La de héroes grandiosos que tenemos dentro de la historia española, ¿verdad? Podría dedicar todas las entregas de este blog a esas grandes personalidades que de un modo u otro han quedado para la posteridad por su valor y entrega. Y os aseguro que la que hoy protagoniza este artículo no se quedaría muy atrás de otras quizás más famosas. Me refiero a Mayor Fernández de la Cámara y Pita, más conocida como María Pita. Una insigne mujer del siglo XVI que, si no conocíais, es hora de ponerle solución. María Pita, una leyenda de orígenes humildes Sabemos muy poco de los orígenes de María Pita, más allá de que nació en La Coruña en el siglo XVI, con el nombre completo de Mayor Fernández de la Cámara y Pita. De hecho hay ciertas controversias en torno a si era de familia hidalga, aunque generalmente se asume que vino al mundo en una familia humilde. Fue hija de Simón Arnao y María Pita la Vieja, propietarios de una pequeña tienda en la ciudad coruñesa. Ni siquiera ha quedado constancia del año en que nació, entre el 1556 y el 1562. La cosa empezó a cambiar cuando contrajo matrimonio con Juan Alonso de Rois, en 1581. Aunque seguía siendo un hombre modesto, carnicero de profesión, la situación del flamante esposo significó una mejoría para María Pita: Juan Alonso disponía de un par de viviendas y algunos viñedos en la región. Por desgracia, la unión entre ambos no duró mucho, pues él murió en el 1585, no sin antes dejarle una niña a su esposa. Y claro, con una criatura a cuestas, la mejor opción que tenía una mujer en aquella época era volver a encontrar marido cuanto antes. Y es entonces cuando conoció a Gregorio de Rocamonde, el cual, por desgracia, le brindaría la oportunidad de pasar a la historia. El ataque de La Coruña Primavera de 1589. La Coruña. La Expedición Drake-Norreys, más conocida como la Invencible inglesa o la Contraarmada, es avistada en el horizonte. 180 buques conformaban la flota, y eso que más de veinte desertaron antes de llegar a su destino. No había pasado ni un año de la debacle de la Armada Invencible, así que aquel pretendía ser un golpe definitivo por parte de Isabel I para aprovechar la supuesta debilidad de su homólogo Felipe II, dentro del marco de la guerra anglo-española. Drake, pirata para los nuestros, héroe para los ingleses, deseaba a toda costa repetir su exitoso ataque a Cádiz de 1585, y La Coruña era un objetivo demasiado jugoso para dejarlo pasar: como punto de salida y entrada de la flota española que surcaba el Atlántico, disponía de grandes reservas de oro y víveres, a pesar de lo cual sus defensas no estaban a la altura. En cuanto se avistó al enemigo las autoridades españolas movilizaron las escasas defensas que tenían: seis barcos y 1500 hombres entre soldados y milicias locales, entre los cuáles estaba Gregorio de Rocamonde, el marido de María Pita. La desventaja española era más que obvia. ¿Cómo iban a enfrentarse seis simples barcos a otros casi doscientos enemigos? Y aunque plantaron cara, no pudieron evitar que los ingleses desembarcaran el 5 de mayo en la playa de Santa María de Oza. Llegó el momento de pelear en tierra y defender las murallas de la ciudad. Una enconada batalla, en la que, al fin, los ingleses abrieron una brecha. La suerte de los coruñeses estaba echada… María Pita contra Francis Drake El asalto de los británicos a la ciudad vieja obligó a los voluntarios civiles a entrar en combate. Y allí estaba Gregorio de Rocamonde, en primera línea, que cayó muerto durante la acometida de los de Drake. Lo que pasó a continuación forma parte tanto de la leyenda como de la historia: al ver cómo su esposo caía en el asalto, María Pita estalló de pura rabia y se unió a los defensores como si de un miliciano más se tratara. Tal era su ímpetu que todos los coruñeses, así fueran hombres o mujeres, civiles o soldados, la siguieron como si ella fuera la auténtica líder. «Quien tenga honra que me siga», gritaba, y vaya si la siguieron. María tomó una de las lanzas que llevaban la bandera inglesa, y la empuñó para alancear al alférez británico que marchaba en cabeza. Dice el mito que el pobre desgraciado que sufrió su rabia era el hermano del mismísimo Francis Drake. La tradición gallega nos cuenta cómo aquella mujer desmoralizó a la tropa inglesa, hasta el punto de que provocó su retirada. No nos vamos a engañar: es poco probable que algo así sea real. Resulta más creíble pensar que, ante lo que se estaba prolongando el asedio, decidiera levar anclas al saber que los refuerzos venían en camino para auxiliar La Coruña y pillar la espalda de los sitiadores. Pero esto no desluce en ningún caso la ejemplar resistencia de los coruñeses ni el papel de María de Pita. María Pita, el símbolo Era inevitable que la historia de María Pita se convirtiera en un símbolo de coraje y resistencia para los gallegos y el resto de España. Su heroísmo ha sido recordado en libros, canciones, películas e incluso cómics. Es también un ejemplo de la importancia de las mujeres en la defensa de su patria, de que ellas también tuvieron que tomar las armas en ocasiones y dar su vida por defender al pueblo. De hecho, no fue la única heroína, pues hubo muchas otras mujeres con ella, como Inés de Ben. Aunque, por desgracia, el nombre de estas valientes mujeres no ha trascendido. Pero no creáis que tras este suceso la vida de María Pita fue plácida. Se casó hasta cuatro veces, y tuvo otros tantos hijos. Se las vio contra varias querellas e incluso estuvo en la cárcel. Afrontó una sentencia de destierro por unas falsas acusaciones de asesinato, contra las que luchó al igual que contra los ingleses: con pasión. Pues ni corta ni perezosa,
Recaredo, el gran rey godo
Pocos nombres de nuestra historia resuenan tanto como el de Recaredo. Ascendido a la categoría de héroe patriótico, a la par que otros personajes como el Cid, y utilizado demasiadas veces con fines interesados, no cabe duda de que estamos ante una de esas figuras clave sin las que nuestro presente no sería el mismo. Lo básico seguro que lo sabéis: fue un rey visigodo que gobernó en la península ibérica en el siglo VI. Es conocido por ser el primer monarca visigodo en convertirse al cristianismo católico, y por su papel en la unificación religiosa y política del reino visigodo. El paradigma del gran monarca godo, constructor junto con su padre Leovigildo de los cimientos que un día, aún muy lejano, sería la actual España. Hoy os acercaré un poco su vida. ¡Os aseguro que es apasionante! Recaredo, el hijo de Leovigildo Su padre fue, desde luego, el único que puede hacerle sombra. La mayor hazaña de Leovigildo no fue por las armas, como uno cabría esperar. En mi opinión el gran logro que llevó a cabo fue la instauración de una nueva legislación, el Código de Leovigildo, que ponía en igualdad de condiciones a los godos y a los hispanorromanos, las poblaciones principales de su reino. De este modo logró una unificación social y cultural que hizo posible cimentar sus campañas militares. Una unión que, en cualquier caso, no logró consolidar debido a las discrepancias que creaban las dos religiones mayoritarias en ese momento: el cristianismo arriano y el católico. Imaginad lo difícil que debió ser para sus hijos, Hermenegildo y Recaredo, crecer con la presión de estar a la altura de semejante titán. Recaredo nació alrededor del año 559, en el seno de una dinastía visigoda que había gobernado la península ibérica desde el siglo V. La identidad de su madre no está muy clara, aunque se cree que podría tratarse de una princesa sueva llamada Teodosia, hija del dux de Cartagena, Severino. Recaredo fue criado en la corte real de Toledo, donde demostró ser un niño inteligente y curioso, ávido de conocimiento. Fue educado en la religión arriana, que