Tan grande fue el amor a la libertad y el valor existentes en esta pequeña ciudad bárbara. Pues, a pesar de no haber en ella en tiempos de paz más de ocho mil hombres, ¡cuántas y qué terribles derrotas infligieron a los romanos. Épica narrativa, ¿verdad? Pues esta es la voz de Apiano de Alejandría, uno de los cronistas antiguos más importantes de la historia. ¿Y de qué ciudad del pasado está hablando? Podrían ser muchas, pues Roma se las ha visto con infinidad de pueblos “bárbaros”. Obviamente, ya sabéis a cuál se refiere dado el título del artículo. Exacto, Apiano habla con admiración palpable de una urbe que dio tantos quebraderos de cabeza a los romanos que tuvieron que llamar a su mejor general para hacerla caer. Una ciudad cuya defensa fue tan brava que pasaría a formar parte del mito de la resistencia nativa ante un opresor. Hoy hablamos, al fin, del asedio de Numancia. La ciudad de Numancia A pesar del carácter épico, tan cercano a la grandiosidad de los mitos, la existencia de Numancia ha estado clara desde siempre. Plinio el Viejo asegura que sus habitantes eran del pueblo de los pelendones, mientras que Estrabón y Ptolomeo creían que pertenecía a los arévacos. En cualquier caso, fue algo así como nuestra Troya legendaria (con el permiso de El Argar), pues sus restos sí estuvieron envueltos en el misterio durante siglos hasta que resurgieron como una realidad física en el siglo XIX. Antes de eso, su carácter de símbolo patriótico español fue apuntado nada más y nada menos que por Miguel de Cervantes, con su obra trágica El cerco de Numancia. Numancia permaneció en el imaginario colectivo como un relato informe hasta que, en 1860, y coincidiendo con la Edad de Oro de la arqueología, fue despertada por completo. La culpa de este resurgimiento se la tenemos que echar a Eduardo Saavedra, un ingeniero de caminos apasionado por las crónicas históricas, precisamente, de Apiano. Dos años después de licenciarse, se marchó a Soria desde su Tarragona natal para empezar a trabajar, y así fue como dio con los restos de una vía romana de los tiempos del emperador Antonino. Aquello le condujo a una zona donde, al excavar, encontraron algo que cuadraba a la perfección con el relato de Apiano: ceniza. O lo que es lo mismo: los restos del incendio que los numantinos causaron para inmolar su ciudad. Las guerras numantinas ¿Cuál es la historia del asedio de Numancia? Para apreciar lo ocurrido hace falta un breve resumen de los antecedentes del tercer conflicto de las llamadas guerras celtíberas que enfrentó a la República romana y las tribus celtíberas que ocupaban la región del Ebro. Me refiero a la guerra numantina, cuyo nombre lo dice todo. Está enclavada en la larga, larguísima campaña de conquista de la península ibérica por parte de Roma. Sólo este tercer enfrentamiento se prolongó durante veinte años, entre el 154 a. C. y el 133 a. C. Veníamos de la contienda contra los lusitanos, encabezados por nuestro ya viejo conocido Viriato, que ya os comenté cómo terminó en un artículo anterior. Ya antes se había intentado tomar Numancia, pero los intentos del cónsul Cecilio Metelo, tanto con las armas como a través de la propuesta de una alianza, fracasaron. Y a Roma se le metió entre ceja y ceja que no podían permitir semejante desprecio. Que una urbe de bárbaros pusiera en jaque el prestigio militar y diplomático de la gran república era inadmisible. Roma envió a sucesivos generales que, como los anteriores, no lograron nada. Los defensores numantinos no hacían más que repeler cualquier ataque a sus murallas, aumentando la ofensa que eso significaba. Los fieros guerreros de Numancia incluso lograron rodear al líder romano del momento, Cayo Hostilio Mancino, y forzar un tratado de paz a cambio de dejarlo con vida, a él y a sus veinte mil soldados. Y Numancia sólo contaba con cuatro mil hombres. Todo un milagro. El asedio de Numancia Pero a Roma se le acabó la paciencia. Tiró de apellido insigne y nombró como nuevo general de la conquista numantina a Escipión Emiliano, el nieto adoptivo de Escipión el Africano. Y aunque no compartía su sangre, algo de su genio militar debió legarle su abuelo, porque Escipión armó un ejército sólido y disciplinado, y siguió una estrategia mucho más razonada que sus predecesores. En vez de enzarzarse en una guerra de guerrillas que beneficiaba a los defensores, comenzó a rodear la ciudad para algo tan simple que parece increíble que no se le ocurriera a nadie más: cortar la entrada a Numancia y evitar su abastecimiento. Vamos, un asedio de toda la vida. Para ello creó un muro con hasta siete torres que encerró la urbe numantina a cal y canto. Y ni aún así los defensores de Numancia se amedrentaron. Unos cuantos, al mando del mejor de los guerreros de la tribu, Rhetogenes, lograron salvar la empalizada romana con escalas, tras lo cual viajaron hasta los enclaves de los arévacos para suplicarles su ayuda. Apenas lograron la ayuda de cuatrocientos soldados de Lutia, pero Escipión había sido advertido y logró capturarlos, con lo que el intento de romper el sitio se desvaneció. El trágico final de Numancia Desesperados, angustiados por el hambre y la sed hasta el punto de comerse a sus muertos, los numantinos no tuvieron más remedio que enviar embajadores para negociar una claudicación, aunque lo hicieron sin el consenso del pueblo. Libertad a cambio de la rendición, esa fue su propuesta, pero Escipión se negó en redondo. Siguiendo la misma premisa que ocurriera décadas antes en Sagunto, al regresar a Numancia estos embajadores fueron asesinados por sus propios vecinos. También de manera similar que ocurrió con la ciudad saguntina, algunas familias se suicidaron antes que aceptar la rendición o seguir sufriendo el hambre. Los que quedaron, al final, bajaron la cabeza, no sin un último acto de rebeldía: incendiar Numancia. Por si acaso, Escipión arrasó con lo que quedaba,
Honorio, el emperador niño
Cuando imaginamos cualquier historia ambientada en el Imperio romano, siempre pensamos en gloria, grandiosidad, en una Roma victoriosa ante toda amenaza o situación. Bueno, quizás también hay espacio para corruptelas y cosas así, pero eso es algo que forma parte de todo gran imperio. Sin embargo, Roma no fue eterna, y el personaje del que hoy vamos a hablar es capital para entender la decadencia y desmembramiento de lo que se dio en llamar el Imperio romano de Occidente. El protagonista de nuestro artículo es Flavio Honorio Augusto. La herencia recibida por Honorio Podríamos decir que esta historia empieza en el 395, cuando el padre de nuestro protagonista, el emperador Teodosio el Grande, pasó a mejor vida. Mi tocayo de diminutivo (que no de nombre) había sido el emperador de todo el Imperio romano, que en esos momentos tenía dos claras subdivisiones: el Imperio romano de Occidente y el de Oriente. Dos cortes separadas pero que en ciertos momentos estuvo supeditada al mando de un emperador absoluto. Si os pensabais que eso de la duplicidad de cargos es un invento reciente, ya veis que la cosa viene de lejos. En todo caso, aquella forma de gobierno no iba del todo mal. Aunque con ciertos altibajos, las distintas etapas de este sistema habían evolucionado de manera positiva. Las sucesivas dinastías que tomaron las riendas se las