Que Sevilla es importante para mí no debería sorprender a nadie a estas alturas. No sólo es mi tierra de nacimiento, si no que además forma parte de mi obra como escritor. Es el escenario central de mi novela Muerte y cenizas, y ya os hablé un poco de su pasado como Híspalis en este artículo. Hay pocas ciudades en España tan fascinantes y ricas en lo cultural y lo social. Un pasado tan asombroso que he pensado que sería buena idea ahondar un poco más en su historia más antigua, en su nacimiento. Porque Sevilla no tiene un origen, tiene muchos. Así de resalaos somos los sevillanos.
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ToggleHeracles, fundador de Híspalis
Lo sé, Heracles parece estar detrás de todos los saraos que se montaron en la antigüedad. No sólo sus descendientes dieron lugar a Esparta según sus tradiciones, si no que al héroe griego se le atribuye la fundación de decenas de ciudades: Barcelona, A Coruña, Córdoba, Cádiz, Herculano (en Italia), Tánger… y por supuesto Híspalis. Heracles se habría hartado de hacerse fotos en inauguraciones, de haber vivido en la actualidad.
En el mito, Heracles llegó a la península ibérica para realizar algunos de sus trabajos, como el de robar el ganado de Gerión y, ya de paso que andaba por ahí, llevarse a la saca también las manzanas doradas del jardín de las Hespérides. Eficiencia máxima. Entre aventura y aventura se entretuvo con menudencias como separar la península del continente africano, dando así lugar al estrecho de Gibraltar, o fundar alguna de las ciudades mencionadas antes. Entre ellas, Híspalis, cuyo nombre derivaría de la denominación que tenían los compañeros de parranda de Heracles, los espalos.
Ispal, la Híspalis fenicia
Este supuesto origen de Híspalis es menos mitológico y está más apegado a lo históricamente comprobable, aunque por supuesto sigue sin ser una teoría firme. Los restos arqueológicos encontrados en la capital hispalense dejan muy claro que en el siglo VIII a.C. se alzó allí un santuario dedicado al dios Melkart. ¿Y quién es este señor? Pues ni más ni menos que este es el nombre de un dios fenicio-púnico que tenía su equivalencia en el Heracles griego (¿Te acuerdas de nuestro artículo sobre el plagio de los dioses griegos?). Al igual que Thor y Júpiter eran los clones de Zeus, Melkart era el Heracles fenicio. O viceversa.
Se cree pues que los fenicios pudieron llegar por el cauce del bajo Guadalquivir durante sus constantes viajes a la península ibérica, y fundar así una de sus muchas colonias. La llamaron Ispal, que significaría supuestamente «sobre palos», y hacía referencia a que el terreno era inestable y por tanto las casas debían estar asentadas sobre postes clavados para no desplomarse. Ispal crecería metida de lleno en la sociedad tartésica. Y la sobreviviría, pues cuando Tartessos acabó desapareciendo, Ispal siguió ahí, esta vez como parte del territorio íbero de los turdetanos, esperando a convertirse en Híspalis. Algo así como la Sagunto íbera, donde íberos y colonos griegos convivían. Ispal estuvo en calma hasta la llegada de los cartagineses de Amílcar, Asdrúbal y Aníbal, en primer lugar, y luego de Roma, con Escipión a la cabeza.
Híspalis, la pequeña Roma de Julio César
Ispal se convirtió en romana tras la Segunda Guerra Púnica, pero todavía no era Híspalis. Y aún tardaría un tiempo en serlo, pues según San Isidoro de Sevilla, que además de eclesiástico fue un prolífico compilador de obras historiográficas, fue el mismísimo Julio César quien le daría tal nombre. En concreto, el de «Colonia Iulia Rómula Hispalis»: «colonia» por su condición formal, «Julia» por su nombre, y «Rómula» porque era algo así como una Roma en miniatura. Aunque cabe apuntar que la historia de este nombre está en entredicho. Algunos historiadores de gran prestigio aseguran que Julio César no tuvo nada que ver y que el único nombre oficial fue «Colonia Rómula».
Sea como fuere, según la tesis de San Isidoro, lo de Híspalis le vendría por su anterior nombre fenicio (semítico, no latino), Ispal. Esta latinización de un nombre fenicio no es nada extraño en absoluto, más bien al contrario. Ocurrió lo mismo con el término «Hispania», que provenía del fenicio «Ispania». Los romanos eran mucho de aprovecharlo todo, que se lo digan a su mitología, calcada de la de los griegos.
El caso es que Julio César estuvo en Híspalis entre los años 68 y 65 a.C., como cuestor de la provincia. Y por lo que se cuenta dedicó bastantes esfuerzos a convertir aquella simple colonia en uno de los asentamientos más poderosos de la Bética. Sustituyó la triste empalizada de los tiempos fenicio-íberos por una muralla de piedra, dándole lustre a la ciudad. Y eso que no era la capital, que estaba en manos de Córdoba. El bueno de Julio también tuvo allí uno de sus amoríos convulsos, con Syoma Julia (aquí todos son «julios», quizás de ahí nuestra coletilla «hulio»), con quien tuvo dos hijos, uno de los cuáles sacrificó para conseguir el favor divino. Se dice que los restos del infante reposan debajo de la Puerta de la Macarena. La madre, por si acaso, escapó con el otro niño, no fuera caso que los dioses reclamaran más sangre.
Conclusión
Como podéis comprobar, los orígenes de las grandes ciudades siempre son una mezcla entre el mito y la historia demostrable, y en ese sentido Sevilla no podía ser distinta. La mitología, como siempre digo, es fundamental para entender la historia de las sociedades del pasado, ya tenga una base real o ficticia. Además nos ayuda a entender que somos hijos de muchas culturas distintas. Como decía una antigua inscripción en una de las antiguas entradas de la muralla romana, la Puerta de Jerez:
Hércules me edificó,
Julio César me cercó
de muros y torres altas,
y el rey santo me ganó
con Garci Pérez de Vargas.
Convencida que la escritura es la voz del alma, quien dijo esta frase sabe que los escritores llevan consigo la magia de transformar sus pensamientos. Quiero escribir todo lo que llega a mi imaginación común instrumento de rescilencia. Saludos!!