era la creencia dominante entre los visigodos en ese momento. Y os aseguro que el tema de la religión fue un dolor de cabeza constante en esta familia, hasta el punto de romperla. Recaredo, a verlas venir En el año 579, la estabilidad familiar se fue al garete. El hijo mayor, Hermenegildo, que junto con Recaredo había sido asociado a la sucesión del trono (contraviniendo la costumbre de que los reyes fueran elegidos entre los más aptos), se hartó de ser sólo el gobernador de la Bética y se rebeló contra su padre. Suele decirse que la Yoko Ono de todo esto fue su esposa franca, Ingunda, que convenció a Hermenegildo para que renegara del arrianismo y se convirtiera al catolicismo. Padre e hijo dialogaron, pero por lo visto ambos eran igual de cabezotas y al final se llegó a las armas. Leovigildo no tuvo piedad alguna y acabó por capturar y desterrar a su hijo en Valencia, el cuál moriría en Tarragona en el 585. ¿De qué lado estuvo Recaredo durante este enfrentamiento? Pues podría decirse que de ambos. De hecho, su padre lo envió para que mediara con Hermenegildo y le convenciera para entregarse. Recaredo así lo hizo, pero no le gustó mucho que Leovigildo encarcelara a su hermano después de rendirse. Para entonces, el futuro rey había empezado a entender que la unión entre godos y hispanorromanos jamás podría ser completa mientras existiera un enfrentamiento religioso. Así que tomó nota… y esperó. Recaredo, el primer rey católico Leovigildo murió en Toledo en la primavera del 586, lo que significó la ascensión inmediata de Recaredo al trono. Por entonces todavía era arriano, pero no tardó ni un año en convertirse al catolicismo, aunque lo hizo en secreto. Durante meses estuvo macerando su gran plan, que no dio a conocer hasta el 589, cuando convocó posiblemente la reunión que iba a cambiar la historia de Hispania: el III Concilio de Toledo. El tema de este concilio fue tratar la cuestión religiosa que había enfrentado a su padre y a su hermano. En presencia de obispos y nobles, Recaredo anunció a los presentes lo que ya era un secreto a voces: su conversión al cristianismo católico. Por supuesto, un rey no puede permitir que sus súbditos tengan otra confesión que no sea la suya, así que ordenó que todos los súbditos visigodos hicieran lo mismo. Incluso mandó quemar cualquier libro de carácter arriano, hasta el punto de que a día de hoy no se conserva ninguno. No hubo casi oposición. Hasta la nobleza visigoda, tradicionalmente arriana, aceptó el edicto del nuevo rey. Algunos clérigos arrianos se convirtieron al catolocismo, lo cual supuso un problema, porque el arrianismo permitía que estuvieran casados, así que tuvieron que elegir entre sus esposas y seguir sirviendo a Dios. Este acto de unificación religiosa fue fundamental para consolidar el poder de Recaredo y establecer la hegemonía del cristianismo católico en la península ibérica. Pero, sobre todo, permitió que lo que su padre comenzó fuera al fin posible: la unificación de godos e hispanorromanos, convertidos al fin en hispanos. Ahora todos ellos estaban vinculados por una fe común, que legitimaba tanto al vasallo como al monarca. Conclusiones Las consecuencias de esta conversión en masa fueron de una envergadura colosal y muy profunda, tanto que afectó en cuestiones tan mundanas como la forma de vestir. Las costumbres godas fueron decayendo, de tal modo que casi todo elemento tradicional heredado de sus orígenes germánicos desapareció. Mientras tanto, el reinado de Recaredo estuvo marcado por una serie de reformas políticas y administrativas destinadas a fortalecer la posición del rey y centralizar el poder en su persona, lo que lo llevó a gobernar hasta el año 601. El sistema de gobierno no caería hasta mucho tiempo después, con la llegada de los primeros musulmanes, tal y como os conté en el artículo sobre Tariq ibn Ziyad.
La batalla de Gravelinas
Hay momentos de la historia cuya relevancia es tal que si se hubieran resuelto de otro modo el mundo habría sido completamente distinto. ¿Y si Aníbal hubiese atacado Roma? ¿O cómo sería nuestro presente si los Reyes Católicos jamás se hubiesen casado? No sé a vosotros, pero a mí este tipo de especulaciones, que en literatura se llaman ucronías (y de las que hablaremos próximamente), me resultan fascinantes. En cualquier caso, uno de estos momentos críticos en la historia fue sin duda alguna el enfrentamiento que marcó el destino de la Gran Armada Española de Felipe II (sí, ya sabéis, la mal llamada «Armada Invencible», en donde participó nuestro querido Juan Lobo). Me refiero cómo no a la batalla naval de Gravelinas. Hoy hablaremos un poco de un combate que, si se hubiese resuelto de otro modo, habría cambiado el rumbo de la historia para siempre. ¿Por qué se llama la batalla de Gravelinas? En primer lugar habría que aclarar que existe otra batalla de Gravelinas, aunque no tiene mucho que ver con la que nos atañe hoy. Se dio justo treinta años antes, en la misma población. Pero aquella transcurrió en tierra firme y supuso el final de la guerra entre Francia y el Imperio español (una de tantas). Tras aquello, Enrique II de Francia tuvo que rendirse y firmar una paz por la que cedía los territorios italianos en posesión francesa, a través del tratado de Cateau-Cambrésis. Pero aunque apasionante, esta no es la batalla de la que hoy quería hablaros. La que a nosotros nos importa tuvo lugar el 8 de agosto de 1588. Como sin duda ya sabéis, Felipe II montó la mayor flota naval española vista hasta la fecha: 130 barcos se reunieron en Lisboa, incluyendo galeones, galeazas, fragatas y urcas, con más de 30.000 hombres entre marineros y soldados. Su objetivo, el más ambicioso que pudiera imaginarse nadie: la conquista de Inglaterra. O, como la llamó el propio monarca, la empresa de Inglaterra. ¿Y qué demonios hacía dicha flota atravesando el canal de La Mancha? Porque bien podría haber desembarcado en la costa suroeste y empezar la conquista hacia el norte. Pero para eso faltaba alguien: el duque de Parma, que comandaba a la flor y nata de las fuerzas militares españolas. Sí, estoy hablando de los tercios de Flandes. Su presencia era esencial para lograr la victoria en territorio inglés, pues eran la élite, las tropas más temidas, las mejor preparadas. Su participación era tan vital que toda la planificación se hizo con la idea de que los hombres del duque de Parma embarcaran, por lo que la Armada debía ir en su busca. Con los ingleses hemos topado Sin embargo, la flota inglesa, liderada por el comandante Charles Howard y el famoso Sir Francis Drake, fue advertida de la invasión e inició una serie de ataques contra los barcos españoles. Pero todos estos intentos, aunque molestos y peligroso, apenas lograron retrasar a los españoles. La Felicísima logró cruzar el canal de La Mancha y llegó a Calais el 27 de julio de 1588, donde debían estar esperándoles las tropas del duque de Parma. Pero allí no había nadie. Ni rastro de los tercios, y todo porque una serie de desafortunadas desgracias impidieron que el primer mensaje, anunciando que la flota había partido de Lisboa, jamás llegó a manos del duque de Parma. Imaginaos qué trago tuvo que pasar el pobre hombre: de pronto le llega un mensaje diciéndole que tiene que estar en un par de días con todo su ejército en Calais, y sin tiempo para nada tuvo que movilizar un enorme contingente. A prisas y corriendo, como buenos españoles. La batalla de Gravelinas El duque de Medina Sidonia, al mando de la Armada, no tuvo más remedio que anclar la flota cerca del puerto de Calais para esperar la llegada del duque de Parma. Con el miedo en el cuerpo, por cierto, pues sabía que los barcos ingleses rondaban por ahí. Se olía una jugarreta, pues colocó pinazas y zabras como