tuvieron que ver con guerras civiles, la aceptación del cristianismo, o las primeras invasiones de los pueblos germanos. El Imperio, dividido en dos pero bajo un mando único, ganó en prosperidad. Hasta que llegó la dinastía teodosiana. Teodosio el Grande se convirtió en emperador del Imperio romano de Oriente en el 379, tras la muerte de Valente en la famosísima batalla de Adrianópolis. Bueno, al principio fue nombrado como co-augusto de Oriente, pero en el 392, muerto Valentiniano II, Teodosio decidió que bien podía subir un peldaño más y proclamarse emperador único, mientras situaba como co-augustos a sus dos hijos: Arcadio, el mayor, en Oriente; y al menor en Occidente. Y este era, por supuesto, Flavio Honorio. Que por aquel entonces tenía unos tiernos ocho años. Los primeros años de Honorio como emperador Y ahora estaréis pensando que menuda barbaridad darle semejante responsabilidad a un niño de tan corta edad. No podría estar más de acuerdo con vosotros, y de esos polvos vendrían unos lodos que les llegarían hasta el cuello. Pero hay que señalar que no era la primera vez que un niño se convertía en emperador. El mismo Valentiniano II fue proclamado con cuatro años, aunque es obvio que con esa edad no podía ejercer, y que otros lo hicieron por él. Sea como sea, en el caso de Flavio Honorio daba un poco igual su juventud, al menos a priori, porque el mando único estaba en manos de su padre Teodosio. Al menos hasta que este falleció, en el 395, de un ataque al corazón. Un imprevisto que pilló a Honorio con apenas once años recién cumplidos, por lo que una vez más se tuvo que echar mano de un regente temporal. El elegido fue Estilicón, un general de origen vándalo, casado además con una prima de Honorio, que vio la oportunidad de sacar aún más tajada de la situación: una de sus primeras medidas fue arreglar el matrimonio del infante con su hija, María. Huele a pucherazo. El caos desatado Aquello no hizo ninguna gracia a Arcadio, el hermano de Honorio, que se olía que Estilicón quería comerles la tostada y llevarse todo el Imperio. Eso hizo que las dos cortes se distanciaran, justo al mismo tiempo que cierto godo, de nombre Alarico, le diera por rebelarse. No fue la única, porque en Britania también algunos militares se pusieron dignos. La jugada quedó rematada con la horda de suevos, vándalos y alanos que se introdujeron en la Galia en el 407. Para combatirlos se envió a Constantino III, el cuál en realidad quería disputarle el trono a Honorio. Y como las cosas sólo podían ir a peor, un años después murió Arcadio. Estilicón le quitó a Honorio la idea de tutelar al hijo del fallecido, Teodosio II, con la intención de hacerlo él en su lugar. Entre unos y otros, le comieron de tal manera la oreja al pobre Honorio que no supo ni cómo reaccionar. Ni os podéis imaginar el nivel de estrés que tenía el pobre muchacho en aquel momento, viendo que todo se venía abajo: un motín en Milán acabó con la vida de Estilicón, al mismo tiempo que Constantino III avanzaba hacia Roma para quitarle el mando. Y eso sin olvidar que los godos de Alarico también invadieron la península itálica, llegando incluso a saquear la mismísima Roma. El caos fue de tal magnitud que en algunos momentos hubo hasta cuatro emperadores distintos al mismo tiempo: Honorio, Constantino III, Máximo (en Hispania) y el senador Átalo Prisco, al cual apoyaban los godos. Honorio, un emperador nefasto Tuvo que poner orden a tanta locura un tal Flavio Constancio. Con el beneplácito de Honorio, limpió del tapete a todos los usurpadores que amenazaban al emperador, uno tras otro. También forzó la rendición de los godos, tras lo cual los asentó en Aquitania y les dio objetivos que sirvieran al Imperio. En pocos años, Constancio se convirtió en el auténtico emperador de Roma, al menos hasta que murió en el 421 y Honorio se quedó de nuevo solo. Para entonces ya era un hombre hecho y derecho, a sus 37 años, pero dicen las malas lenguas que seguía siendo un inepto al que casi cualquiera podía manipular. Nunca tuvo el carácter necesario para ser un buen emperador, ni mucho menos la inteligencia o la formación. A Honorio siempre se lo ha tenido como uno de los más inútiles gobernantes romanos. Así que cuando murió, dos años después, y a pesar de haber estado reinando durante veintiocho, pasó de inmediato a formar parte de esa lista de emperadores de cuyo nombre no quiero acordarme, salvo para escupirlos y maldecirlos. Más
Petra, la ciudad perdida
En el mundo existen enclaves históricos de una belleza tan épica que incluso el más versado de los escritores tendría problemas para describirla. Me refiero a parajes y monumentos que han sido o merecerían ser nombradas como grandes maravillas del mundo: la pirámide de Keops, la Calzada de los Gigantes, la Alhambra de Granada, el templo de Kukulcán en Chichen Itzá, la Gran Muralla China… Uno de los lugares que más me impresiona es aquel del que vamos a hablar hoy. Seguro que cuando veáis alguna de las fotos la reconoceréis al instante: Petra, la ciudad perdida en el desierto. Orígenes El valle de Petra tiene ciertas particularidades que lo hicieron un enclave muy apetitoso para el hombre desde tiempos inmemoriales, sobre todo por su orografía, que la hacía un bastión fácil de defender. Sin embargo, sus primeros habitantes, que datan del neolítico, fueron pueblos nómadas que como mucho instalaron puestos sedentarios en los que guarecerse durante sus travesías. El más antiguo que se ha hallado se remonta a la Edad del Hierro. No fue hasta la llegada de los edomitas, uno de los pueblos semitas que aparecen en el Antiguo Testamento, que la región pasó a quedar habitada de una manera más permanente. Como curiosidad, según el Libro del Éxodo a los edomitas no les hizo mucha gracia ver la llegada de Moisés y los suyos, cuando peregrinaban por el desierto, así que les impidieron el paso. Sin embargo, el período de máximo esplendor de Petra llegaría con los nabateos, un pueblo nómada de origen árabe, que allá por el siglo VI a.C. entró en territorio edomita y, tras desplazar a éstos, se hicieron con la región, a la que llamaron Raqmu (lo de Petra, “piedra”, fue cosa de los griegos). Los nabateos vivieron un proceso de sedentarización gradual a la vez que seguían sacando provecho de su antigua forma de vida. Porque Petra resultó ser una bicoca que nadie había sabido explotar antes. Era paso obligado de multitud de viajeros y caravanas, la encrucijada de una ruta comercial que conectaba lugares tan ricos como Damasco y Jordania. Los nabateos hincharon a los mercaderes a impuestos, lo cual permitió que se hicieran de oro en muy poco tiempo. Y cuando el dinero se les salía ya por las orejas, decidieron construir las maravillas que vamos a ver a continuación. El Siq, la puerta de Petra En realidad, el Siq es un accidente natural, aunque es tan bello que uno podría pensar que en algún momento fue creado por algún antiguo titán. Es un desfiladero tan angosto como inspirador, que se abre justo después del primer monumento de Petra, la tumba de los Obeliscos. A partir de ahí, el Siq serpentea, se ensancha y estrecha aquí y allá. Por momentos parece que las dos paredes vayan a unirse por completo, como las aguas del mar Rojo tras el paso de Moisés. Hay puntos en que