. La peor faceta de la condición humana acabó con quien tanto había trabajado por mostrar lo mejor de dicha condición humana. Su hermano tuvo que hacerse cargo en solitario de las actualizaciones del libro, hasta que en 1995 decidió jubilarse. El Libro Guinness de los récords: un reflejo de la naturaleza humana Hoy en día el proyecto ha superado la simple obra en papel que fue en sus inicios. La cervecera Guinness ni siquiera está ya detrás de la publicación del libro, ahora a cargo de una editorial canadiense. El calado del Libro Guinness de los récords es tal que se tuvo que formar un equipo de administración muy amplio, encargado