escudo, ante el temor de que los británicos lanzaran un ataque con brulotes. ¿Y qué es un brulote? Pues ni más ni menos que un barco suicida cargado con explosivos. Seguro que te suena de cierta serie y saga de fantasía, sólo que en esta ocasión no era fuego valyrio, sino simple pólvora. Dicho y hecho: en cuanto cayó la noche, los ingleses enviaron hasta ocho de estos terribles brulotes. Dos de ellos fueron rechazados, pero el resto tuvo éxito: obligaron a que muchos navíos españoles tuvieran que levar anclas para esquivarlos. Buscaron formar una línea de batalla, pero debido a las fuertes corrientes y vientos, la formación se deshizo. Los barcos españoles se encontraron dispersos y separados unos de otros, lo que los hizo vulnerables a los ataques de la flota inglesa. Y, sobre todo, al cada vez más enrabietado temporal. El enfrentamiento posterior fue de órdago. Los cañones escupieron a diestro y siniestro, en especial desde los barcos ingleses, que andaban bien sobrados de munición. Se dice que los navíos llegaron a acercarse tanto que unos y otros podían insultarse de un barco a otro. Pero a pesar de la supuesta superioridad inglesa, la mayor fortaleza de los galeones españoles pudo soportar el tiroteo. Los ingleses al fin se quedaron sin munición y no tuvieron más remedio que regresar. ¿Victoria? ¡Victoria! O eso estaréis pensando. Ya os digo yo que los soldados y marineros españoles no vitorearon muy alto ni durante mucho tiempo. Pues por mucho que los ingleses se habían retirado, la Armada había quedado en unas condiciones tan lamentables que aquello de triunfo no tuvo nada: fue una derrota sin paliativos. Se perdieron varios barcos debido al terrible oleaje, lo que hizo ya imposible volver a anclar en Calais para esperar a los tercios del duque de Parma. Así que el duque de Medina Sidonia no tuvo más remedio que dar una orden que iba a poner la puntilla de tan desgraciada empresa: el
Alejandro Magno en “Alexander”
Una serie sobre las películas históricas no podría estar completa sin un artículo dedicado al líder más grande de la Antigüedad. Alejandro Magno fue el estratega del que aprendieron todos los estrategas. Aníbal Barca lo idolatraba hasta niveles casi obsesivos, tanto que lo tenía presente en cada una de sus batallas. Quizás por ello fue el que estuvo más cerca de igualarlo. En 2004, Hollywood estrenó «Alexander», de Oliver Stone. A pesar de que su éxito no fue el esperado, hay que reconocer que la película es grandiosa en cuanto a concepto y producción. ¿Pero cuánto hay de ficción y cuánto de realidad histórica en este filme? ¡Os lo cuento! «Alexander»: oportunidad perdida En primer lugar hay que mencionar que Oliver Stone contó con un asesor de lujo: el historiador británico Robin Lane Fox. Estamos hablando del autor de la mejor biografía del conquistador macedonio jamás escrita, publicada en 1973. De hecho, este libro conformaría los cimientos argumentales del guión de la película. Más aún, Lane Fox participó en persona durante toda la producción, con el único afán de que el estilo hollywoodiense no fagocitara tanto su obra como la figura histórica Alejandro. Con un guardián tan férreo e implacable, cabría pensar que «Alexander» sería una adaptación fiel y escrupulosa de la historia. Hay que reconocer que lo es, y que más allá de que se tildara a la película de aburrida y demasiado centrada en la sexualidad de Alejandro Magno, es complicado encontrar grandes errores históricos en el film. Pero haberlos, haylos. El Faro de Alejandría El primero lo encontramos a los pocos segundos de empezar la película, con esa panorámica soberbia del puerto de Alejandría y una fecha: 285 a.C. En esta imagen destaca algo imposible, algo que no debería estar ahí todavía. Me refiero a una de las siete maravillas del mundo antiguo, el Faro de Alejandría. Varios apuntes de esta construcción, para los que viváis en Marte: se estima que su altura alcanzó los cien metros, lo cuál la convirtió en la estructura más alta hecha por el hombre durante siglos. De esas siete maravillas, fue la tercera que más tiempo sobrevivió (superada solo por la Gran Pirámide de Guiza y el Mausoleo de Halicarnaso), pues sus últimas piedras permanecieron indemnes hasta 1480. Vamos, que este monumento bien se merecería un artículo completo (ponédmelo en los comentarios si os apetece). ¿Pero por qué es un error histórico que aparezca al principio de «Alexander»? Cinco años tienen la culpa, ya que la construcción del faro no comenzó hasta el 280 a.C. Sí, el proyecto nació de la mente de Alejandro Magno, pero nuestro aguerrido conquistador murió antes de que aquello fuera algo más que una idea. Tuvo que ser Ptolomeo I, quien se declaró el primer faraón ptolemaico en el 305 a.C., quien financiara la construcción del monumento en la isla de Pharos (de ahí el nombre). Sin embargo, las obras, que se prolongaron durante más de tres décadas, concluyeron bajo el gobierno de su sucesor, Ptolomeo II, en el 247 a.C. Así que en la escena con la que se abre la película todavía faltaban treinta y siete años para que la visión del faro acabado fuera posible. Olimpia, una madre bastante desequilibrada El personaje más importante en la vida de Alejandro Magno fue sin duda su madre, Olimpia de Epiro. Al menos eso asegura la película, donde nos la ponen de loca para arriba. Por ejemplo, juguetea con serpientes, algo de lo que sí hay constancia histórica. Pero la explicación propuesta por los historiadores es mucho más mundana que una simple demencia: durante la antigüedad, estos animales han sido la representación de diversos cultos primitivos en torno a diosas de la naturaleza (en la Creta minoica, por ejemplo). En este caso, se cree que Olimpia pudo ser practicante de un rito tracio a la Gran Madre, común en muchos pueblos anteriores a la cultura griega. En la película, Olimpia también asegura que Zeus la dejó preñadísima de Alejandro Magno mandándole un rayo directo al útero. Y claro, por eso ella estaba tan convencida de que su hijo iba a ser un dios, como un nuevo Aquiles. También por eso se pasó toda su infancia comiéndole la oreja con eso de que iba a ser el mayor hombre del mundo. La verdad es que el tema de la divinización de Alejandro daría para un artículo entero. Para empezar es cierto que él realmente se creyó un dios, y que no fue sólo por conseguir el respeto, como otras figuras históricas. Al fin y al cabo, se lo ganó a base de méritos. En cualquier caso, nunca ningún historiador ha postulado la hipótesis de que fuera por influencia de su madre. Vamos, que esto se lo sacaron de la manga en pos del dramatismo. Gaugamela, la madre de todas las batallas Estaréis esperando que ponga a caldo la escena de la batalla de Gaugamela en la película. Pues no, resulta que es una magnífica recreación a la que apenas se le pueden achacar errores. Hasta fueron detallistas con cosas como que los caballos no tuvieran estribos, ingenio que fue muy posterior. Sin embargo, esto implica que, sin una manera de que el jinete pueda apoyar sus pies, es imposible realizar una carga de caballería con lanza pesada, porque se caería al primer contacto. Otros pequeños errores son, por ejemplo, que los persas de la película hablen en árabe, cuando el idioma persa no tiene nada que ver con el mundo árabe (el persa es de origen indoeuropeo, mientras que el árabe es semítico, de la familia afroasiática); o que la batalla de Hidaspes se desarrolle en una jungla y sin ningún río, cuando el enfrentamiento se dio en el margen oriental del río que da nombre a la contienda; o decir que Heracles, Aquiles, o Teseo visitaron la India; o, ya que mencionamos a Heracles, que este mató a sus hijos después de sus trabajos, cuando en realidad si realizó éstos fue para expiar ese crimen.