la anchura del cañón apenas deja ver el cielo, mientras que su altura va de los noventa a los 180 metros. Las paredes, dibujadas primero por las fuerzas tectónicas, luego por el agua, y finalmente por el viento, son un espectáculo cromático. En ellas se funde el rojo, el rosa, el ocre, incluso el violeta. El carácter sagrado del Siq era tal para los nabateos que a lo largo de las paredes horadaron diversos nichos que contienen betilos, piedras conmemorativas en honor a sus dioses. Por cierto, antaño se extendía un canal que ahora permanece seco. Era como una especie de camino oasis para las compañías de mercaderes, luego de tanto tiempo recorriendo el duro desierto. El tesoro de Petra Entonces termina el desfiladero, pero incluso antes el viajero ha tenido que enfrentarse a la imagen más característica de Petra. Me refiero a Al-Khazneh, que significa El tesoro del faraón. Sí, la habéis visto un montón de veces: en imágenes en redes sociales, en documentales, en un montón de series y películas. De hecho, es el escenario del final de Indiana Jones y la última cruzada, donde reside el Santo Grial (no, eso no es verdad). Os hablo de esa soberbia fachada de cuarenta metros de altura, tallada en la misma roca del desfiladero. La Ciudad Rosa, como también se la conoce, por razones más que obvias. El estilo helenístico que tiene es tan evidente que los arqueólogos están convencidos de que los nabateos contrataron a constructores influenciados por los griegos. Podríamos pensar que estamos ante la fachada de un gran palacio subterráneo, pero en realidad los expertos creen que en aquellos días se construyó por orden del rey nabateo Aretas III para que fuera su tumba y la de sus sucesores. Lo cual dataría la fabulosa talla en el siglo I a.C. Al ver las imágenes (y ni me imagino lo que será verlo con tus propios ojos) uno no puede más que preguntarse lo titánica que debió ser el esculpido de la fachada, en dos niveles. Seis columnas soportan el frontón, parapetadas a los lados por varios relieves. El declive de Petra En realidad, Petra es bastante más que el Siq y Al-Khazneh. Tiene muchos otros edificios excavados, como el Deir (monasterio), y un sinfín de viviendas, tumbas, santuarios e incluso un teatro romano. Porque como no podía ser de otro modo, Roma también pasó por allí. En el 63 a.C., coincidiendo precisamente con la construcción de Al-Khazneh, las tropas de Pompeyo conquistaron las regiones nabateas. Por fortuna, no fue una anexión demasiado dura, ya que permitieron cierta independencia a la gente de Petra. A cambio, eso sí, de que pagaran impuestos a Roma. Con la muerte del último rey nabateo, Rabbel II Soter, Trajano se hizo ya del todo con la región. Petra seguiría siendo un enclave de importancia por su privilegiada situación geográfica, pero ya nunca recuperaría su esplendor pasado. Pasó a formar parte del Imperio bizantino, que erigió diversas iglesias cristianas, aunque para entonces la actividad económica fruto del comercio había descendido tanto que se fue despoblando. La puntilla
Los mosqueteros: entre la ficción y la historia
En 1844, en el periódico francés Le Siècle, fundado por Armand Dutacq, se publicó por entregas un folletín que pasaría a la historia de la literatura y de la cultura popular. El primer capítulo se llamó «Los tres presentes del señor D’Artagnan padre», y creo que basta para que todos comprendáis de qué obra os estoy hablando. Sí, la inmortal historia de «Los tres mosqueteros», la obra más famosa que escribió Alejandro Dumas (con permiso de «El conde de Montecristo») y que un día como hoy tiene un significado especial (bien podría haber estado en mi lista de novelas de aventuras favoritas). Porque este 3 de octubre se celebra el Día Internacional del Mosquetero, y precisamente de eso vamos a hablar, de la verdad histórica de los mosqueteros. Así que preparaos. ¡Uno para todos, todos para uno! Los mosqueteros… ¿franceses? Es lo primero que pensamos, ¿verdad? Lo que nos imaginamos al visualizar la imagen de los mosqueteros son las pintas que llevaban los soldados franceses. Es comprensible: quien más popularizó la figura de los mosqueteros fue Dumas con su obra, que transcurría en Francia. Pero hay que destacar que este cuerpo de infantería existió en muchos otros lugares de aquella Europa del siglo XVI y posteriores. De hecho, el último país en el que dicha figura militar estuvo presente fue en Alemania, donde la denominación «mosquetero» permaneció hasta la Primera Guerra Mundial. En esa época todavía existió un cuerpo militar en el Ejército Imperial que respondía a ese nombre. Es más, también hubo mosqueteros en nuestros Tercios españoles. En torno al 1567, el famosísimo Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III Duque de Alba para los amigos y la posteridad, dispuso que cada compañía de infantería llevaría consigo varios mosqueteros. Esto empezó a dejar en desuso a los no menos conocidos arcabuceros, santo y seña de los Tercios hasta entonces. Ya sabéis, renovarse o morir: el mosquete también era un arma de avancarga, como el arcabuz, pero tenía mayor potencia. Era mucho más largo y ello obligaba a utilizar una horquilla para apoyarlo a la hora de apuntar (aunque con el paso de los años se fue haciendo más ligero). Esta desventaja se suplía con un alcance mayor, el doble que el arcabuz. El origen de los mosqueteros No se sabe muy bien quién inventó el mosquete o su predecesor, el arcabuz, pero sea como sea fue un arma que pronto se extendió entre los ejércitos de la época. En cualquier caso, ninguno alcanzaría tanta relevancia como aquellos que ambientaron la historia de Alejandro Dumas: los mosqueteros de la Guardia, que también fueron conocidos más adelante como «mosqueteros grises» y «mosqueteros negros». Fue una compañía creada en 1622 por el rey Luis XIII, que la integró de inmediato en la casa real de Francia. Fue una evolución de una antigua compañía de caballería ligera que ya actuaba con mosquetes, los carabins. Los mosqueteros de la Guardia, como su propio nombre da a entender, se convirtieron en la guardia real del monarca, y tenían la labor de protegerlo cuando el rey estaba fuera de sus residencias oficiales. Dentro de palacio, sin embargo, dicha defensa recaía en los Garde suisses. Esa fue la primera compañía de mosqueteros franceses propiamente dicha, pero no la última. Porque no mucho después otro nombre conocido creó un segundo cuerpo: el cardenal Richelieu. Estos mosqueteros bajo mando eclesiástico fueron pasando de un cardenal a otro hasta ser absorbidos de nuevo por la realeza, en 1661. Luis XIV reorganizó ambas compañías, las reales y las cardenalicias, y las renombró basándose en el color de sus caballos: «mosqueteros grises» y «mosqueteros negros». El cuerpo siguió vigente hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando Luis XVI disolvió la compañía. Sólo retornó durante la Restauración borbónica, en 1814, pero fue anecdótico: dos años después desapareció para siempre. Los tres mosqueteros existieron Cabe destacar que lo habitual era que las compañías de mosqueteros franceses estuvieran formadas por soldados de origen noble. Es lo que ocurre con los mosqueteros históricos que sirvieron de base a Alejandro Dumas para crear a sus personajes. Sí, en efecto, D’Artagnan y compañía no son totalmente ficticios, algo que mucha gente no sabe. La inspiración del más joven surge de Charles de Batz-Catelmore, conde de Artagnan, un capitán de la guardia de mosqueteros durante el reinado de Luis XIV. Aunque de origen burgués, su familia empezó a cobrar relevancia gracias al comercio y entró al fin en la nobleza a mediados del siglo XVI. D’Artagnan habría pasado sin pena ni gloria por la historia, ya que era el cuarto hijo de siete hermanos, de no haberse dedicado al oficio de las armas (bueno, de eso y de que Dumas lo tomara como inspiración). Tras participar en diversas campañas, bajo la protección del cardenal Mazarino (sucesor de Richelieu como primer ministro) tuvo el enorme honor de entrar a formar parte de los mosqueteros de la Guardia. Llegó incluso a ser nombrado capitán de una compañía, y su desempeño debió ser tan satisfactorio para sus mandos que incluso ejerció de espía en una trama donde se desenmascaró al ministro de finanzas del rey, Nicolas Fouquet, el cual había estado sisando oro de las arcas reales. Eso le valió ser nombrado gobernador de Lille, pero nuestro querido Dartacán… perdón, D’Artagnan, era un hombre de acción. Así que no dudó en enrolarse en la guerra franco-holandesa. Gran error, porque fue precisamente en el sitio de Maastricht donde perdió la vida. Conclusiones También los otros protagonistas principales de su obra están basados en personajes históricos: Athos, Porthos, Aramis, Richelieu… Existieron como tales, aunque para Dumas sólo fueron bustos de arcilla que modeló a conveniencia de su argumento. Es más que probable que ni siquiera llegaran a conocerse entre sí, o en todo caso que coincidieran de pasada en alguna campaña militar. Con Athos lo tendría peor, ya que por lo poco que se sabe de él parece que murió joven, apenas un año después de que D’Artagnan ingresara en el cuerpo
Colón descubrió América… o tal vez no
El estudio de la historia del ser humano es una ciencia y, como ocurre en todas las disciplinas científicas, los conocimientos que vamos descubriendo obligan a una constante revisión de nuestro pasado (¡por eso es tan difícil escribir novela histórica!). Del mismo modo que la Tierra dejó de ser el centro del universo, también diversas «verdades» históricas han quedado obsoletas. Y algunas son cuestiones muy peliagudas, pues tienen un fuerte componente de identidad para las personas. Todos hemos crecido con la idea de que Cristóbal Colón descubrió América, hemos formado la concepción de nuestro pasado en torno a eso, así que cualquier teoría e incluso cualquier certeza que ponga en duda un fundamento tan asentado nos resulta chocante. Pero a veces hay que ser abierto para descubrir la auténtica «verdad». Y hoy os hablaré precisamente del caso que os he mencionado: ¿Fue Colón el primero en llegar a América? Antes de Cristóbal Colón Vamos a partir de un concepto muy importante: el continente americano ya estaba habitado desde hacía miles de años antes de la llegada de nuestro intrépido genovés (o de donde fuera, que ya sabéis que hay debate con el tema). Esto parece de perogrullo, pero a veces se nos olvida que algunos de los seres humanos que ocuparon Asia llegaron hasta América desde Siberia, atravesando el estrecho de Bering, posiblemente congelado en aquel entonces, para alcanzar la actual Alaska. Desde allí se extendieron hasta dar lugar a los pueblos nativos que luego, muchos años más tarde, se encontrarían los colonos europeos. Para cuando Cristóbal Colón llegó al continente americano, las culturas y sociedades de aquella tierra estaban más que desarrolladas. Pero siempre creímos que fue el primero en pisar América… ¿O tal vez no? En realidad la posibilidad de que otros hubiesen llegado antes no es algo nuevo. Existen incluso teorías que hablan de barcos fenicios que llegaron a América, aunque como no está refutada prefiero no tenerla en cuenta. Así que nos iremos un poco más adelante en el tiempo. Entre las sagas islandesas de los vikingos, y que se preservaron gracias a diversos manuscritos medievales, existe una historia muy particular: la Saga Groenlendinga. Narra hechos acaecidos entre el 970 y el 1030, y considerados históricos. Supongo que por el nombre ya habréis intuido de qué va el tema: dicha saga cuenta la colonización que los vikingos hicieron de Groenlandia. Hasta aquí todo bien. Pero es que uno de esos exploradores acabó descubriendo un tesoro mucho mayor, de cuyo valor nunca fue consciente. Estoy hablando del islandés Leif Eriksson y del paraje que llamaría Vinland. Vinland, la tierra de las vides Aquellas tradiciones orales, luego escritas por los monjes medievales, hablaban de una tierra maravillosa en la que no nevaba en invierno y los campos de vides se extendían hasta donde la vista abarcaba. Muy bucólico todo. La primera vez que se menciona, en la obra Descriptio insularum Aquilonis, comenta que «se llama Winland, por la razón de que las vides crecen allí por sí mismas, produciendo el mejor vino». Y es que el vocablo «win», en antiguo alto alemán, significa «vino», al igual que el vocablo nórdico antiguo «vín». Ahora bien, se cree que en realidad no hablaban de las vides de la uva, sino de bayas, con las que los escandinavos también creaban un tipo de vino con el que remojar el gaznate. Tras pasar por Groenlandia, el explorador Lei Eriksson llegó a esta tierra. Quizás su nombre no os suene mucho, pero el de su padre seguro que sí: Erik el Rojo. Fue este quien fundó el primer asentamiento en Groenlandia. Unos años después, en torno al año 1000, su hijo Leif se enteró de las andanzas de un comerciante y explorador nórdico llamado Bjarni Herjólfsson, el cuál aseguraba que había descubierto una nueva tierra al oeste de Groenlandia, aunque nunca llegó a alcanzarla. Animado por emular a su padre, Leif se embarcó hacia occidente hasta encontrar lo que buscaba, la preciada isla de Vinland. ¿Cristobal Colón descubrió América o no? De este modo, Vinland podría considerarse el primer asentamiento europeo en América, casi quinientos años antes de la llegada de Colón. Algo que podría haber quedado como parte de un mito si no fuera porque la arqueología acudió al rescate una vez más: en 1960, los arqueólogos noruegos Anne Stine Ingstad y su esposo Helge encontraron un asentamiento de origen europeo en la isla canadiense de Terranova, en L’Anse aux Meadows. Una vez desenterrados los restos, se encontraron con un pequeño poblado de ocho edificios, de arquitectura innegablemente vikinga, y que dataron en el año 1000. De este modo, Vinland se hizo realidad. Y ahora viene la pregunta: ¿Es por tanto Eriksson el auténtico descubridor de América? Sí pero no. Es obvio que Leif encontró un paraje antes desconocido para los europeos, aunque en realidad no fue el primero en llegar. Como hemos dicho al principio, otros seres humanos habían alcanzado América miles de años antes. Además, para hablar de «descubrimiento», Leif habría tenido que ser consciente de que estaba en un «nuevo» continente, así como darlo a conocer y promover su colonización, algo que no ocurrió, pues Vinland quedó despoblada no mucho después. Es por ese motivo que los historiadores siguen considerando que Colón descubrió América. ¿Y vosotros qué opináis? ¡Dejádmelo en los comentarios!