Las tribus romanas
Estaréis de acuerdo conmigo en que, cuanta más información, mejor. Sobre todo cuando hablamos de historia. Pero a veces el exceso de datos puede llegar a ser abrumador. Es lo que pasa con una sociedad tan conocida como la Antigua Roma. Sabemos tantas cosas de esa civilización del pasado que suele ocurrir que algunos aspectos y conceptos se diluyen entre otros mucho más famosos. Hoy quiero hablaros de uno de estos elementos vitales en la cultura romana, pero que mucha gente no tiene claro o incluso desconoce. Me refiero al concepto de las tribus romanas. ¿Vamos allá? Las tribus romanas: no son lo que crees Cuando utilizamos la palabra «tribu», lo más habitual es que nos imaginemos una comunidad de carácter muy primitivo, de reducido tamaño, y poco desarrollada en el aspecto social. Y eso, en el caso de la Antigua Roma, sería un error. Porque las tribus romanas se diferencian bastante de ese concepto. De hecho, más bien están ligadas a la organización política y territorial que a una cuestión de pertenencia a un pueblo. Las tribus romanas son, o llegaron a ser, una delimitación territorial a la que pertenecían los distintos ciudadanos romanos, y que servían para organizar el poder de voto y elección de los magistrados que se encargaban de la organización estatal. Algo así como nuestras actuales circunscripciones actuales. El origen de las tribus romanas Para entender un poco mejor la envergadura de estos números, habría que empezar por el principio, con la fundación del concepto de tribu romana. Y para ello hay que retrotraerse a los tiempos legendarios de la fundación de Roma, ya sabéis, toda la historia de Rómulo. Según nos cuenta la tradición romana, la primigenia Roma estaba constituida por un único grupo social, los patricios. O sea, los patres fundadores, la nobleza de sangre o nobiles patritii. Una rama de familias que formaría una aristocracia fundamental, y de ello queda constancia ya que los nombres de muchos de estos grupos patricios han quedado para la posteridad, como los Valerios, los Manlios o los Claudios. Sin embargo, en aquellos primeros años, Rómulo decidió que el pueblo necesitaba una organización más plural. Así pues, cogió a los patricios y los dividió en tres tribus. ¿Por qué se usó esta palabra? En latín, este término está compuesto por el elemento tri-, que no hace falta que os diga que significa «tres», y -bus, que es una partícula que añade carácter plural y de pertenencia. Por tanto, en lo básico, «tribu» significa «uno de los tres grupos». La organización de las tribus romanas Por supuesto, había que ponerles nombres a estas tres nuevas tribus romanas. Rómulo utilizó los de aquellos pueblos originarios de donde provenían los romanos: luceres, tities y ramnes. Esta última era la tribu a la que según la mitología perteneció Rómulo, así que muy comprensiblemente el rey vinculó a uno de estos grupos a su propia figura. Por cierto, ¿os acordáis del rey Tito Tacio y de las Sabinas? Hablamos de ellos en este artículo. Pues bien, como recordaréis os comenté que el «malentendido» acabó con la unión del pueblo sabino y el romano, y con Tito Tacio convertido en co-gobernante junto a Rómulo. Pues si este nombró a una de las nuevas tribus basándose en su origen, al menos tuvo el gesto de hacer lo mismo con Tito Tacio, que dio nombre a los tities. Los luceres, por su parte, se cree que tenían origen etrusco. Cabe destacar también que estas cuatro tribus romanas, a su vez, estaban formadas por curias. El término curiae se cree que tiene un origen etimológico indoeuropeo, y significaría «reunión de varones», o sea, una asamblea. La cuestión era que cada una de ellas estaba encabezada por un curión, o curio maximus, un representante con responsabilidades militares e incluso religiosas. A su vez, cada curia estaba también dividida en otro tipo de agrupaciones, y seguro que estas os suenan más. Me refiero a los gens, que podríamos definir de manera muy resumida como familias que compartían un mismo cognomen o apellido y dirigidos por sus correspondientes pater familias. Como dato curioso, cada gens tenía su propia divinidad protectora. Entonces llegó Servio Tulio… Y todo cambió. Sí, con la llegada del sexto rey, nuestro viejo conocido Servio Tulio (del que también hablamos en este artículo), la cosa empezó a complicarse de veras. Porque tres tribus romanas y sus respectivas subdivisiones en curias y familias no eran suficientes por lo visto. Servio Tulio pensó que sería una buena idea cambiar esa organización y adecuarla a la domiciliación. Un sistema bastante más práctico, pensaréis, porque se parece mucho a cómo nos organizamos hoy en día. Por supuesto, aquí había un interés que iba más allá de agilizar los trámites: gracias a este nuevo arreglo, Tulio pudo instaurar un tributum. Así pues, cada una de estas tres tribus romanas tuvo dos vertientes: las urbanas, que como su propio nombre indica se aglutinaban en la ciudad; y las rurales. Uno podría pensar que las tribus urbanas, por eso de ejercer su influencia en la misma Roma, eran las más relevantes. Y si bien una de ellas, la Palatina, está considerada como la más influyente, en realidad el auténtico poder estaba en las rurales. ¿Por qué? Es sencillo de entender: eran a las que pertenecían los grandes terratenientes, los más ricos. Las cuatro tribus romanas urbanas, que no variaron en número, fueron la Suburana, Esquilina, Palatina y Collina. Las tribus rurales en cambio sí crecieron con el tiempo y la expansión romana por Italia y el resto de Europa: las diez iniciales acabaron convirtiéndose en treinta y cinco hacia el año 241 a.C. De este modo, Servio Tulio puso los cimientos para establecer uno de los conceptos más importantes de la Antigua Roma: la ciudadanía. Conclusiones Todo este asunto de las tribus romanas es un buen ejemplo de que la sociedad de la Antigua Roma fue bastante más compleja de lo que en principio imaginamos. Y eso que yo lo he resumido