Viriato, el rebelde lusitano
Hace unas semanas hablábamos de María Pita, la defensora de A Coruña, uno de esos símbolos de la resistencia combativa que han quedado en la historia popular. Pero si existe alguien que represente la oposición militar a una fuerza mayor e invasora es sin duda alguna el personaje del que vamos a hablar hoy. Su fama es tal que ha quedado inmortalizado hasta el día de hoy, y no han pasado pocos años precisamente. Me refiero al gran Viriato, el rebelde lusitano que puso en jaque a la todopoderosa Roma. Orígenes Qué personaje el tal Viriato, ¿verdad? Bien que merecería una película, algo mejor que aquella serie que se hizo hace unos años, de cuyo nombre no quiero acordarme. Es cierto que tendríamos algunos problemas para encontrar información de sus primeros años, pues apenas conocemos nada de sus orígenes. Los historiadores no saben en qué lugar nació ni la fecha, aunque debió ser en torno al 180 a.C. Algunos especialistas mencionan Beturia, entre el Guadalquivir y el Guadiana; otros incluso aseguran, no sin cierto atrevimiento, que era un íbero de la actual Valencia. Aunque la tradición portuguesa asegura que Viriato llegó al mundo en algún punto de la Sierra de la Estrella, en la zona occidental del sistema Central. Del mismo modo, tampoco queda claro a qué pueblo pertenecía. Siempre se ha hablado de que era lusitano de origen, pero algunos autores hacen un apunte muy interesante: la expresión «lusitano» podía englobar en aquel momento a otros pueblos, como los célticos. Un poco a modo de lo que ocurría con los íberos, que en realidad eran un compendio de un montón de clanes distintos, como los edetanos, los contestanos, los bastetanos… Hay que tener en cuenta que en aquella época las terminologías provenían del mundo «civilizado» griego y latino, que tendían a simplificar a todos aquellos que no pertenecieran a su sociedad. Viriato, el pastor que se convirtió en líder rebelde Según dejó escrito el cronista clásico Tito Livio, nuestro intrépido Viriato comenzó sus días siendo un sencillo pastor. Se cumpliría así el tópico del héroe que sólo quiere vivir en paz, pero las circunstancias le obligan a tomar las armas para enfrentarse al invasor romano. Muy novelístico, qué duda cabe, y por eso nos fascina tanto. Sin embargo, el alejandrino Apiano da otra versión: Viriato fue un guerrero con todas las de la ley, el dux del ejército lusitano, un jefe elegido que rompió la tradición de ser elegido por sucesión hereditaria, como era habitual, y que se alzó entre los suyos por tener unas virtudes muy apreciadas: dotes de mando, atrevimiento a la hora de luchar y, lo más importante supongo, ser justo en el reparto de los botines. Su enfrentamiento con Roma se emplazaría en la prolongada conquista de Hispania (doscientos años, ni más ni menos), concretamente en una de las etapas más decisiva: las guerras lusitanas. Todo empezó más o menos en el 194 a.C., cuando tropas romanas penetran en territorio lusitano por primera vez. Os haré una versión resumida, porque esto da para novela: los enfrentamientos entre lusitanos y romanos se sucedieron uno tras otro durante aquellos primeros años, y estuvieron dándose espadazos y rompiendo acuerdos de paz durante décadas. Al menos hasta que llegó un hombre que iba a cambiarlo todo, y no se llamaba Viriato. Era el pretor Servio Sulpicio Galba. Viriato contra Galba La historia pinta a Galba como uno de esos personajes malos de verdad. Vamos, que sería ese villano al que acabas odiando con todas tus fuerzas y gritas de satisfacción cuando el héroe lo derrota. Aunque ya sabéis que la historia no es como un cómic o una película. A Galba no se le ocurrió otra manera de lidiar con los lusitanos que ofrecerles un pacto de paz, prometiéndoles un buen reparto de tierras. Los reunió a todos en grupos diversos, para llevar a cabo dicho reparto… y entonces masacró a buena parte de los incautos lusitanos. Las crónicas hablan de casi diez mil asesinados y otros veinte mil que fueron enviados como prisioneros a la Galia. Sólo unos pocos escaparon de dicha suerte, unos mil, entre los cuáles estaría Viriato. Ante semejante traición, al bueno de Viriato se le hinchó salva sea la parte y decidió que hasta ahí llegaban las tonterías. Reunió a los lusitanos supervivientes y cuantos pudo reunir para hacer una incursión en la Turdetania y empezar a causar daño a las tropas romanas con las que iba encontrándose. Se fue llevando una victoria tras otra a lo largo de los años (con alguna retirada de vez en cuando), recorriendo media península y engrandeciendo su leyenda poco a poco. Incluso se atrevió a atacar Segobriga, ciudad aliada de Roma, aunque la mayoría de los enfrentamientos que Viriato planteaba eran razzias y combate de guerra de guerrillas. La asfixia a la que sometió a Roma hizo que en el 140 a.C. obligara a Quinto Fabio Máximo Serviliano a firmar un acuerdo de paz, en el que se le entregó el título de «amigo del pueblo romano». El final de Viriato: puro Juego de Tronos Pero esa paz no estuvo bien vista por otros generales romanos, que se deshicieron de Serviliano y pusieron a su hermano, Quinto Servilio Cepión, que relanzó la guerra. Las cosas se complicaron cada vez más para Viriato, quien tuvo que aceptar una nueva negociación de paz, para la cual Roma envió a tres turdetanos como embajadores: Audax, Ditalco y Minuro. Cepión les prometió el oro y el moro, pero no por conseguir un buen acuerdo, sino por algo bastante más escabroso: matar a Viriato. Era el 139 a.C., tras reunirse con Cepión, Viriato se fue a dormir como cualquier hijo de vecino. Los tres turdetanos aprovecharon para colarse en su tienda y acuchillarlo en el cuello, ya que el jefe lusitano tenía el buen tino de dormir con el peto puesto. Una vez cumplido el encargo, el trío se fue al campamento romano a pedir que se les pagara lo acordado.