Las brujas de Zugarramurdi
Estamos viendo desde hace unas semanas que el cine suele tomarse libertades a la hora de adaptar sucesos históricos. Lo cual considero que es comprensible y aceptable. Estamos ante adaptaciones a otro medio, cuyo lenguaje exige este tipo de modificaciones en pos de la espectacularidad y el entretenimiento. En cualquier caso, la industria cinematográfica española tampoco se libra de esta necesidad. Hace unos cuantos años ya, el director Álex de la Iglesia produjo una película que recuperó uno de los casos más impactantes de la brujería en nuestro país. Así que apagad las luces del salón y poneos cómodos (si podéis), porque hoy hablaremos de la historia de las brujas de Zugarramurdi. Los antecedentes Toda historia viene de sucesos previos que condicionan los acontecimientos. En el caso que nos ocupa, el campo había sido abonado por el contexto social en torno a la caza de brujas medieval, en torno al siglo XVII. Una persecución que fue especialmente intensa en la región de Labort, en el País Vasco francés. La proliferación de supuestas practicantes de magia negra fue tal que el rey Enrique IV de Francia, a petición de los nobles locales, nombró al juez Pierre de Lancre para que acabara con lo que consideraban un atentado a la fe cristiana. Lo curioso es que en esta investigación la Inquisición no tuvo nada que ver. Tal fue el terror que causó la llegada de Lancre a Labort que hubo una desbandada general de habitantes hacia Navarra. No importaba que la mayoría de ellos tuviera de brujos lo que yo de futbolista profesional. El peligro de ser acusados de manera falsa era demasiado grande. Como dato, entre los que se quedaron Lancre «descubrió» (bajo tortura y coacción, por supuesto) unas tres mil personas relacionadas con actos de brujería. Mandó quemar a ochenta mujeres. Las brujas llegan a Zugarramurdi Gran parte de esa gente que huyó de Labort fue a parar a Zugarramurdi, una pequeña aldea fronteriza ya dentro de territorio español. Entre los desplazados se hallaba María de Ximildegui, una muchacha de veinte años que en realidad había nacido en Zugrramurdi y marchó con sus padres a Labort. Creyéndose fuera del alcance de la represión de Lancre, no se le ocurrió nada mejor que alardear de haber visto en diversos aquelarres a otra vecina de la aldea, María de Jureteguía. De inmediato, la aludida negó semejantes acusaciones y se puso echa una furia por el falso testimonio. Pero la otra María insistió de tal manera que todo el mundo acabó por creerla. Jureteguía, al fin, confesó: llevaba practicando brujería desde niña, por mandato familiar. Asfixiada por la presión popular, la bruja confesa empezó a soltar la lengua y señaló a otros practicantes, unas diez personas entre hombres y mujeres. Ante el temor de ser apedreados y desterrados de la aldea, todos ellos se arrepintieron frente a sus vecinos, que acabaron por perdonarlos. La Inquisición entra en escena Por supuesto, el revuelo llegó a oídos de la Santa Inquisición española. Se inició una investigación, y el 12 de enero de 1609 los dos inquisidores del tribunal de Logroño, que tenía la jurisdicción eclesiástica de Navarra, valoraron la situación. Ambos del bando más extremista (porque existían dos posturas, como os cuento en mi novela La boca del diablo), así que lo que vino a continuación estaba cantado: se ordenó la detención de cuatro de las brujas que habían confesado en Zugarramurdi. Las llevaron a la prisión que la Inquisición tenía en Logroño y las interrogaron a base de las habituales torturas. Tanto como que las acusadas aceptaran su condición de brujas por lo mismo que lo hicieron en su aldea: para escapar del acoso y ser liberadas. Como si de una manifestación actual se tratara, en febrero se plantaron ante el tribunal inquisitorial un grupo de vecinos de Zugarramurdi en defensa de las acusadas. Alegaron que las confesiones no tenían validez pues habían sido perpetradas en base a amenazas. Al tribunal no le cayó muy en gracia esta iniciativa, así que cortó por lo sano: también apresó a los alborotadores. Las coacciones hacia estos llevaron a un señalamiento masivo de cómplices en Zugarramurdi. Uno de los inquisidores, Juan Valle Alvarado, viajó hasta el poblado para cotejar datos y, según declaró, encontró hasta trescientas personas relacionadas con supuestos aquelarres. Detuvo y trasladó a Logroño a cuarenta. El proceso contra las brujas de Zugarramurdi El juicio fue un esperpento de principio a fin, en el que se relataron con pelos y señales los supuestos rituales que las brujas practicaban en Zugarramurdi. Cosas como que se sentaban alrededor del trono del Diablo, donde realizaban orgías, o que se sacaban sangre como ofrenda al demonio. Incluso se hablaba de poderes que recibían las brujas, como la capacidad de convertirse en cabras, puercos u ovejas; también desencadenaban tempestades para que los barcos naufragaran o destruían las cosechas (las mismas que les daban de comer). Por supuesto, no podían faltar las maldiciones que echaban a diestro y siniestro mediante polvos mágicos: «Muchas veces en el año, siempre que los frutos y panes comiençan a florerecer, hacen polvos y ponzoñas, y para esto el Demonio a parta a los que han dado poder y dignidad de hacer ponzoñas y les dice el dìa en que las han de hacer…» La cosa acabó mal, como era de esperar. Veintinueve personas fueron sentenciadas como culpables. A pesar de las dudas de algunos de los inquisidores presentes en el juicio, el auto de fe se realizó el domingo 7 de noviembre de 1610, frente a una gran multitud de gente. La lectura de las sentencias se prolongó tanto que el acto terminó al día siguiente, con dieciocho personas reconciliadas y la quema de las once que no se arrepintieron. Cinco de estas ardieron de manera póstuma, pues habían muerto en prisión.