Las casas romanas
Cuando escribimos novela histórica, la recreación del entorno es si cabe más importante que en cualquier otro género. Es importante mostrar, que no explicar, cómo son los escenarios en los que se mueven los personajes. La intención es doble: por un lado crear una ambientación que nos haga meternos de lleno en la época en la que transcurre la historia; pero también conseguir que el lector visualice un espacio que con toda probabilidad no le es conocido. Esto se da sobre todo cuando hablamos de construcciones que hoy en día ya no se utilizan. ¿Y qué escenario más importante para los personajes que las viviendas donde moran? Hoy hablaremos precisamente de cómo eran las casas romanas que aparecen en nuestras novelas favoritas sobre la antigua Roma. Las villae, las casas romanas de campo Lo primero que hay que tener en cuenta, por supuesto, es que la civilización de la antigua Roma se extendió durante muchos años, así que sus viviendas también evolucionaron a lo largo de todo ese tiempo, y mucho. Nada que ver entre las primeras cabañas redondas con tejado de paja de los latinos prerromanos y las famosas domus que se construirían más adelante. Aquellas viviendas primitivas, propias del primer asentamiento de Roma, sólo se mantuvieron en la mitología, como la tugurium Romuli, la cabaña donde moró el fundador de Roma, Rómulo. No se diferenciaban mucho de las que podríamos encontrar en otros pueblos antiguos, como los celtas. Y es que además tampoco todas las casas romanas de una misma época eran iguales. Al igual que ocurre hoy en día, a mayor prominencia de una familia, más lujosa y grande era su vivienda. El término domus, de hecho, hace referencia a las casas de aquellos con mayor poderío económico, aunque la utilicemos para generalizar. Muchas de estas casas romanas podían llegar a convertirse en auténticos palacios urbanos. Por si fuera poco, estas grandes familias tenían otras segundas e incluso terceras residencias, fuera de la ciudad, las conocidas como villae. Es lo que hoy conoceríamos como casa de campo, y es donde los romanos de buena familia se reunían con los amigotes para hacer la barbacoa de los domingos. Vale, esto último no era así exactamente, pero lo cierto es que las villae son los antecesores directos de los caseríos rurales, donde el paterfamilias (el cabeza de familia) explotaba la tierra para hacer un dinerito extra. 13 Rue del Percebe nació en Roma ¿Y donde vivían todos esos romanos que quedaban fuera de la clase alta? La gran mayoría tenían que conformarse con viviendas mucho, mucho más modestas. Seguro que si sois lectores habituales de las novelas de romanos os sonará el nombre de los edificios donde vivían: las insulae. De hecho, son parte fundamental de mi novela Muerte y cenizas, así que ya sabéis un poco de qué estoy hablando: me refiero a esos bloques de edificios donde se apiñaban un montón de residentes, como sardinas en lata. O como lo hacemos hoy en día en nuestras ciudades. ¿Veis por qué decimos que tenemos tanto en común con la gente que vivió en época romana? Esos edificios eran ocupados por los miembros de la clase media y baja de la sociedad (los pobres ni eso), generalmente en régimen de alquiler, y el mantenimiento dejaba bastante que desear en la mayoría de ocasiones. La similitud con nuestros bloques de apartamentos actuales es innegable, ¿verdad? Se construían con ladrillos y argamasa, y los había de varios tipos: en uno de ellos, la planta baja del edificio tenía unas viviendas un poco mejores que las de arriba, con un pequeño jardín. Pero las que más abundaban eran aquellas cuyo bajo estaba ocupado por talleres artesanales o tiendas. Sus trabajadores vivían justo en lo que hoy llamaríamos el entresuelo, por cierto. Así los pobres currantes se pasaban el día entero sin salir de casa, literalmente. Yo no sé vosotros, pero me imagino una versión romana del 13 Rue del Percebe, con todos sus vecinos locos incluidos. Las casas romanas de lujo Mientras tanto, como ya hemos dicho, los privilegiados tenían sus monísimas domus. Bajo la influencia de los etruscos, las cabañas primitivas se convirtieron en casas de planta rectangular, donde una familia numerosa podía convivir con relativa comodidad. Con el paso de los siglos, dichas viviendas, de una sola planta, fueron ganando en complejidad, hasta llegar al tipo de casa romana que reconocemos de películas y novelas. Su disposición giraba en torno a un patio central, el atrium, cerrado y rodeado de pórticos, donde tenía lugar gran parte de la vida familiar. De hecho allí mismo se hacían las ofrendas a los dioses. El atrio es un elemento arquitectónico que se transmitiría en el tiempo, pues lo podemos ver también en iglesias de arquitectura medieval. El atrium romano estaba bastante más tapado, pero tenía en el centro una abertura, el compluvium, que servía para recoger el agua de lluvia. Otras estancias importantes eran el triclinum, donde la familia cenaba reclinados en los klynai, los característicos divanes que nos hemos hartado de ver en el cine. El despacho del dueño de la casa era el tablinum, y los cubicula los dormitorios. No podía faltar la cocina, llamada culina, o los baños, que en ocasiones eran más grandes y hermosos que las termas públicas (https://teopalacios.com/caldarium-antigua-roma/). También, a partir de cierta época, las casas romanas empezaron a tener peristilos, unos patios con jardín rodeados por columnas que, poco a poco, irían desplazando en relevancia a los atrios. Conclusiones Estoy seguro que mientras leíais este artículo habréis pensado, más de una vez, lo reconocibles que son los diversos elementos de las casas romanas. Y tiene todo el sentido del mundo, ya que la antigua Roma es fundamental en nuestra evolución como sociedad. Una vez más queda patente que nuestra civilización actual ha heredado muchas de las características del mundo romano, a todos los niveles. Y en cuanto a arquitectura y disposición de los hogares, seguimos beneficiándonos de lo que las culturas del pasado ingeniaron. Por
Uruk, la primera ciudad de la historia
«¡Contempla su muralla exterior, cuya cornisa es como el cobre! ¡Mira la muralla interior, que nada iguala! ¡Advierte su umbral, que de antiguo viene! Acércate a Eanna, la morada de Istar, que ni rey ni hombre futuro puede igualar. Levántate y anda por los muros de Uruk.» Estas palabras tan épicas resonaron en el desierto de Mesopotamia, en el actual Irak, cuando la humanidad era joven, muy joven. De este modo describieron los sumerios a nuestra protagonista de este artículo en la obra literaria más antigua que se conoce. Ya hemos hablado de ella en alguna ocasión: el poema de Gilgamesh, fechado en origen dos mil años antes de Cristo. Pues bien, del mismo modo que este relato fue el más antiguo que el ser humano escribió (al menos que tengamos constancia), el escenario en el que se asienta tiene la misma connotación. Hoy hablaremos de el primer asentamiento considerado como una ciudad que el ser humano levantó: la esplendorosa Uruk. El descubrimiento de Uruk Las primeras ruinas de Uruk fueron halladas en 1844 gracias a los esfuerzos de sir William Loftus y su expedición inglesa, a la que siguieron diversas investigaciones que encontraron varias tablillas con escritura cuneiforme (también la primera forma de escritura conocida). Todo esto debió mantener bastante entretenidos a los historiadores, porque no fue hasta 1913 cuando se realizó una primera excavación en profundidad, dirigida por el equipo del alemán Julius Jordan. Gracias al trabajo de unos y otros, los especialistas lograron no sólo sacar a la luz buena parte de la ciudad, sino también establecer la cronología de esta megalópolis de la prehistoria. Y las fechas son abrumadoras. Para ser sinceros, y como suele ocurrir con este tipo de yacimientos, no existió una sola Uruk, sino