Las gladiatrix: mujeres guerreras en Roma
Del papel de la mujer en la sociedad de la Roma Antigua se han escrito cientos o incluso miles de obras a nivel académico (aunque no tantas en novela). En líneas generales, y aunque las mujeres nacían tan libres como los varones y tenían la condición de ciudadanas, tenían restringidos ciertos derechos, como la posibilidad de ocupar cargos públicos o votar. Y aún así existieron mujeres asombrosas que ejercieron papeles vitales para la historia de Roma, como Epicaris, la esclava que intentó matar a Nerón. Pero hoy quiero hablaros de una serie de féminas que se adentraron en un «oficio» que solemos asociar en exclusiva con los hombres. Porque sí, también hubo mujeres guerreras en Roma: las gladiatrix. Cómo surgen las gladiatrix En primer lugar hay que hacer una matización importante: en realidad, los romanos nunca llamaron a estas luchadoras con el apelativo de gladiatrix. O al menos no aparecen citadas con tal denominación en ninguna fuente clásica de la época. Dicho termino parece ser que se popularizó mucho después, en la edad contemporánea. Aún así, su existencia, que otro tiempo se creyó un simple mito, está ya fuera de toda duda. Así nos lo aseguran las evidencias arqueológicas y literarias, como por ejemplo el Decreto de Larinum que se promulgó en tiempos de Tiberio, y que especificaba que ninguna mujer descendiente de senadores podía tomar las armas en modo alguno, ya fuera para entrenarse o actuar como gladiadoras. La mención específica a esta actividad sugiere con total claridad que existían y era conveniente regular su participación. Por lo visto, las primeras gladiatrix aparecieron durante el gobierno de Nerón. Según Tácito, por aquel entonces se celebraron unos juegos para agasajar la visita del rey de Armenia, Tiridates I, que fue coronado por el emperador en el año 66. Cabe destacar que esta iniciativa no partió de Nerón, sino que fue algo ideado por los propietarios de estos espectáculos, que siempre estaban buscando fórmulas novedosas con las que sorprender al público. De hecho, una inscripción hallada en el antiguo puerto de Roma menciona a un tal Hostilinarius como el primero en utilizar mujeres gladiadoras. Aunque si me preguntáis a mí, eso me suena a fanfarronada. Gladiatrix, las nuevas amazonas La participación de mujeres guerreras tuvo un enorme éxito entre el vulgo que acudía a los anfiteatros. No podía ser de otro modo: ver a dos mujeres luchando tenía un fuerte componente exótico y, por qué no decirlo, erótico, ya que solían combatir con los pechos al descubierto. Eran de algún modo la personificación de las míticas amazonas, personajes de la mitología griega que los romanos también adoptaron como propios hasta el punto de que el mismísimo Julio César las usó de argumento durante una discusión en el senado romano. Aún así, la falta de información sugiere que las gladiatrix jamás tuvieron la misma presencia que sus contrapartidas masculinas. Es de lógica: el negocio de los gladiadores se nutría de prisioneros de guerra, y las mujeres no acudían a luchar. Por tanto había menos esclavas con capacidad para el combate. Además estaba el recatado y por momentos misógino carácter de los romanos. Una doble moral que por un lado hacía que se excitaran ante aquellas luchas entre mujeres a pecho desnudo y por otra las tomaran por una afrenta a la dignidad de las feminae, las damas que cumplían con las buenas normas morales. Esto hacía que casi todas las gladiatrix fueran libertas, mientras que las ciudadanas respetables ni se plantearan esta actividad. Aunque hubo emperadores que trataron de dignificar los deportes femeninos, como Septimio Severo o nuestro ya conocido Cómodo. Con escaso éxito, tanto que en el 200 d.C. el propio Severo tuvo que prohibir los combates entre gladiatrix a pesar de que le encantaban. Las fieras gladiatrix ¿Y en qué consistían estos combate? Se diferenciaban en diversos aspectos de los realizados por los gladiadores masculinos. Por una parte, las gladiatrix jamás llevaban cascos protectores, lo cual tenía todo el sentido del mundo: había que dejar bien claro que se trataba de mujeres. Motivo por el cual además tampoco se cubrían el pecho. Aunque esto también se hacía para deleitar a los espectadores varones con la visión de los senos de las protagonistas. Por lo demás, contaban con una panoplia similar a la de los hombres: escudo, protectores para las piernas y brazos, y por supuesto el arma principal era el gladius romano. Sin embargo, las gladiatrix no se limitaban a luchar en la arena, sino que también ofrecían favores sexuales a los nobles romanos en las fiestas que estos celebraban. Pero lo hacían por voluntad propia. Como ya hemos dicho, la mayoría de las gladiatrix eran libertas, y por tanto mujeres libres, que a diferencia de los gladiadores esclavos podían decidir con quién yacían, o incluso negarse a luchar si en algún momento se hartaban de ello. Nadie las obligaba, saltaban al combate por sus ansias de aventura, por notoriedad o, para qué negarlo, porque aquella práctica estaba muy bien remunerada dada la escasez de luchadoras. Conclusión No nos han quedado muchos nombres de gladiatrix para la posteridad, por desgracia. La arqueología es la única vía para identificar algunas, como Achillia y Amazona, que aparecen en una placa de mármol hallada en Halicarnaso (actual Turquía). Aunque nos tememos que estos no eran sus nombres reales, sino aquellos que usaban durante los combates. En Inglaterra también se encontró un esqueleto femenino rodeado de objetos relacionados con los gladiadores, aunque no está claro si fue una gladiatrix o la esposa de un gladiador común. En cualquier caso, la historicidad de estas mujeres guerreras ha dejado de estar en entredicho. Una vez más, el mito se ha convertido en realidad.
William Wallace, el auténtico Braveheart
Seguimos con los grandes personajes históricos que el cine ha popularizado. Hasta ahora hemos visto al villano de Gladiator, Lucio Aurelio Cómodo; y al protagonista que da nombre a La lista de Schindler. Ambos, curiosamente, más o menos adaptados con fidelidad en sus respectivas películas. Al menos en cuanto a carácter y personalidad. Ahora bien, nuestro siguiente invitado, a pesar de la enorme popularidad que tuvo en los 90 a raíz de este film, no resultó tan afortunado. Pero os lo presento primero: hoy hablaremos del auténtico William Wallace, un Braveheart que no lo fue tanto. William Wallace, ¿campesino? Vaya por delante que para mí Braveheart es una película maravillosa, épica, de esas que te tocan la fibra sensible. Mel Gibson está inmenso, tanto en su faceta actoral como en la dirección. Por no hablar de su preciosismo estético, de esos maravillosos paisajes escoceses… Un momento, no escoceses. Porque en realidad la mayor parte de la película se rodó en Irlanda por cuestiones de producción, como el castillo Dunsoghly, donde se recreó el de Edimburgo; o las llanuras de Curragh, en las que se rodó la grandiosa aunque no demasiado fiel batalla de Stirling. La película empieza mostrando a William como un simple campesino. Primer error. William Wallace, que nació en 1270, era un gran terrateniente. Ni siquiera fue hijo único, pues tuvo un hermano mayor, Malcom. Las crónicas escocesas nos dicen que tuvo una esmerada educación en una abadía, que jamás vistió un harapo, y que marchaba a las batallas con una armadura lujosa. Ah, y por cierto, nada de pintarse la cara de azul. Eso fue cosa de los pictos mil años antes. Al igual que la asociación de las gaitas con Escocia, algo que ocurrió a partir del siglo XVIII. En esos años, aquel era un instrumento común en otros territorios, ya que fue introducido en Europa por los romanos. William Wallace