muchas, ya sus reyes fueron reconstruyéndola una y otra vez a lo largo de los siglos. La fundación de la ciudad se data del 5300 a.C. Dejad de leer un momento y paraos a pensar en lo que esta cifra significa. Estamos hablando aún del período Neolítico. El ser humano todavía utiliza herramientas de piedra pulida, aunque ya ha empezado a coquetear con el cobre. Si tenemos en cuenta que la invención de la rueda suele fecharse entre el 4500 y el 3300 a.C., Uruk sería incluso anterior. Esta urbe tiene bien ganada su condición de ser la cuna de la civilización. Es cierto que, en sus inicios, Uruk fue un poblado como tantos otros. Todo tiene su origen, incluso las ciudades más populosas de la actualidad fueron pequeñas villas en sus inicios. El momento de esplendor tuvo lugar durante el cuarto milenio a.C. En ese punto fue cuando los historiadores aseguran que comenzó el período de Uruk, dividido en período Temprano, Medio y Tardío. Las murallas de Uruk Toda gran ciudad antigua que se precie debe estar protegida por unas colosales murallas. Y creedme cuando os digo que las de Uruk estaban a la altura. Erigidas según el mito por el mismísimo rey Gilgamesh, se construyeron no obstante en uno de los períodos más recientes, entre el 3100 y el 2900 a.C. Y sí, fueron ciclópeas, pues tenían una extensión de nueve kilómetros y se alzaban como montañas. Los más avispados quizás os preguntéis para qué querían unas murallas tan grandes si era la ciudad más poderosa. ¿Qué ejército podría amenazarlos? Bien, pues los historiadores también se lo han preguntado y han llegado a la conclusión de que la intención de Gilgamesh nunca fue crear una fortificación defensiva, sino simbólica. Vamos, que lo que tenían era ese puntito de chulería y deseaban fardar de poderío. El mismo Gilgamesh lo insinúa en su poema, que las murallas habían sido construidas para ser admiradas. Era uno de los orgullos de la ciudad, una especie de escudo bajo cuya sombra ampararse, y que separaba la paz y la prosperidad del interior de Uruk con la barbarie que dominaba el mundo más allá de sus fronteras. Tal y como le ocurrió a Enkidu, el leal amigo de Gilgamesh, un salvaje que pasó de bestia a hombre al traspasar las murallas de Uruk. Evolución y declive Uruk siguió creciendo más allá del período Yemdet Nasr y el período dinástico arcaico. Se cree que tras sus murallas llegaron a vivir ochenta mil almas. Una auténtica locura teniendo en cuenta que la población humana en esos tiempos era de unos míseros cinco millones de habitantes (actualmente somos 7500 millones). Grandes templos (aunque no está claro que su función fuera religiosa), cámaras funerarias monumentales, el gigantesco zigurat, y la proliferación de todo tipo de tablillas escritas, en su mayoría de carácter comercial, lo que nos ha legado un montón de información de cómo era su forma de vida cotidiana. Gracias a estos informes sabemos por ejemplo que su economía se basaba en el truque de cereales y lana, entre otros productos. Hasta que de pronto, Uruk perdió su condición privilegiada cuando el poder político sumerio se trasladó a otra de las ciudades más antiguas, Ur (de ahí que la cronología sumeria se dividiera a partir de entonces por los distintos períodos Ur). La civilización sumeria siguió existiendo con el mismo esplendor, pero cuando los elamitas y los amorreos invadieron la región, la relevancia de Uruk decayó del mismo modo que el resto de ciudades sumerias. Pero Uruk resistió. Resulta increíble que sobreviviera a la mayoría de ciudades sumerias que surgieron después. A trancas y barrancas, gobernada la mayoría de las veces por reyes extranjeros (acadios, asirios, aqueménidas y seléucidas) logró mantenerse poblada hasta los tiempos ya posteriores a Cristo. Se cree que en esos tiempos Uruk, o lo que quedaba de ella, fue despoblada de manera definitiva. Aunque para entonces hacía muchos años que su esplendor era cosa de un pasado ya casi tan remoto como lo es para nosotros en la actualidad.
La torre de asedio
Como bien sabéis, El Señor de los Anillos es una de mis obras literarias favoritas. Y la adaptación cinematográfica que realizó Peter Jackson es una auténtica maravilla que vuelvo a ver de vez en cuando. El momento más épico es la batalla en los Campos de Pelennor y todo el sitio de Gondor. Es grandioso ver la cabalgada de los Rohirrim, los olifantes gigantescos, o las colosales torres de asalto utilizadas por los orcos para tratar de colarse por encima de las murallas de Gondor. Y precisamente de eso vamos a hablar hoy, de uno de los ingenios más curiosos que ha tenido el ser humano durante la antigüedad: la torre de asedio. Los orígenes de la torre de asedio El germen de la torre de asedio fue la bastida, una estructura que en principio sólo servía como plataforma desde la que disparar flechas y jabalinas hacia los defensores de una fortificación. De este modo se lograba igualar la ventaja que proporcionaba la altura. La estructura era muy sencilla pero ya idéntica a lo que hoy conocemos: una elevada torre sobre una base con ruedas, y tirada por animales de carga. Es de suponer que estos ingenios nacieron al mismo tiempo que las grandes ciudades amuralladas, como respuesta a un sistema defensivo tan colosal como aquel. Y surgió, como casi toda tecnología antigua, en Mesopotamia. Las primeras representaciones las encontramos en diversos relieves del Imperio neoasirio, en torno al siglo IX a.C., donde vemos que estas torres comparten protagonismo con otros artilugios de asedio, como los arietes o las rampas. Su diseño no sufrió en realidad grandes cambios a lo largo de la historia, salvo para reforzar su carácter defensivo. A las primeras torres, confeccionadas con una estructura hecha de madera simple y esparto, y que ardía con tanta facilidad que era fácil echarlas a perder por parte de los defensores, se le añadieron capas de refuerzo para evitar los incendios, incorporándole una piel exterior hecha de cuero humedecido o, más adelante, una cubierta de hierro. Pero desde luego su principal arma fue la pasarela que, una vez estaba lo bastante cerca de la muralla enemiga, caía para permitir el paso de los atacantes. Tal y como vemos en El retorno del rey. La Helépolis, la mayor torre de asedio de la historia Pero quienes llevaron esta máquina de asedio a cotas inimaginables fueron los griegos, como no podía ser de otro modo. Y si hay que señalar a un hombre, este tendría que ser Epímaco de Atenas. Era un ingeniero y arquitecto especializado en construir máquinas de guerra, como por ejemplo un ariete de 60 metros de largo. Aunque hay que destacar que la idea original nació del rey Demetrio I de Macedonia, quién se basó en una torre más pequeña utilizada en Salamina. El caso es que, según historiadores antiguos como Vitruvio y Plutarco, la Helépolis fue la mayor máquina de asedio de su tiempo. Sólo su base medía unos 20 metros de ancho, y se alzaba unos 42 metros de alto. Para haceros una auténtica idea de lo monumentales que son estas medidas es suficiente con tomar como referencia la altura que tenía cada una de las ocho ruedas: tres metros y medio. ¿No resulta abrumador? Su nombre estaba más que justificado, pues Helépolis significa «Tomador de Ciudades». La envergadura de semejante bestia no tiene parangón con nada que se hubiera conocido antes. Podía albergar a doscientos soldados en nueve pisos, y en algunos de estos niveles tenían cabida incluso catapultas y ballestas. Imaginad lo que debieron sentir los defensores de Rodas mientras veían desde sus almenas construir a semejante monstruo. Y el terror que debió inundarlos al verlo, ya completo, acercarse poco a poco a sus muros. Pues su avance era muy lento, ya que las ruedas se accionaban mediante un cabestrante, aunque en la práctica se uso la fuerza de tres mil hombres para darle un poco más de velocidad. Y