y la Loba de Francia Lo que sí es cierto es que William Wallace formó parte de la resistencia escocesa contra el rey Eduardo de Inglaterra, y es un emblema patriótico en Escocia por ello. Aunque fue a la guerra para defender sus intereses territoriales, no por vengar a ninguna esposa asesinada, la cual se llamaba Marian Braidfoot, no Munro. El derecho de pernada tampoco existía por aquel entonces. Wallace sí comandó sus propias tropas, pero lejos de camaradas movidos por la lealtad, fueron simples feudatarios. Vamos, como cualquier otro noble. ¿Y las batallas? Siento decir que en estas escenas la espectacularidad se impone al realismo histórico. Más aún, la estrategia que le dio la victoria a los escoceses en Stirling ni se ve en el film: los rebeldes de Wallace, cinco veces menos numerosos que los ingleses, supieron paliar esta inferioridad creando un cuello de botella en el puente de Stirling. En ese punto transcurrió el grueso de la batalla, con tan mala fortuna para los ingleses que la pasarela cedió cuando estaba ocupada en su mayoría por los invasores. De este modo la victoria se decantó del lado escocés. En la película el puente ni está ni se le espera, lo cual es del todo absurdo: en campo abierto, la superioridad numérica inglesa habría aplastado a los rebeldes. Pero de las numerosas licencias que Mel Gibson se tomó en esta película ninguna es más increíble que el apasionado encuentro entre Wallace y la princesa Isabel de Francia. Un romance del todo imposible por el simple hecho de que Isabel, que sería apodada como la Loba de Francia, no llegó a Inglaterra hasta 1308, tres años después de que Wallace fuera ejecutado. De hecho, por no conocer no conoció ni a su suegro. Por si todo esto fuera poco, en el momento del supuesto encuentro con Wallace la princesa apenas tenía nueve años. William Wallace y su grito de libertad El final de William Wallace tampoco resultó tan heroico como nos cuenta la película. Tras la derrota en la batalla de Falkirk, el noble se pasó siete años huyendo, con su reputación completamente destruida, mendigando ayuda para su causa en Francia e incluso en Roma. Y todo para que uno de sus comandantes, John de Menteith, lo traicionara y lo entregara a los ingleses en 1305. Quizás la escena más apegada a la realidad histórica en toda la película sea la tortura final de Wallace, por desgracia para él. Porque sí, al pobre noble escocés lo hicieron sufrir tanto como se ve en la película e incluso un poco más: lo ahorcaron sin llegar a ahogarlo, y a continuación lo emascularon (le extirparon los genitales), tras lo cual lo evisceraron tal y como aparece en la película. Quemaron sus intestinos cuando aún estaba con vida y luego lo decapitaron. Eso sí, no hay constancia alguna de que lanzara ningún grito de libertad. Y dese luego no murió justo al mismo tiempo que el rey Eduardo I, quien le sobrevivió dos años. Pero seamos sinceros, qué bien queda eso en la película. El verdadero Braveheart He dejado para el final el tema del título de la película: Braveheart, Corazón Valiente. Pues este apelativo jamás perteneció a William Wallace, sino al traidor de la película: Robert de Bruce, futuro rey de Escocia. A pesar de que Robert había jurado lealtad a Eduardo I, no dudó en unirse a los rebeldes, y cuando Wallace perdió su condición de Guardián de Escocia, fue él quien lo heredó. Aunque tampoco nos engañemos, de santo héroe tenía poco, pues no dudó en enfrentarse a sus aliados para conseguir la corona de Escocia. Corona que sin embargo no quedó afianzada hasta la batalla de Bannockburn, donde logró la ansiada independencia escocesa. Al morir, sus compañeros de armas viajaron a Jerusalén para enterrar el corazón del monarca, pero jamás llegaron a Tierra Santa, y casi perdieron la reliquia en la batalla de Teba, en Málaga. Lo recuperaron por los pelos, y de regreso a Escocia lo inhumaron en la abadía de Melrose. Así pues, esta es la historia del auténtico Braveheart
La IX Hispana: la legión desaparecida
Si hay una cultura antigua de la que prácticamente lo conocemos todo es sin lugar a dudas Roma. A la información legada por los cronistas clásicos y las apreciaciones de los historiadores contemporáneos tenemos la fortuna de poder añadir los muchos restos arqueológicos que han sobrevivido hasta nuestros días. Conocemos cómo fue su sociedad, el idioma que emplearon, cómo veían la vida y la muerte, la religión y las costumbres que practicaban… Y, sin embargo, aún quedan enigmas que resisten el paso de tiempo. Uno de ellos es el que rodea a la conocida como la IX Hispana, una legión que, de la noche a la mañana, se volatilizó como si se hubiese adentrado en el Triángulo de las Bermudas. ¿Queréis conocer este auténtico expediente X histórico? Los orígenes de la IX Hispana Todos los indicios apuntan a que la IX Hispana fue creada en el primer tercio del siglo I a.C., en la época de las guerras civiles, como la mayoría de las otras legiones. Por lo que se deduce de los testimonios que nos han llegado, es muy posible que en origen fuera una legión más, la IX, fundada por Octavio antes de convertirse en el emperador Augusto. Por lo visto, durante la conquista de las Galias Julio César se llevó a la IX consigo durante los años 58 al 51 a.C., aunque es cierto que no existe documentación al respecto. El primer contacto de la IX con la región que le daría nombre llegaría cuando el emperador Augusto la utilizó en las campañas de sometimiento de las tribus cántabras y astures, allá por el 29 a.C. De aquella época le vino el apelativo con el que pasaría a la historia. Aunque antes había tenido otros epítetos (como la IX Triumphalis o la IX Macedónica), a partir de entonces se la conocería primero como la IX Hispaniensis («acantonada en Hispania») y luego ya la IX Hispana. No está muy claro si la adopción de este nombre vino por su presencia en suelo hispano o porque durante esa estancia la unidad fue reforzada con el reclutamiento de los nativos. La IX Hispana en Britannia Luego de esta etapa, la IX partió hacia la provincia romana de Panonia (que corresponde a las actuales Hungría, Austria y algunos territorios de la antigua Yugoslavia). De ahí directos a la región africana controlada por los romanos, para apoyar a la legión III Augusta durante la rebelión númida, tras lo cual regresó de nuevo a Panonia. Al menos hasta que, en el 42 después de Cristo, el emperador Claudio se encaprichó con un objetivo que, en el futuro, sería una de las razones de la decadencia romana: la conquista de Britannia. El mando de estas operaciones tan ambiciosas recayó en el gobernador de Panonia, Aulo Plautio, así que tenía todo el sentido del mundo que a la hora de organizar un ejército invasor contara con la IX Hispana. No fue la única, por supuesto, pues con nuestros protagonistas también fueron la II Augusta, la XIV Gemina y la XX Valeria Victrix. Y al principio todo fue bien. Al fin y al cabo, ¿qué desafío podía representar una región con un puñado de tribus bárbaras? Si la Galia e Hispania habían caído en manos romanas, todo hacía presagiar que Britannia también sería incapaz de resistir. Pero en torno al 60 d.C. las cosas empezaron a truncarse cuando la reina de un pueblo en principio aliado de los romanos, los icenos, provocó una de las rebeliones más famosas. Aquella mujer se llamaba Boudica. La desaparición de la IX Hispana Al igual que las otras legiones, la IX Hispana sufrió muchas bajas durante los enfrentamientos con los britanos. Más de dos mil efectivos, un varapalo al que los romanos no estaban acostumbrados desde hacía mucho tiempo, y del que tuvieron que reponerse con reclutas llegados de las provincias romanas, por lo que la Hispana fue a partir de entonces un poco menos