aún así, ni siquiera con este ingenio se logró conquistar Rodas. Cuentan las crónicas que la Helépolis fue abandonada por Demetrio I y los rodios utilizaron su metal para construir el Coloso. No me parece un mal final después de todo. Durante la Edad Media La utilidad de la torre de asedio se mantuvo durante muchos siglos, hasta llegar a la Edad Media. Tiene sentido, por supuesto, debido a la proliferación de los castillos, así que este ingenio se fue adaptando a las circunstancias de las fortificaciones que debían sitiar. Uno de los episodios más épicos fue el asedio infructuoso de Constantinopla, en el 626, por parte de los ávaros, con ayuda de eslavos y persas sasánidas. El Cronicón Pascual, un relato cristiano del siglo VII, menciona la presencia de estas máquinas durante el sitio: «Y en la sección de la puerta de Polyandrion hasta la puerta de San Romano se preparó para estacionar doce torres de asedio elevadas, que estaban avanzadas casi hasta los trabajos, y los cubrió con escondites.» A pesar de todo, las Murallas de Teodosio resistieron, en gran parte por el mismo factor que decanta las victorias en un asedio: la cantidad de defensores con los que contaban, unos doce mil soldados. El declive de la torre de asedio Las torres de asedio siguió utilizándose durante buena parte de la Edad Media. Los ingleses, por ejemplo, fueron muy aficionados, como por ejemplo en el sitio de Kenilworth en 1266. Y tuvieron su presencia en la caída de Constantinopla, en el 1453. Pero la llegada de la pólvora acabó con su utilidad. En cuanto las fortificaciones empezaron a armarse con cañones, las torres dejaron de tener sentido. Durante un tiempo se intentó crear una evolución de las torres de asedio, pero esta vez equipándolas con baterías de cañones, como ocurrió durante el asedio de Kazan en 1552, donde una de estas torres llegó a albergar diez cañones de gran calibre y otros cincuenta con menor potencia de fuego. Sin embargo, nada de esto fue suficiente para que la utilidad de
Historia de la cerveza
Imagínate que estás mojando un poco de pan duro en un cuenco de agua para ablandarlo. Un día no terminas ese desayuno y te dejas unos trozos en el recipiente mientras te vas a hacer tus cosas. A la mañana siguiente, vuelves y te encuentras el cuenco de nuevo, que todavía tiene un poco de agua y el pan hecho una pasta tras tantas horas reblandeciéndose. Pero por una de esas se te ocurre probar el líquido, sin atemorizarte porque de repente tenga un aspecto amarillento. Y te llevas una monumental sorpresa al darte cuenta de que tiene un sabor dulce y a la vez amargo, muy agradable en cualquier caso, y que te produce un ligero embotamiento en la cabeza. Pues así es como se descubrió una de las bebidas más consumidas del mundo en la actualidad, la cerveza (o eso creen los historiadores). Y hoy, aprovechando que es el Día Internacional dedicado a este dorado néctar, vamos a explorar lo que en este blog tanto nos interesa. Os cuento, pues, la historia de la cerveza. Los orígenes Para ser sincero, en realidad no se sabe en qué momento exacto de la historia inventamos la elaboración de la cerveza. Es muy probable que ocurriera tal y como os lo he contado en la introducción, por mera casualidad, igual que la mayoría de descubrimientos de la antigüedad. En cualquier caso, la evidencia más antigua que nos ha llegado es una tablilla mesopotámica donde se muestra a varias personas tomando cerveza de un mismo recipiente, hace más de seis mil años. Sin embargo, algunos arqueólogos creen que la elaboración de la cerveza podría remontarse a tiempos muy anteriores, y estar ligada a las primeras técnicas de fabricación del pan, que datan del 8000 a. C. De hecho se han encontrado evidencias de fermentación accidental de la cebada en Godin Tepe, una antigua ciudad en la actual Irán donde en el 3500 a.C. quizás tuvo lugar el episodio con el que he iniciado el artículo. Para los especialistas tiene todo el sentido del mundo que la fermentación empiece a utilizarse al mismo tiempo que surge la agricultura, y sobre todo en lugares con evidencias del cultivo del trigo y el centeno. Las primeras menciones a la cerveza Los sumerios le cogieron tanto el gusto a la cerveza que incluso la identificaron como un don ofrecido por una diosa, Ninkasi, quien literalmente se decía que había nacido de aguas frescas burbujeantes que saciaban el corazón. Vamos, que la buena mujer nació en un barril de cerveza. Lógico por tanto que las primeras recetas conocidas no tardaran en aparecer. La más antigua es una tablilla de arcilla grabada con escritura cuneiforme, y datada del 2050 a. C. En ella se alaba las cualidades de un tipo de cerveza llamada alulu, que los expertos creen que era del tipo ale. También encontramos referencias a esta bebida en un escrito del que ya hemos hablado no hace mucho: el poema épico de Gilgamesh. En esta historia mitológica, Enkidu ofrece al protagonista una bebida elaborada a partir de la fermentación de la cebada, cuyos efectos nos resultan pero que muy conocidos: “[…] su corazón se sintió luminoso, su cara se cubrió de júbilo y cantó con alegría.” La cerveza egipcia Es comprensible que para estas gentes primitivas los efectos alcohólicos de la cerveza fueran tomados como una manera de conectar con las divinidades. Se desarrolló por tanto un simbolismo religioso asociado al consumo de cerveza, lo que supuso que su utilización poco a poco se conectara con las élites. Sin embargo, esto empezó a cambiar cuando el uso de la bebida se extendió hasta Egipto, quien rápidamente asoció la cerveza con Osiris. Cómo no iba a ser así, cuando el cultivo del cereal era una práctica que debían al recurso más importante que tenían, el Nilo. Si el río era sagrado para ellos, cualquier elemento que surgiera de sus aguas también debía serlo. Los egipcios llamaron a la cerveza zythum, la cual la elaboraban con un toque propio, porque a la fermentación tradicional le añadían alguna fruta o hierba, como los dátiles, para darle un toque más dulce. A diferencia de los sumerios, la convirtieron en una bebida básica de la vida cotidiana. Era la contraparte del vino, preferida por las clases altas. La cerveza en cambio quedó para disfrute del pueblo llano. Y se produjo en masa. En estas fechas, durante la época de los faraones, es cuando surgen las primeras fábricas de elaboración de cerveza. Agarraos, porque los egipcios producían alrededor de cuatro millones de litros de cerveza al año. Tanto era así que la mayoría de la cebada almacenada en los graneros tenía como destino la fabricación de cerveza. La expansión de la cerveza El éxito de la cerveza estaba más que cimentado en Egipto, así que fue inevitable que los pueblos que contactaron con ellos también adoptaran el néctar espumoso para sí. No sabemos exactamente cuándo ocurrió, si fue en época minoica (y por tanto antes del nacimiento de los griegos como tales) o ya en tiempos micénicos, pero el caso es que los griegos recibieron con los brazos abiertos el consumo de cerveza. Como todo el mundo, por supuesto. Ya en época helenística, resultó inevitable que empezaran a surgir recetas nuevas. Los campesinos griegos crearon sus propias variedades, como la brytos o la kykeon, a tal punto que la popularidad de la cerveza alcanzó cotas enormes. El propio Homero la mencionaría en la Ilíada y en la Odisea, donde asegura que solía acompañarse de queso de cabra rallado. Las rutas comerciales que los mercaderes griegos mantenían a lo largo del Mediterráneo propagaron el uso del alcohol por todo el mundo conocido, hasta llegar a la península ibérica. Se conoce por ejemplo el término con el que los astures denominaban a la cerveza, zythos, y que derivaba del término egipcio. Los íberos conocían a la perfección la cerveza. Aunque, como ocurría en Grecia, el vino seguía siendo la bebida preferida de las