hispana. A pesar de esto, los romanos lograron pacificar Britania, incluso tras el caos que siguió al baile de emperadores con la muerte de Nerón. Pero Britannia estaba muy lejos de Roma, demasiado. Los sucesivos emperadores prácticamente dejaron a su suerte a la población romana establecida en la isla. En una de esas, más preocupados por el avance de los bárbaros en Germania, el emperador Domiciano reclamó parte de la IX Hispana para luchar contra los catos. Así, a partir del año 107 desaparece cualquier referencia de la Hispana en tierras britanas. Y no solo en la isla. Conclusiones De pronto la legión se desvaneció sin dejar rastro alguno. Para alguien que no conozca el mundo de la Antigua Roma quizás esto no suene muy sorprendente, pero creedme, se trata de una absoluta rareza. Si por algo se caracterizaban los romanos era por su casi obsesivo afán de dejar cualquier decisión burocrática bien documentada. ¿Recordáis «Las 12 pruebas de Asterix y Obelix»? Uno de esos desafíos era ni más ni menos que conseguir un formulario necesario para la siguiente prueba. Pues no se trata de ficción. Aquellos romanos locos lo documentaban todo, así que si la IX Hispana hubiese sido desmantelada es de suponer que habría quedado algún registro. ¿Y qué opinan los historiadores? Hay hipótesis de todos los colores. La más defendida es la tesis de que la IX Hispana fue aniquilada durante los conflictos en el norte de Britannia que darían lugar a la creación del muro de Adriano, en el año 122. Otra opción es que fuera trasladada a los actuales Países Bajos, o quizás a la Baja Germania, donde se han hallado inscripciones similares a otras relacionadas con la IX. Algunos incluso mencionan que la unidad estuvo presente en la II guerra judeo-romana (132 d.C.). Y por último tenemos las teorías más, digamos, fantásticas, que pretenden conectar el final de la IX con el mito artúrico. Fuera cual fuera el destino último de la IX Hispana, esta carencia de información es tanto una frustración para los
Schindler: el nazi bueno
El mes pasado iniciamos una nueva serie de artículos históricos en el que comparábamos a personajes reales de la Historia con sus contrapartidas en el cine. Por supuesto, no podíamos empezar con otra película que no fuera «Gladiator» y su gran villano, el emperador Cómodo. Difícil estar a la altura, ¿verdad? Pero no es una tarea imposible, porque si la obra de Ridley Scott es monumental, aquella de la que vamos a hablar hoy no se queda atrás. Pues el personaje que vamos a retratar es el protagonista de la obra maestra de uno de los mejores directores de todos los tiempos, Steven Spielberg. Me refiero, por supuesto, a «La lista de Schindler» y a aquel que le da nombre, Oskar Schindler. Schindler en la película No hay ninguna duda de que estamos ante un personaje cuya vida merecía una película. Película, por cierto, inspirada en una novela, «El arca de Schindler», escrita en 1982 por Thomas Keneally. En la pantalla grande, Schindler fue interpretado por un Liam Neeson al que todavía no le habían secuestrado a ninguna hija ni andaba machacando delincuentes para recuperarla. Su papel en «La lista de Schindler» era de hecho opuesto al del tipo duro: vemos a un hombre que empieza con una alta carga de prepotencia debido a su elevada condición social, pero que rápidamente comprende el horror desatado por el Partido Nazi, su propio partido. Y a partir de ahí tenemos a un individuo comprometido, bondadoso por completo, sin mácula alguna. La pregunta es ¿qué hay de verdad en el personaje de la película? Schindler en la vida real Por fortuna, la respuesta es que hay mucho del auténtico Schindler en el personaje desarrollado por Steven Spielberg. Nació en el todavía Imperio Austro-Húngaro, y a los 27 años se unió al Partido Alemán de los Sudetes, afín a los postulados nazis que ya se proclamaban en aquel 1935. Dicha cercanía ideológica fue tal que Schindler se convirtió en un informante de los nazis en Checoslovaquia. Eso y las deudas que había contraído debido a sus problemas de alcohol, que logró saldar gracias a este trabajo. Vamos, que fue un espía encargado del aparato de inteligencia nazi en su país, algo que en la película no se refleja, y por lo que acabó encarcelado. No estuvo mucho tiempo entre rejas, pues en 1938 Alemania invadía Checoslovaquia y lo liberaba. Agradecido y convencido de las líneas políticas de Hitler y los suyos, Schindler se unió sin dudarlo al Partido Nazi. Sin embargo ya no volvió a ejercer de agente secreto, si no que prefirió aprovechar el apoyo alemán para comprar una fábrica en quiebra. Como dicha empresa, situada en Cracovia, había pertenecido a un consorcio de judíos, la mayoría de trabajadores que contrató fueron de dicha comunidad. Pero si al principio los mantuvo no fue por ningún gesto de bondad, si no porque sencillamente eran mano de obra mucho más barata que el resto de alemanes. Schindler durante la guerra Cuando estalló el Holocausto, Schindler se encontró de pronto en una situación muy delicada. Sus compañeros nazis empezaron a reunir a los judíos para llevárselos a los campos de concentración, lo cuál podía llevar a la ruina a su fábrica: de los 1700 empleados, más de un millar eran judíos. Así que ideó una estrategia para mantener a toda la plantilla: gracias a sus contactos con el Partido Nazi, consiguió un contrato para la fabricación de pertrechos destinados a las tropas alemanas. Pero la jugada maestra fue convertir la fábrica en su propio campo de concentración, al menos de cara a los nazis, en el que él mismo era el director. Aquel movimiento tan brillante, unido a los sobornos a los oficiales nazis que acudían a inspeccionar la fábrica, mantuvo a salvo el negocio y, de paso, a sus empleados judíos. Pero lo que empezó como un movimiento egoísta para mantener su emporio pronto tomó una deriva distinta. La barbarie del exterminio judío escaló de tal manera que, al fin, horrorizó incluso a muchos miembros del Partido Nazi. Schindler fue uno de ellos. Aunque hay voces disidentes que afirman que el empresario actuó por cuestiones egoístas (como la de su esposa, Emily, que además lo acusó de mujeriego e infiel), eso no explicaría por qué en un momento dado empezó a contratar a más trabajadores judíos de los que en realidad necesitaba. Muchos de ellos eran incluso personas con discapacidad o niños. Llegó a un punto en que los sobornos a los oficiales nazis eran tan altos que Schindler tuvo que echar mano de su patrimonio personal. Conclusiones Schindler no se libró de ser encarcelado ante las sospechas de simpatizar con los judíos, pero sus contactos le sirvieron para salir en libertad. Lejos de escarmentar, trasladó la fábrica a Brünnlitz para evitar su clausura ante el avance soviético. Fue entonces cuando escribió la famosa lista que da nombre a la película: mil doscientos nombres, todos sus trabajadores y varios de otra factoría, que lo acompañaron a la nueva ubicación y se salvaron así de ser exterminados. En los últimos meses de la guerra, el empresario tuvo que comprar munición en el mercado negro con la que justificar la utilidad de la fábrica. De este modo, Schindler y sus protegidos resistieron hasta que el Ejército Rojo y los Aliados entraron en Berlín y provocaron al fin la rendición de Alemania. Como podéis comprobar, la historia con la que Spielberg nos emocionó es bastante fiel a la realidad histórica. A pesar de ello, la figura de Schindler también tuvo sombras. Fue un mujeriego reconocido que tuvo diversas amantes, y abandonó a su mujer en 1958, a la que dejó en Argentina casi en la pobreza. Debemos tener en cuenta que nadie es bueno o malo del todo. Pero lo que importa, al final del camino, es hacia qué lado se inclina la balanza.